– Tengo la impresión de que los chilenos, en su éxito, están como los ciegos, obnubilados, y ya no ven cuando sale el sol -dice Javier.
– Y dime -continúa Violeta-, ¿quién hablará a los hijos de Jacinta de cómo era el mundo al que aspirábamos?
– Nunca lograrán saberlo -el gesto de Javier es escéptico mientras toma un sorbo de ron.
– Me parece justo que Berlín sea uno solo. Pero, ¿fue necesario que el muro se llevara una parte tan buena de nosotros mismos? ¿Es mejor el mundo hoy porque el muro ha caído?
– Sí y no -le responde Javier-. Sí, porque la libertad en sí siempre es buena. No, porque junto con el muro cayeron las esperanzas de construir un mundo mejor. Tú, Bob, ¿crees que esta época post guerra fría es peor que la anterior?
– En el fondo creo que sí -contesta Bob-. Es un tema relativo y complejo. Las fuerzas del nacionalismo son lo peor de este tiempo, aun peores que las del imperialismo. Además, el cinismo hoy no tiene fronteras. Porque, al fin, el comunismo funcionaba como límite para el resto, pues le tenían miedo.
– Ahora son más insensibles y más injustos porque no tienen ese miedo -interrumpe Violeta, alentada por las palabras de su marido-. Tienes toda la razón, Bob, ése es un punto. Así son: desnudos, han mostrado su verdadero rostro, el que el comunismo les ayudaba a esconder. Como antes sus conductas estaban moderadas por el temor, hacían concesiones para evitar que se materializara la amenaza.
– Y como ahora saben que no hay amenaza, pueden actuar con total impunidad -completa la idea Javier, mirándome, tratando de integrarme. No tengo nada que aportar en este tema, sólo sé que él está sentado muy cerca de mí y algo parece desgajarse desde mi interior.
– Anoche presencié en la televisión la escena más desgarradora que he visto en años -interviene Bob-. En Ruanda, en uno de los campos de refugiados. Vi a un grupo de hombres matándose, sí, matándose a palos por un pedazo de pan. Me pregunto si el mundo habría permitido esos dos millones de hambrientos hace veinte años.
– La Unión Soviética habría tratado de intervenir para capitalizar la situación -contesta Javier-, y los otros, a su vez, se habrían anticipado para que los comunistas no obtuvieran ventajas del drama africano.
– En el fondo -dice Violeta-, la URSS y el comunismo eran el gran factor que trabajaba la culpa de los países ricos. Ahora no hay culpa porque no hay nadie con poder para representarla. Ahora se ven como realmente son.
– Y también lo que fuimos nosotros -agrega Bob-. Probablemente, nuestras ideas eran las más contrarias a la naturaleza humana.
– Sin embargo, nacían de la pura humanidad -replica Javier-. Nosotros, los marxistas de entonces, éramos los más creyentes, más que la propia derecha. Tanto así que cuando nos dijeron que los pobres eran pobres por obra de Dios, nos declaramos ateos. Protegimos a Dios.
Nos distiende una sonrisa. Continúa Violeta:
– Ser de izquierda, en este panorama tan confuso de hoy, ha llegado a ser para mí un fenómeno de pura química. Y mi izquierdismo, a estas alturas, no se sitúa en mi cabeza sino en mi piel.
– Es dificilísimo vivir el fin de una época -dice Bob como respondiéndole o consolándola-.¿Por qué nos habrá tocado justo a nosotros?
– En eso están trabajando los intelectuales, y sin mucho éxito -dice Javier-. Todo fin de época produce lo que los pensadores llaman «el malestar de la civilización»: no saber con exactitud las consecuencias del presente, no tener una conciencia clara de lo que nos espera. Y nada de lo que nos sucede, al mundo y a nosotros, es ajeno a esta crisis, a este malestar.
– No se logra visualizar el futuro. Al menos me consuela pensar que no entenderlo es distinto de condenarlo -dice Bob mientras vuelve a llenar de ron nuestros vasos. Violeta se lo agradece, lo mira y, como si hablara para sí misma, cierra el tema con su última reflexión:
– Antigua es mi salvación. Aquí puedo aferrarme a la belleza de lo cotidiano, a un tempo determinado, y logro salvarme un poco del sentido de lo inmediato.
– Pero igual tienes pena -al fin saco la voz.
– Sí, igual tengo pena. Tengo pena por mi mundo, que se fue inexorablemente, y no sé si la humanidad será más feliz sin él. No estoy segura… Me he quedado desnuda como el agua. ¡Qué continente adolorido, por la mierda! Subiéndose a un carro a medias, al desarrollo a medias, con sus hoyos negros en el desarrollo mismo, enfrentando problemas de países modernos con el fardo de tristezas de los países atrasados. Está claro: también entre nosotros todo norte tiene su sur.
Se levanta, abre la puerta del baño y desaparece tras ella. Javier se incorpora, estira sus piernas largas y me extiende la mano para que lo siga.
– ¿Adónde? -le pregunto despacito.
– Dejémoslos solos. Vamos a tomarnos un trago al Santo Domingo.
Como Bob no dice lo contrario, me voy con Javier.
Nos instalamos en el salón, frente a la chimenea gigante, majestuosa en toda su superficie de cobre repujado. Pido una margarita. Estoy exhausta. Javier extiende sus dedos -son finos esos dedos- hacia mi cuello y lentamente lleva mi cabeza hasta su hombro, donde encuentro el espacio preciso para el descanso. No me pregunto siquiera qué hago ahí, quién es este hombre, por qué me apoyo en un cuerpo que no es el de Andrés, si no existían en mi conciencia cuerpos masculinos que no fuesen el de Andrés, si se habían extinguido todos y cada uno de ellos de la faz de la tierra. ¿Acaso no era cierto? ¿Acaso los cuerpos femeninos seguían girando en la órbita de él sin yo percibirlo? Pamela tiene manos largas, huesudas y llenas de anillos, Pamela tiene los pechos más erguidos que yo, Pamela… esto es una demencia. Me hundo en el hombro confortable de este mexicano oscuro, mezcla de azteca con andaluz, como me ha contado, sangre orgullosa que palpita y calienta. Mientras tengamos un par de brazos que nos rodeen, estamos salvados. El punto es tener esos brazos, no importa de quién sean, y seremos entibiados. Me sumerjo en esos brazos.
Y entre las paredes conventuales, los santos de madera del mil seiscientos, los cánticos gregorianos, las velas y las calas -alcatraces, como las llama él-, Javier no se detiene en mí. Quiebra Ese raro encanto personal y vuelve a Violeta.
– Lo que es la fuerza de la nostalgia…
– No -le respondo sintiendo que Violeta se entromete en la angosta ¡tan angosta! ranura de mi intimidad. Me incorporo de la fantasía de ese sillón y digo, terminante-: No es la nostalgia. Es la añoranza. Y créeme, no es lo mismo.
17.
Doña Beatriz de la Cueva de Alvarado.
Ya sentada sobre mi banco en el museo, en la antigua Universidad de San Carlos, esperando que comience el concierto, pienso en Beatriz de la Cueva, aquella mujer fuerte, sólida y ambiciosa que logró -¡a mediados del siglo dieciséis!- ser nombrada gobernadora del Reino de Guatemala. ¿Cómo sería la reacción del resto del Consejo ante una mujer como mandamás en este lugar perdido del Virreinato de la Nueva España?
Javier me ha llevado esta mañana al mirador. Escampaba. Y recién partida la lluvia, el aire se volvió prístino, transparente. Respirar no era sólo eso, era inhalar, expeler, animar, ventilar, sujetar, aliviar, casi gemir. Como dos cuerpos activos, juntos, apreciamos la ciudad en toda su extensión. Sentí, casi alucinada, cómo su tamaño abarcable, sus calles aún de piedra, sus edificios coloniales casi todos de un solo piso, su entorno de volcanes verdes, me hacían un llamado. Como un susurro. Me llamaban, en su paz, a una extraña entrega, un reposo, como si prometieran -en su silencio milenario- fluidos desconocidos, serenidades venideras, aventuras del espíritu que no podían sino pacificarlo. ¡Andrés, Andrés! ¿Me estás entregando?
La estatua de Santiago Apóstol parece vigilar la ciudad.
– ¿Por qué no la de Pedro de Alvarado? -pregunto.
Y él me cuenta que esta ciudad se llamó Santiago, que fue fundada porque el Santiago primigenio, donde reinó don Pedro de Alvarado, fue arrasado por los efluvios del Agua. El Fuego y el Acatenango nunca fueron tan traidores, me explica. Y aparece la figura de doña Beatriz, y el amor legendario de ella y don Pedro. Cuando éste murió, ella se vistió de negro de la cabeza a los pies, mandó a pintar todo su palacio de negro y puso cortinas negras en todas las ventanas, encerrándose a llorarlo. ¡Ese sí era amor, no estas fruslerías seudointelectuales, seudosicológicas, de hoy día! Al poco tiempo el volcán se la llevó a ella con palacio, ciudad y todo. En 1543 fundaron el nuevo Santiago, lo que hoy se llama «la Antigua», capital de Guatemala hasta el famoso terremoto de 1773.