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Y así la frase inicial del discurso sobre Abraham Lincoln pasó a ser una especie de sortilegio entre Violeta y yo: la primera audición de radio, la primera vez que canté en un escenario en la universidad, la primera vez que fui a la televisión. Siempre Violeta acompañándome, menos el día crucial en que gané el Festival de la Canción. Y al momento de comenzar, ella se las arreglaba para estar cerca, donde mis ojos pudieran toparse con los suyos, y recitaba, casi para sí misma: «Why is it that so many more words have been said about Abraham Lincoln than about any other American?»

Fourth of July.

Empezó una tormenta en Antigua. Apuro el paso.

15.

Violeta me lleva un café a la cama. Ya con el estímulo en el cuerpo, soy capaz de existir. Me levanto en bata y me dirijo a la cocina, donde se despliega todo tipo de tentaciones para el desayuno general de la casa. Frutas, café humeante, pan fresco, tostadas, cereales, yogur, mermeladas y huevos. Pruebo con una cuchara, distraída, un poco de mermelada. «Es de sauco», me dice Violeta, «un berry de la zona.» Saboreo la grata mezcla de ácido y dulce, recuerdo el arándano de la casa del molino, el frasco es el mismo, el espíritu del ambiente también. Elijo un yogur de mango y tomo de la bandeja una pitahaya. Me he prendado de esa fruta por su aspecto. Parece la ilustración de un cuento, su cáscara es como la de una alcachofa tosca y enrojecida. De un feroz rojo adentro, a medida que se acerca al borde se transforma en brillantes líneas fucsias, salpicada por sus semillas, unos puntos muy negros. El propio Rufino Tamayo se vuelve descolorido frente a esta fruta. («¿Las has usado para algún tapiz?» «No», me contesta Violeta, «aún no.» «Por favor hazlo, ¡esta fruta es única, Violeta, tienes que aprovecharla!»)

La gran mesa de la cocina recibe al que va llegando. Siempre soy la última. La cocina misma es cuadrada y a mitad de altura se transforma en un gran torreón de ladrillos, con ventanillas en el techo por donde entra la luz. Los muros llevan cerámicas pintadas. («Grande y cuadrada: ¡no necesitaste una reencarnación, Violeta, para llegar a tener una cocina cuadrada!» «¿Cómo que no? ¿Te parecen poco mi muerte y mi resurrección?»)

Durante el desayuno se comentan las actividades del día. Violeta ha hablado anoche con Bob, que llega dentro de tres días con su hijo Alan. «¿Sabes por qué se llama Alan?», me pregunta Jacinta, «porque su mamá es fanática por Alan Bates.» Borja anuncia solemnemente los partidos que se jugarán hoy. Rumania con Alemania. Empieza la discusión, que por quién vamos. Jacinta dice que no soporta a los alemanes. Yo digo que odio a los rumanos. «¿Por qué?», me preguntan sorprendidos. «Por culpa de Violeta», respondo.

– Cuéntales -me urge Violeta.

– Ya, cuéntanos, mamá -ruega Borja.

– Esto pasó en aquellos tiempos revolucionarios de nuestro país, hace muchos, muchos años. Violeta no tenía más afán que meterme en sus actividades, que, dicho sea de paso, no me interesaban. Para concientizarme, me consiguió como gran cosa una invitación a Rumania. Yo estudiaba música en la universidad y la invitación era para conocer cómo funcionaban las escuelas de música rumanas en ese momento. Me sentí obligada a aceptar, Violeta se había esforzado tanto con sus amigos y con la embajada. Fui. Mi estadía allá es harina de otro costal, otro día la contaré. Pero mi odio por Rumania empezó a la vuelta, ya en Chile. A los pocos días de mi llegada, recibo un papel de la aduana para que retire un paquete. ¿Qué será? Partí entusiasmada, nunca había llegado nada a mi nombre desde otro país. «Es un disco», me dice el funcionario, «debe pagar un derecho para retirarlo.» Era bastante caro. Lo retiré: un disco de propaganda del gobierno, concretamente discursos de Ceausescu con su respectiva traducción. Puchas que me salió caro, fue mi reflexión, pero a pesar de eso me emocionó haber sido recordada por alguien. A la semana siguiente, otro aviso de la aduana. Era otro disco. Vuelvo a pagar el derecho, un poco molesta esta vez. A la semana subsiguiente la historia se repite: voy a la aduana y pago con franco enojo. La carátula dice Número 3. Alarmada, comprobé que los anteriores también llevaban su respectivo número: el 1 y el 2. ¡Dios, cuántos serán! Al cuarto aviso de la aduana, no fui a retirarlo. Me llaman por teléfono al cabo de unos días y me explican que es mi obligación, dejarlos significaría una multa. Conclusión: fueron diez discos. Toda la colección del proceso rumano con cientos de discursos de Ceausescu traducidos al español. A toda esa época de mi vida la he llamado «el tiempo de los discos rumanos».

Violeta y los niños reían cuando se abrió la puerta de la cocina. Yo ni miré, pensando que era Tierna. La expresión de Violeta cambia, se levanta de su silla. Me doy vuelta y veo a un hombre que abraza a mi amiga. No, no es Bob, las fotos dicen que Bob es rubio. Este es moreno, latino a todas luces, alto, cuarentón, algunas hebras grises en su pelo peinado hacia atrás, en una cola de caballo.

– Javier! -Violeta parece muy complacida.

– Pido perdón por la interrupción, veo que aún están desayunando.

– ¿Cuándo llegaste?

– Anoche. Y no resistí sin venir de inmediato.

– ¿Y dónde te quedas? ¿Dormirás aquí?

– No. Estoy en el Santo Domingo.

– Pero… ¿por qué te has ido a un hotel?

– Pues, la revista paga. Y debo trabajar. Si me quedara aquí, no avanzaría nada. ¿Y cómo está la princesa? -pregunta abrazando a Jacinta.

Traté de identificar su acento. ¿Mexicano? ¿Guatemalteco? Se me confunden.

– Javier, quiero que conozcas a Josefa Ferrer. Además de ser cantante es mi amiga de infancia, de toda la vida. Ha venido por un tiempo a descansar. Josefa, él es Javier Godínez, de México, una especie de hermano de Bob, fueron compañeros en Harvard.

– ¿Josefa Ferrer? ¡Pero qué privilegio!

Cuando se acerca a darme la mano, reparo en el estado de mi pelo, en mi bata poco elegante, en mi cara dormida. No me parece el momento más adecuado para ser presentada a nadie. Digo un «hola» desaliñado y termino mi yogur.