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– ¿Cómo sabes todo eso?

– Vinimos juntos con Bob desde Huatulco, México, a esta ciudad. Fue un viaje clandestino, Eduardo nunca lo supo. Bob era otro enamorado de Antigua. Había estudiado aquí el español y su tema era Centroamérica. A él le pareció monstruoso que yo no pudiera ubicar la tumba de mi madre. Y con sus contactos, en esos pocos días que estuvimos juntos en Antigua, ubicamos a un miembro de la familia Palma. Esta persona estaba fuera de la ciudad en esos días, pero volví a Chile con su nombre y dirección. Eso me dio tranquilidad para pensar a largo plazo. Mientras yo estaba en la cárcel, Bob le escribió a este señor y le contó mi historia-. Al llegar a Antigua, lo primero que hice fue ir a verlo.

– ¿Quién es él?

– Emilio Palma, hermano de Rubén. Hoy bordea los setenta. Si Rubén estuviese vivo, tendría sesenta y cinco. Y Cayetana, sesenta y dos.

– ¡Cayetana vieja! No me la puedo imaginar.

– Esa es la frescura de los que mueren jóvenes. Congelan sus imágenes para siempre. El deterioro y Cayetana no son compatibles.

– Sigue, pues…

– Emilio Palma. Golpeé a su puerta un viernes en la tarde. Bob me acompañaba. Vive en una casa muy linda en la Calle de los Duelos, casi a la salida de la ciudad, detrás del Hotel Santo Domingo. Abrió la puerta una empleada. Le mandé a decir que era chilena, la hija de Cayetana, y que necesitaba hablar con él. Me mandó recado, luego de diez largos minutos: me recibiría al día siguiente, el sábado, a las seis de la tarde. Él estaba en lo correcto, yo no tenía derecho a irrumpir así en su casa, pero la impaciencia me consumía. ¿Sabes?, fui a una de esas boutiques preciosas que hay en esta ciudad y me compré un vestido de algodón que tenía un look de Charles Dickens, algún personaje de Oliver Twist lo podría haber usado. Es raro que eligiera, a esta edad, un vestido de orfanato para impresionar a este señor, que era lo más cerca que nunca yo había llegado a Cayetana.

»Ese sábado, a las seis de la tarde en punto, entraba yo por el portón de su casa colonial. Sola.

»Emilio Palma me aguardaba. La misma empleada me hizo pasar a un gran salón, muy hermoso pero un poco recargado y oscuro para mi gusto. Apareció este señor. Me sorprendió su estatura, ¿por qué me lo había imaginado bajo? Tenía el pelo blanco y espeso y vestía pantalones deportivos y una camisa blanca de buen corte. Se desprendía de él toda una finura inesperada para mí.

» -¿Violeta Dasinski? -su voz era pausada.

» -¿Don Emilio?

» -Con Emilio basta, nada de don. ¿Quiere instalarse aquí o prefiere el corredor?

» -Prefiero el corredor, si a usted no le importa.

» -Vamos.

»Lo seguí hacia afuera. En ese momento llegó otro caballero, con un cierto aire distinguido, también de muy buena apariencia, un poco más joven. Fui presentada:

» -Ella es la hija de la compañera chilena de mi hermano Rubén; te hablé de ella. El es Raúl Baeza, arquitecto, se dedica a la restauración de casas y monumentos en Antigua.

»Le comenté, espontáneamente, que yo también era arquitecta; creo que fue un dato importante para la fluidez de la velada. Le hablé de mi intención de comprar una casa y restaurarla. Eso le apasionó y me dio varios datos, mientras Emilio nos miraba encantado. Nos habían traído un ron con hielo y limón, como lo toman aquí, y jugos de fruta. A los veinte minutos, Raúl -quien efectivamente me ayudó con la restauración de la casa y es de mis pocos amigos guatemaltecos- se levantó diciendo que nos dejaba para nuestros asuntos. Pero ya cualquier eventual hielo se había roto y cuando él partió no tuve miedo de enfrentar a Emilio Palma. Me abalancé sobre él en cuanto nos quedamos solos.

» -¿Usted conoció a mi madre?

» -Sí. Muy poco, pues ellos estuvieron bastante tiempo en el campo, en pueblos pequeños. Yo vivía entonces en Ciudad de Guatemala, aún no había heredado esta casa. Pero nos encontramos una vez precisamente aquí, en Antigua.

» -¿En esta misma casa? -casi no me salía la voz.

» -Sí, en esta misma casa, que a ella le gustó mucho. Pero no se instalaron aquí, sino donde unos amigos de Rubén. Él nunca pareció muy interesado en nosotros. Después de todo, sus actividades eran clandestinas y atentaban contra las costumbres de nuestra familia. Usted debe comprender que aunque el de Rubén no fue un caso aislado, pues a muchas familias tradicionales de Guatemala les sucedió lo mismo, la mía nunca pudo reponerse del estigma de haber tenido un hijo guerrillero.

» Trataba de seguirlo, pero me puso frenética la idea de que Cayetana hubiera estado en esta misma casa, sentada quizás en este mismo banco, frente al mismo corredor.

» -Cuando tuvimos la noticia de su muerte, mis padres fueron al campo, en el Quiche, para hacerse cargo de la situación. Volvieron con ambos ataúdes sellados. El gesto de humanidad -eran gente muy delicada- fue hacerse cargo de ella. No tuvieron corazón para dejarla sola, sin la certeza de que alguien fuera a venir por ella. Mi padre en persona llamó a Chile a su antiguo marido; debe ser tu padre, ¿verdad?

» -Sí -me alivió que empezara a tutearme. Total, yo era una especie de sobrina de él, ¿o no?

» -Bueno -continuó Emilio-, él llegó atrasado y dio una impresión de indiferencia frente al tema. Fue por ello que acordaron enterrarla aquí, tu padre retiraría después los certificados. No podían dejar los ataúdes esperando.

» -Qué siniestro -comento yo, desesperada, con oleadas de odio hacia mi padre-. Cayetana perdió a toda su familia en un terremoto al sur de Chile, y sus padres murieron el año que ella partió a Centroamérica. Probablemente ésa fue una de las razones que la impulsaron a partir. No quedó nadie en Chile para responder por ella; solamente yo, que era todavía una niña.

» -Ella nos habló de ti aquella vez.

» -¿Verdad?

» -Hubo una pequeña discusión entre ellos. Ella quería dejar el Quiche e instalarse aquí en Antigua. Desprendí de la discusión que Rubén le había hecho promesas no cumplidas, y que ella tenía grandes expectativas sobre esas promesas. Cuando le pregunté por qué quería vivir aquí, un lugar tan muerto en esos años, me contestó que tenía una hija y que su único deseo era traérsela a Centroamérica. Le parecía que la tranquilidad de nuestra ciudad era ideal para que tú crecieras bien. Deseaba abandonar la guerrilla solamente para juntarse con su hija. Rubén no parecía muy comprensivo al respecto.

» -¿Qué habría pasado, a su juicio, de no haber muerto ellos? -me aventuré a preguntar.

» -Nadie puede decirlo. Quizás el conflicto se habría agudizado. No me imagino a Rubén dejando la guerrilla. Era un fanático.

» -Como lo eran todos en aquellos años, hay que juzgarlo en ese contexto -¿qué hacía yo defendiendo a Rubén Palma, el que me robó a mi madre? Soy una loca, me dije.

» -Quizás ella habría vuelto a su país, o efectivamente habrían instalado un cuartel general aquí en Antigua, con Rubén entrando y saliendo. Quizás eso hubiese sido lo más posible. Ella era una mujer de armas tomar. No se veía sometida ni tímida, como muchas guatemaltecas. Recuerdo que me gustó la gran personalidad que demostraba, su capacidad para hablar de cualquier tema. No me dio la impresión de que estuviese tan posesionada por la idea de la revolución… yo diría más bien que era una mujer enamorada. Le interesaba la poesía. Yo soy poeta, aunque me gano la vida como médico. Y recuerdo que hablamos de la Mistral, de Neruda, de Vallejo, de Darío. No era ninguna tonta tu mamá. Y, ¿sabes? -me miró con cierta ternura-, Rubén la quería. ¡Por Dios que la quería! Si en algún insomnio has dudado de eso, no vuelvas a hacerlo. Soy un hombre perceptivo en cosas del corazón, y aunque vi poco a Rubén esos años, siento que se humanizó. Algo muy fuerte debió pasarle con esta mujer. Mi madre lo analizó varias veces conmigo, yo era el hijo soltero que comadreaba con ella. En las noches hablaba de este hijo tan amado, con los consecuentes celos míos. Después de todo, yo no la había abandonado y él sí. Pero ella lo adoraba. Era muy hermoso mi hermano. ¿Tú lo conociste?