Mi mente se aleja hacia fines del mil seiscientos, trato de imaginarme a las primeras monjas clarisas que llegaron de Puebla. ¿Cómo serían? ¿Qué comerían? Al menos, no pasaban frío, oh privilegio de esta ciudad. ¡Qué generosos pueden ser estos enormes claustros y fuentes sin la existencia del frío! ¿Se vinieron por amor a Dios o porque las obligó la familia? ¿O fue por un amor desgraciado? Pienso más bien en esto último, para identificarme con ellas.
Casi nadie llega hasta aquí; quizás algún turista recorre las ruinas, pero yo no lo veo ni lo siento. Vuelvo a respirar. Pero es el abismo. Porque toda respiración agoniza cuando se me cruzan las imágenes: esas imágenes. Los anteojos de sol en el auto de Andrés. Eran femeninos, marca Ted Lapidus. ¿Qué hacían ahí? ¿Usará Pamela Ted Lapidus? No, yo los recordaría en ella, eran bonitos y me habrían llamado la atención. Me persiguen esos anteojos de sol.
Pierdo la calma. Camino hacia la puerta de Santa Clara. Justo enfrente están los lavaderos públicos, esa enorme piscina de agua verde musgo y el impecable orden de cada recipiente de piedra para la ropa sucia de los indígenas. Me fascina la perfecta distribución de la piedra en cada unidad. Una mujer se afana en su tarea. La miro hacer. Le habla a su hijita mientras restriega sus paños. Se ríe y tiene sólo dos dientes, enormes, alargados, como si fuesen a saltar en cualquier momento de la boca. Saca agua con la mano -al lado, otra indígena se lava el pelo- y vuelve al mismo movimiento para mojar y enjuagar su ropa. Reconozco, entre un lavatorio y otro, ese jabón café que me llamó la atención en el mercado, parecía una roca. Es para los piojos, me contó Violeta. (En mi país hay piojos hasta en los colegios privados, pero no se asumen y en ningún lugar popular venden jabones para eliminarlos.) Sus movimientos me subyugan. No usa escobilla, sólo su mano. Y mi historia de cantante me traiciona, pues sin llamarla, sin invitarla, llega a mí la Violeta Parra y esta voz, en silencio, comienza a cantarla, como cuando Violeta y yo lo hacíamos juntas en la universidad: Aquí voy con mi canasto/ de tristezas a lavar, al estero del olvido,/ dejen, déjenme pasar./ Soy la torpe lavandera, pierdo el día en mi labor,/ el amor es una mancha que no sale sin dolor,/ lunita lunay, no me dejes de alumbrar. Empiezo a llorar. Un llanto lento, absurdo. No, no puedo volver a llorar, me digo enojada: soy fuerte, autónoma e independiente, me repito, y las palabras caen al agua, vacías. Mezclo mi llanto con el agua del lavado, meto mi mano a la pila, me mojo los ojos, la indígena me mira, yo la miro de vuelta. Vuelvo a hundir mis manos en esa agua verde y ella sigue mirándome.
Cuatro de julio, día nacional de los Estados Unidos. Un día cualquiera.
Camino hacia la plaza. Está llena, ¿qué pasa? ¿Por qué hay tanta gente? Las colas en Guatel y en el Banco del Agro, donde cambio mis dólares, alcanzan la calle. Las veredas están repletas de coloridos productos. Me acerco a la compañía, quizás pueda llamar a Andrés y hablar con él desde ahí con la certeza de que nadie más me escucha. La cola es enorme, en la misma ventanilla donde se piden las llamadas internacionales está la gente pagando sus cuentas y sus llamadas locales. ¿Cómo no dividen las ventanillas según su uso? Voy a esperar un rato en la plaza.
Elijo un banco cerca de la fuente del centro. Escucho el agua correr. Descanso. Estoy siempre agotada. Miro a las indiecitas (no son indias, son indígenas, me corregiría Violeta; decir indias debe ser políticamente incorrecto): caminan frente a mí con sus enormes canastos en la cabeza, sin tocarlos con las manos, erguidas. Observo la perfecta línea de cuello y espalda, ¿cómo se las arreglan? Son unas niñas, tan pequeñitas. «Sólo se entiende porque llevan cinco mil años haciendo lo mismo», me dijo ayer Violeta, «a nosotras se nos caería todo.»
Miro a un turista panzón, de shorts y polera muy ceñida, con unas piernas delgadas en calcetines blancos y unos minúsculos pies calzados con rigurosos zapatos negros acordonados. Trata de fotografiar a su mujer. Más al centro, le dice, pero la mujer no se mueve lo suficiente, un poco torpe su cuerpo. Más al centro, le repite, obsesionado con formar una perfecta simetría entre la fuente y ella. Dios mío, ¿cómo alguien puede casarse con un hombre así, cómo unir su vida a otro que lleva a cuestas esos pies y esas piernas? «Mucho peor la panza», me discutiría Violeta, «lo que pasa es que tú eres una fetichista con esto de las piernas.» No, le contesto mentalmente, la panza de un hombre es horrible, de acuerdo, pero a la larga puede resistirse. Lo que no se tolera es esto: ¿has visto algo menos masculino que esas piernas? Flacas, peladas, pulcros calcetines blancos con zapatitos negros… Me lo imagino desnudo con los calcetines puestos, la peor situación en que un hombre puede encontrarse. ¡Dios, qué poco sexy! ¿Cómo será Bob?
Cuando comenzaba a recorrer las piernas de Andrés, a recordar cada línea de ellas y a dolerme, me distrajo un pájaro; vino y se posó en el árbol más cercano. Era azul. El cuello y la cabeza, azabaches. El resto, completamente azul. Qué pájaro tan bello, ¿de dónde salió? No es el azul brillante que retratan algunos libros, no. Es un azul petróleo. Nunca he visto uno igual.
Vuelvo a Guatel. La cola es larguísima aún. Estoy tratando de tomar decisiones cuando una indígena sentada muy cerca de mí en la vereda, con su mercancía a la venta, me llama:
– Ey, tú…
Me asusta. Cualquier cosa inesperada relacionada con otro ser humano, más aun si es en la calle, me asusta.
– ¿Yo?
– Sí, tú…
Suelta una frase que no comprendo. Nunca les entiendo mucho, es raro su español. Algo me dice de un hombre. Miro, a mi lado hay un turista trigueño, ¿se referirá a él? ¿O a Andrés? Pero, ¿qué tiene que ver esta mujer con Andrés? Estoy loca… Aunque tal vez sea una especie de bruja y me está regalando una profecía.
– ¿Qué? No entiendo, repítame.
– Si me das un quetzal -eso sí se lo comprendo de inmediato. Dudo: ¿entregarme a su juego o arrancar? Intrigada, saco un quetzal de mi cartera y se lo paso. Entonces su frase es nítida-: El hombre trigueño ya no es tuyo… pero de ti depende.
– ¿Qué hombre trigueño?
No me responde. Entra en el mutismo total.
– No entiendo -le digo.
– Cómprame un huipil-me responde.
Salgo de allí molesta. Qué Guatel ni qué nada. Estoy transpirando. Hace calor, como siempre, pero eso no justifica mi agitación. Me dirijo a la Calle de los Peregrinos. El hombre trigueño… Andrés no es mío, Andrés no es mío. Siento una sed loca. Me detengo en un pequeño café y pido un licuado de melón. En el café ven el fútbol. Brasil contra Estados Unidos. Sí, oí a Violeta en la mañana diciendo lo contenta que estaba de que Bob viese el partido lejos, en su país, que ella no puede dejar de estar con Brasil. Ella siempre está por los latinoamericanos. «Imagínense», había dicho, «la victoria de Estados Unidos contra Brasil en el día de su fiesta nacional. ¡Cómo sería aquello!»
Qué lástima que la fecha de mi viaje haya coincidido con el Mundial, Andrés apenas notará mi ausencia. Miro a los hombres del café. Brasil ha metido el único gol del partido, a los veinte minutos del segundo tiempo. Los guatemaltecos saltan de alegría, todos aplauden. ¿Quién dijo que el sentimiento antiimperialista estaba pasado de moda?
Fourth of July, pienso al retomar la Calle de los Peregrinos.
«Why is it that so many more words have been said about Abraham Lincoln than about any other American?» Vestida de rosado como un caramelo, muy acinturada, los tacos blancos, el micrófono. Todo el colegio, alumnos y profesores, en el auditorio, escuchando el discurso central. Y Violeta, en la fila del coro, recitando conmigo en su interior. Fourth of July, fiesta también en el colegio, representación de las alumnas a cargo de la monja de música en el Glee Club. Mientras el coro cantaba la última estrofa – «while the sun keeps music… in my old Kentucky home… far away…»-, aparecía yo en el escenario. «Why is it…» En los ensayos, la ansiedad me consumía en ese momento en que debía empezar. Tenía trece años y no conocía aún el concepto de pánico de escena. Entonces, en los ensayos, Violeta siempre empezaba conmigo en voz baja; ella se había estudiado mi discurso, lo aprendió conmigo y se lo sabía de memoria. Lo hizo para convencerme de que yo me la podía, para obligarme a vencer la resistencia a ser oída por todo el colegio. «Si te pones nerviosa y se te olvida la estrofa, yo te la soplo. Yo voy a estar recitando contigo.» Y cuando llegó el día, me acerqué al micrófono y no pude, no me salió el habla. Miré ese enorme auditorio frente a mí y me vino un vacío en el estómago. Hasta que escuché, sin detectar de dónde venía en ese momento de confusión, la voz de Violeta, despacio, pero con el volumen necesario para llegar a mí: «Why is it that so many more words have been said…» Entonces pude. Alcé la voz, fuerte y clara, y recité. Terminé mi discurso a la perfección y cuando el público estalló en aplausos, lo gocé. Me invadió un extraño vértigo, ¡y cuánto me gustó! No tenía cómo sospechar entonces la cantidad de escenarios a los que me subiría más tarde en la vida, ni cuánto necesitaría ese vértigo para sentirme viva. Y tanto esfuerzo para vencer cada vez -absolutamente, cada vez- el pánico.