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Le sonrío con cierta humildad.

– No. Yo lo llamé. Yo quería ser estupenda en mi quehacer. Quería vengar las inseguridades de mi madre. Y luego vengarme yo de mis compañeras de colegio, que siempre me excluyeron. Necesitaba brillar por mí misma y no por otro, porque tuve la experiencia de un otro desapareciendo, y el hambre y el desamparo posteriores. No, eso no podía volver a suceder. Quizás también necesitaba al monstruo para volver a casarme y poder elegir al mejor de los maridos. A eso, en lenguaje vulgar, se lo llama ambición, ¿o no?

– Probablemente es lo que suele desear un hombre. Puesto en una mujer, cambia de nombre. Pero hay un problema: la ambición no tiene fin.

– ¿Cómo así?

– La ambición es como una compuerta del alma que nunca se cierra: entran las ráfagas, van y vienen cruzándose entre ellas, ya ahogando, ya congelando. Siempre, por principio, haciendo palpitar la ansiedad. Un alma ambiciosa está casi siempre a la intemperie; la tormenta acecha sobre ella.

Me mira con calidez y pienso que los mexicanos usan el lenguaje mejor que nosotros.

– En la ambición no hay espacio para la serenidad -concluye, casi para sí mismo.

(Celeste. Aquella vez que volví de Estambul, uno de los lugares más hermosos de la tierra, porque no podía separarme de ella. Cambié el Bósforo por el lago Llanquihue y volví para abrazarlos a ellos, a mis tres hijos. ¿La serenidad? Sí, la conozco. La conozco.

Ese bienestar, en la casa del molino. Ese bienestar específico del sur, esas tardes de lluvia en que los niños corrían con sus amigos bajo los castaños y yo, desde lejos, recibía sus gritos alegres, Andrés leyendo en el dormitorio cuajado de luz sobre la colcha amarilla de flores verdes, la misma desde hace ocho años. Nada cambia en la casa del molino. Atardece, cierro la puerta de la única salita de la casa, la salamandra prendida, la temperatura justa, tibia, nunca tan caliente que asoroche, me instalo en la mesa del comedor -la única que existe en este hogar prestado-, saco mis cuadernos y mi lapicera amada y el sonido de la lluvia me prepara para componer. Las notas y las palabras revolotean en mi cabeza, pero sin chocar, sin alborotar. Miro a través de la ventana, a cinco metros veo la palmera que el agua ha vuelto brillante, diviso las tejuelas de la casa de los castaños y el humo de su chimenea; todos estamos juntos, todos estamos bien. Cada casa, un albergue para mis hijos. Es parte esencial de mi bienestar: tenerlos cerca, saberlos cerca. La demencia de la maternidad. Esta misma lluvia en Estambul, sentada en la mesa de mi suite mirando las almenas y las torres de las mezquitas, tratando de trabajar: ensayaba la inspiración. Pero la inquietud no cesaba: mis hijos. ¿Cuántas horas median entre ellos y Estambul? No puedo trabajar lejos de ellos. Sólo la impotencia de tenerlos encima, interrumpiéndome, me bloquea tanto como su distancia. Decliné la invitación, pretexté una enfermedad y me volví. ¿Sospecharán los hombres lo que esto significa? Vuelvo y esa casa del Llanquihue puede en mí lo que no puede la ciudad más mágica del mundo: la serenidad, ese bienestar. Ése de las tardes de lluvia en el verano del sur.

La noción exacta de bienestar.)

16.

La casa amanece agitada por la llegada de Bob. Violeta decide hacer una gran comida. A ella le encanta la casa llena de gente, no se complica ni reclama. Aún no aprende a poner la mesa, dónde va el tenedor, dónde el cuchillo, y me lo pregunta a mí. ¿Cuál es la copa para el blanco, cuál para el tinto? El olor de las tortillas de maíz y los frijoles llega desde la cocina. Javier ha ayudado con unos chiles en nogada, a Tierna no le ha costado nada cocinarlos. La formalidad de la mesa puesta agranda el comedor, se ve enorme.

– Aquí va Jacinta, aquí Borja y Alan, a Gabriel lo dejaremos comer en la mesa… Bob, Javier y tú. Yo, en la cabecera. Hay espacio para todos.

Lo que ella siempre quiso: una mesa grande para ser ocupada por una familia. Y ella a la cabecera. La abundancia nunca parece excesiva cuando proviene de Violeta: abundancia de espacio, de telas sobre el cuerpo, de medidas en los tapices, de comida en la cocina, de personas en la mesa. Violeta nunca ha codiciado la abundancia en sí, el suyo es un fenómeno opuesto al de los acaparadores: ama regalarla.

A las siete de la tarde oigo el portón, entran el auto. Violeta ha ido a recogerlo a la capital. Todos salimos a recibir a Bob. Me sorprende encontrarlo tal como lo imaginaba. Tiene ese candor en los ojos de cierto tipo de hombre nacido en Estados Unidos, los que le gustan a una, los que no se creen el cuento de la arrogancia ni del sueño americano. Viene tostado por el sol y su pelo se ve más rubio que en las fotografías. Es más bajo de lo que pensé, pero más musculoso. Parece un hombre fuerte, informal y ligero en sus movimientos. No percibo ningún elemento disparejo entre ellos dos y reconozco un rasgo de Violeta en éclass="underline" esa mirada abiertamente honesta. En un segundo, toda la historia de ellos me hace sentido. Se ve que su sonrisa es fácil. No, no es un galán de Hollywood. Es un hombre normal, accesible, con el que una puede sentirse a gusto.

Me abraza con calor. Me mira cómplice, como si fuésemos víctimas de un mismo hechizo.

– ¡Por fin nos conocemos! -dice en su perfecto español-. Sé más de ti que tú misma.

Hay ansiedad en los ojos de Violeta. Para ella es importante que Bob me quiera, que yo quiera a Bob. ¿No lo fue también para mí cuando le presenté a Roberto, y luego a Andrés? Y siento unas ganas fuertes de abrazarlos a ambos, expresar de alguna forma lo que estoy sintiendo: este raro agradecimiento de que haya seres como ellos sobre la tierra.

Después de una estupenda comida, estrictamente mexicana, los «grandes» nos fuimos al escritorio y los «jóvenes» salieron a pasear. Gabriel ya dormía, excitado con la llegada de su padre, de su medio hermano y de los regalos. Recordé que yo también había traído un regalo para Bob y me levanté a buscarlo: un disco de Violeta Parra. Pensé que acercaría a Bob a los orígenes de su propia Violeta y de paso le rendía a ella un homenaje. Efectivamente, no tenían ningún disco de Violeta Parra y ella quiso escucharlo de inmediato. Javier y Bob se incorporaron dócilmente a su capricho; Javier conocía hasta la letra de las canciones. El ron -infinita la cantidad de ron que se ingiere en esta casa- se repartió generosamente, sólo con un poco de limón y hielo. Cada uno escuchaba apretando su vaso o acariciándolo.

Violeta languideció notoriamente. ¿Había sido adecuado de mi parte traer este trozo de nuestra tierra a la serenidad de Antigua? Tras los últimos acordes, ella rompió el silencio, una explosión a borbotones, como un niño que debe contener el llanto:

– ¡Ay, qué nostalgia, Dios mío! -me mira triste-. Me trajiste un pedazo de un Chile que se acabó.

– ¿Por qué? -pregunta Bob.

– ¡Porque parecemos un país que se embala con todo, incapaz de darle dignidad a su propio pasado! Y eso me da pena.

– ¿Te has quedado en el pasado, nena? -ríe Javier.

– No me interesa el pasado como tal. Me interesa para entender quiénes somos hoy.

– Porque sin memoria no somos nada, ¿verdad? -dice Bob.

– Me he quedado en un trecho extraño, una tierra de nadie. No quiero volver atrás, como los ultras de tantas partes, pero tampoco me avengo con el actual pragmatismo ni con la total falta de ideología.

– ¡Violeta, Violeta! ¿Quién de nosotros se aviene con eso? ¡Somos hijos de los sesenta, after all! -refuta Javier.

– No quiero relativizarlo todo, porque me da miedo no distinguir, el día de mañana, quién es el que sufre y quién no.

– ¿Y qué te lo impide, pequeña? ¿Por qué va a ser eso fuente de tristeza?

– Porque no tengo dónde llorar nuestra antigua música, las creencias que nos engrandecían diciéndonos que el mundo era más ancho que nosotros mismos.

Bob guarda un silencio respetuoso. Sus ojos caminantes ya lo han visto todo. Acogen a Violeta.