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– Sí. Me impresionó…

– Bueno, razones no le faltan. De todos modos, tiene la teoría de que hace cuatro mil años ellos descubrieron que las mujeres eran definitivamente superiores, y entonces les pusieron un pie encima, aterrados de que se los comieran vivos. Cree que la eterna historia de abusos y discriminación se debe al profundo odio que los hombres sienten por estos seres a los que temen: desde algún lugar, ellas podrían despertar, emerger y arrasar con ellos. O sea, la conocida teoría de la amenaza.

Me incomoda conversar mirando hacia atrás.

– ¿Hay algún café rico cerca?

– Estamos al lado del Doña Luisa; vamos para allá y de paso compramos dulces. No puedes dejar de conocer la tienda de doña María Gordillo, es uno de los orgullos de Antigua. Quiero que comas un huevo chimbo, con la misma receta de la época de la Colonia.

Nos instalamos en el Doña Luisa. Está lleno de extranjeros con trenzas y ojos claros y sombreros exóticos. En el muro no cabe un solo aviso más: desde casas para arrendar hasta clases de lo que uno necesite. Traemos la cajita de cartón de los dulces de María Gordillo, manjar duro, mazapanes, huevos chimbos, guanábanas confitadas y varias otras delicias. Pedimos nuestros cafés.

Hoy he conocido a Barbara, una de las dos amigas que Violeta tiene en Antigua. Vive aquí hace seis años. Es canadiense. Amplia, voluptuosa, tiene ojos cálidos y la risa siempre pronta.

– ¿Cómo llegó a vivir aquí? -le pregunto a Violeta.

– Ella trabajaba en teatro, en Toronto. Un día, su amiga más íntima se divorció y para saltarse ese proceso doloroso decidió irse a México. Se instaló en la Isla Mujeres y de allí llamó a Barbara: vente, le dijo, me estoy construyendo una casa con mis propias manos. Barbara, que en ese momento se hallaba carente de «ideas frescas», como dice, vendió todo lo que tenía y partió. Según ella, la gente de teatro hace estas cosas. Vivieron seis meses en la isla, en la onda más primitiva. Cuando la visa se les vencía y tuvieron que cruzar la frontera para volver a entrar, decidieron venirse a Antigua a aprender español y a ganarse la vida enseñando inglés. Se instalaron por un par de meses. El día antes de partir, mientras Barbara hacía las maletas sin muchas ganas, supieron la noticia: un huracán había azotado la Isla Mujeres y la casa, frágil y precaria, había sido arrasada.

– ¿Y se quedaron aquí?

– Sí. Barbara instaló una tienda de ropa que se transformó a la larga en la sofisticada boutique que conociste hoy. Combina los materiales nativos con diseños europeos hechos por ella. Le empezó a ir bien, hoy en día exporta a Japón y a Estados Unidos.

– ¿Vive sola?

– Sí, con dos gatas y una está embarazada. Acaba de introducir en su hogar al primer componente masculino: un perro.

– ¿Por qué las canadienses pueden hacer eso y nosotras no?

– Porque nosotras tenemos un raro sentido de raigambre. Pero el punto no es ser chilena o canadiense. El punto son las opciones -me contesta Violeta mientras juega con su anillo de piedra cruz.

– ¿Cómo?

– Barbara no optó ni por el matrimonio ni por la maternidad. Eso es lo que le da ese aire de libertad que percibes en ella.

– Yo nunca podría vivir así. Que Santiago, que mi mamá, que Andrés, que los niños… Todo me ata, me tira, me estrangula. ¿Por qué no nací canadiense, por la cresta?

– Ni aunque lo hubieras sido… -Violeta se ríe de vuelta.

Pido otro café, rumiando el tema de mis raíces y con una envidia declarada hacia gente como Barbara, hacia todos lo que sean algo distinto de mí.

– Aparte de Barbara y de Mónica, tu amiga argentina, ¿tienes amigas propiamente antigüeñas?

– No.

– ¿Por qué? -no ceso de interrogarla, impaciente por entender la vida de esta ciudad. La irás entendiendo a medida que la vivas, me habría dicho Andrés. Pero quiero anticiparme.

– Porque en Antigua conviven tres estamentos: los antigüeños, los extranjeros y los indígenas. Son tres mundos distintos y se relacionan poco entre sí.

– ¿Y los antigüeños?

– Han estado aquí desde siempre, hay familias que no se movieron ni con el terremoto de 1773. Viven en esas casas grandes, cerradas, toda la vida vertida hacia adentro.

– ¡La suerte de ellos! No deben sospechar lo que es la neurosis.

– No te creas, son bien latosos. El interior de las casas es el centro mismo de sus actividades. Los hijos estudian aquí la secundaria y cuando van a la universidad, si es que van, lo hacen en Ciudad de Guatemala.

– Como Jacinta.

– ¿Sabes? Las mujeres de nuestra edad no son profesionales, ninguna. Su destino ha sido el más tradicional, casarse jóvenes, tener marido, casa e hijos, y dedicarse a ellos. Son una sociedad cerrada y sin mucha inquietud intelectual.

– Como toda provincia…

– Jacinta me cuenta que en sus casas, que yo apenas conozco, no hay libros. En Antigua misma el comercio de libros casi no existe, apenas hay algunas librerías norteamericanas de libros usados. ¿Te das cuenta el hambre?

– No me sorprende. Y no creo que sea solamente por ser provincia. Fíjate, a un fotógrafo amigo mío le pidieron que hiciera unas fotos de las casas más lindas y ricas de Santiago para una revista de diseño. Se metió en cada rincón de esas casas, buscando los mejores ángulos. Cuando terminó el trabajo, salió escandalizado: esas casas maravillosas no tenían libros. Ni un solo libro.

– ¿De dónde sacarán ideas, entonces? -se pregunta Violeta muy seria.

– De dónde sacarán placer, me pregunto yo. Y tú, ¿cómo lo haces?

– Bueno, para algo sirve tener un papá librero. Me llegan a Ciudad de Guatemala, a la casilla de Bob. Aquí el correo es casi inexistente. Además, cuento con las suscripciones de Bob al New York Review of Books y otras, y cuando él va a Estados Unidos o vienen sus amigos para acá, yo hago mis encargos. Abastezco de libros a un buen sector de la comunidad extranjera, siempre los tengo prestados.

– ¿Por qué hay tanto extranjero aquí?

– Por las escuelas de español. Mira, de los treinta mil habitantes con que cuenta la ciudad, los extranjeros son al menos diez mil. No siempre los mismos, son una población flotante. De toda esta parte del continente, Antigua es la que cuenta con la enseñanza más sistematizada del español. ¡Hay como ochenta escuelas en la ciudad! La mayoría con enseñanza súper personalizada. No faltan las mujeres que, sin ser profesoras, se dedican a esto para casarse con un gringo: es la gran meta de las antigüeñas jóvenes.

– Pero están los extranjeros como tú, ¿verdad?, que no tienen nada que ver con la enseñanza del español.

– Sí, pero en su mayoría son personas que vinieron a estudiar -norteamericanos, suecos, noruegos-, se enamoraron y se quedaron. Antigua es mágica, Jose: no pueden dejar de volver y terminan instalándose. Aquí tengo una amiga, Elizabeth, cuyo padre la trajo a vivir a los catorce años, a fines de los años sesenta, cuando esto era un peladero; él vino desde Estados Unidos a escribir un artículo, se enamoró y se quedó para siempre. La verdad es que la sofisticación, las restauraciones y los estudios de la ciudad se los debemos, en gran medida, a los extranjeros que la han amado.

– Debe ser emocionante vivir en un lugar que es patrimonio de la humanidad. Yo me sentiría importante.

Violeta sonríe.

– Tú perteneces a la categoría de los que inyectan a la ciudad su vida y cultura, ¿verdad?

– Bueno, sí… A los guatemaltecos que viven en la capital y vienen por el fin de semana no los verás nunca, ni te los toparás en ninguna actividad. No van a nuestras galerías ni a nuestros cafés. Vivimos en mundos paralelos que no se tocan.

– ¿Tampoco se agreden?

– Jamás! -exclama enfática-. La gente de este país es la más amable del mundo, ya lo habrás notado. Y Antigua es una ciudad cero agresiva, esencialmente pacífica. Debe ser uno de los lugares menos violentos del mundo, y eso no es poco decir hoy en día.