Principios de diciembre
Es que me conmovió su historia. Toda geografía arrebatada me conmueve. ¿Cómo no? Josefa dice que la desprotección en los hombres actúa sobre mí como anzuelo sexual, que soy el refugio perfecto para narcisos desvalidos. Esa es su ponderación. Es cierto que fue así con el padre de Jacinta, pero han pasado los años y supongo que no ha sido en vano.
Bien estuvo mi súper−yo al no admitir la separación externa entre una mujer -otra- y yo. Soy Susana y ella es Violeta. Debemos reconocernos la una en la otra. Me fui a la cama con él. A la segunda, no a la primera.
Nos volvimos a encontrar en la librería. Según él, me buscaba. Dijo que yo le debía las impresiones de El gran cuaderno. Eran tantas, y tan apasionadas, que del café pasamos al trago (que él no tomó) y terminamos en la comida. Entre el congrio frito del Venezia y las papayas al jugo me fui enterando de su historia. Supe, desde los titulares, que el hotel estaba muy cerca, que casi tenía un pie adentro.
A los veinte años, a raíz del maremoto, Eduardo quedó absolutamente solo. Enfiló hacia el norte. Se detuvo en Chillán. Ni él sabe cómo pasó los dos meses siguientes, metido día y noche en una cantina. Los vecinos, de puro buenos, emborrachaban a este damnificado y así le inventaron esa sed de la cual es víctima hasta hoy.
Después, lo de siempre: empezó trabajando en un camión, salió a buscar ripio a los ríos cercanos. Una mujer lo invitó a vivir con ella -alimento para el cuerpo y para el alma-, y luego llegó el clásico momento del vacío intelectuaclass="underline" decidió entrar a la universidad. Leyes fue su elección. No duró mucho. Empleado en una notaría ganó el dinero suficiente, hasta que pudo volcarse al centro de Santiago, incorporarse a la bohemia que florecía en esos años y escribir un libro.
Su primera novela, Al fondo del mar, ambientada en el sur y con el maremoto como elemento central, fue todo un suceso. Se leyó, se vendió, se criticó, se reimprimió, llegaron los derechos de autor, la inclusión en la lectura escolar obligatoria, las reediciones, una tras otra. Comenzó muchas segundas novelas que no terminó -el drama de todo escritor, me dijo-, hasta que a principios de los setenta publicó Terra Australis, este nuevo mundo. Ahora el tema era contingente, nada que ver con el costumbrismo sureño. Pero no pasó casi nada. Por fin, Eduardo abandonó el país, imaginando que en otras tierras respiraría vivencias, imaginación y fuerza. Se instaló en Canadá, donde publicó, en los años ochenta, su tercera novela. Recuerdo muy bien cuando llegó a Chile, era una buena edición y se veía bonita en los estantes de la librería de papá. La leí y me gustó, me gustó mucho. Era pura nostalgia de su tierra, y en aquella época la nostalgia nos envolvía a todos; tanto los de afuera como los de adentro se identificaron. Pero la crítica no valoró esta identificación, que atribuyó a razones «extraliterarias» (por tanto, no valederas). De esto hace siete años. No se ha repetido el éxito del primer libro. La próxima novela -dice él- se está escribiendo.
– Todavía está por verse si soy realmente un buen escritor, o si fue nada más la fuerza del maremoto -me dijo mientras saboreaba el postre.
Y yo partí con él.
Nota: entrando al hotel, le lancé la pregunta: «¿Y Susana?» No fue pose su desconcierto, y tampoco su inmediata contestación: «¿Susana? ¿Quién es?»
4.
Jacinta saca del bolsillo de su pantalón una bola plateada y juega nerviosamente con ella. La soba con los dedos, se la pasa de una mano a la otra sin mirarla.
– ¿Es la del collar? -no puedo dejar de preguntarle.
– Sí.
– ¿Y la cadena?
– Se cortó.
– ¿Cuándo?
– La noche de la fiesta.
Trago saliva con dificultad e instintivamente tiendo las manos para tomarla. Jacinta me la entrega.
Violeta se compró en México una bola de plata que colgaba de una cadena. Me explicó que era para la buena suerte (¿no le bastaba con la piedra cruz?) y que, para comprobar que era plata -y de la buena-, los artesanos le colocaban dentro hilillos también de plata que sonaban al chocar entre sí con el movimiento de la bola. Esto convirtió a Violeta en una suerte de cencerro ambulante. Sonaba el tilín−tilín de la joya a cada movimiento de su cuerpo, anunciándola; con el oído atento que me caracteriza, yo la escuchaba venir, como si la presintiese. Los dedos de Violeta, esos dedos ágiles y delgados, jugaban, amasaban su collar nerviosamente. Ella podía centrar su energía en un solo acto tan poco significativo como aquél y concentrarse de verdad. Era increíble su capacidad para pasar largos ratos sin hacer nada, actitud que yo abominaba. Para mí el tiempo era un elemento voraz, cuyo único objetivo era ser bien empleado. Siempre tuve mil modos de usarlo, viviendo con culpa su despilfarro y sufriendo genuinamente por todo lo que no alcanzaba a hacer, lo que dejaba en el mañana o, sencillamente, en el olvido. Violeta no. Ella miraba el techo o el follaje de los aromos donde colgaba su hamaca, en la casa de Ñuñoa, comiendo pistachos o jugando con su nuevo collar, como ahora, y el tiempo recorría tranquilamente sus ojos, sin perturbarla. ¿Dónde estaba Violeta en esos momentos? Su ajenidad se me escurrió en la marea de mis propios síntomas: esta velocidad del éxito, el tráfico y la congestión que he elegido. Ahora me entero por Jacinta, su hija, de que esa noche del 14 de noviembre de 1991 la cadena del collar se cortó. Violeta no pudo recurrir a su bola de plata para la buena suerte. Y se habrá preguntado por qué no le bastó el anillo, con la historia y la fuerza que arrastraba esa piedra de tonos tierra y negro.
Jacinta ha heredado ese color tan propio de su madre. A veces pensé que era el marfil, pero cuando tuve el ámbar ante mi vista comprendí que de allí venía el color de Violeta. En un par de años, cuando cumpla dieciocho, Jacinta será más alta que su madre. Según Violeta, todos los niños de esta generación tendrán estaturas superiores a sus padres. «Es la alimentación», me decía, «¿qué crees tú qué pasó?, ¿cuándo cambió todo y nos pusimos a comer y a parir como norteamericanas?» Pues bien, pronto -dos o tres años pasan volando- Jacinta tendrá un porte apreciable. También su contextura, ni delgada ni maciza, es heredada. Es una de aquellas mujeres que no tienen el peso como preocupación central, de ésas -envidiadas por mí- que pueden pecar alegremente de gula sin consecuencias. Odio esos cuerpos porque desearía con vehemencia haber nacido con uno de ellos; sólo esta envidia hizo comprender a Violeta que no era natural ser así, y entonces agradeció su privilegio. La única otra característica que Jacinta ha heredado de su madre es el pelo grueso y ondulado. Cuando éramos pequeñas, Violeta soñaba con ser dueña de mi pelo liso; ni todas las planchas calientes de principios de los años sesenta lograron modificar sus crespos. Jacinta los heredó. Nada más. Los ojos y la buena vista son de su padre.
Los lentes de Violeta determinaron las etapas de su vida. «¿Qué época fue ésa, Josefa?», me preguntaba, «¿qué lentes usaba yo?» Piti, le decían por sus horribles anteojos con marco de carey celeste, puntudos en sus esquinas. Cuando llegó por primera vez al colegio, ya cursábamos el tercer año. Violeta apareció con esos lentes y alguna de las compañeras los comentó a la hora del recreo: ¿vieron a esa recién llegada, se fijaron en los anteojos? Todas miraron a Violeta y se rieron. Ella no sabía de qué hablaban, pero sonrió, ruborizándose. Estaba sola en el patio, sin una niña que se le acercara mientras las líderes del curso no dieran la indicación. Piti, se reían. La verdad es que Violeta nunca ha visto mucho o, por decirlo mejor, muchas cosas las ha visto más bien borrosas.