Tú me regalabas mi propia fidelidad. Y cuando me la quitaste, tú también dijiste: «Sé que puedo forzarte, Josefa, es sólo un asunto de insistir sobre un terreno ya fertilizado. Y creo que ya es el momento, no quiero arrancarte nada, no quiero robarte, sólo amarte.» Entonces, mágicamente, el control perdió su sentido.
Ay, Javier, cuando en ti pienso… Ese respeto, licuado en la evidente pasión de los dos… ¿rompió o recompuso? Como un niño en brazos de nadie me encuentro yo.
El recuerdo de aquel amor nuestro no será un puñal, como en las sevillanas. Que clava los cinco sentidos, que me va a matar. La andaluza en mí lo resolverá, Javier. Lo prometo.
Y entonces, el remolino.
Celeste, la recopilación de canciones, el cementerio, Javier, el bautizo. La despedida.
Pero debo ir por partes.
Dos días después de hablar con Andrés, Violeta me anuncia una sorpresa: mi hija Celeste. Ha sido invitada por Violeta a la fiesta de nuestro pequeño arcángel. Una semana en Antigua de regalo para mi hija. No me cabe duda de que esto fue fraguado con Andrés a mis espaldas. La toco, palpo su carne delgada. Está mejor, tanto su ánimo como su peso. Siempre algo retraída conmigo, se muestra expansiva con Violeta. Jacinta, Borja y Alan la han integrado al grupo y Antigua ha comenzado a ejercer su magia cuando veo que de a poco se dibuja en ella la sonrisa que creí perdida. Hasta que me dice, muy convencida: «Mamá, debiéramos volver todos los años.»
Jacinta, Celeste y yo, tendidas en mi cama, vemos La novicia rebelde en video. Cuando María bailó por primera vez con el capitán, en su vestido celeste, entra Borja al dormitorio y me dice: «Mamá, quiero hablar contigo.» Me levanto de mi somnolencia, dejando los sueños de canción en Salzburgo para las niñas.
Borja se quedará a estudiar en este país. Quiere entrar a la universidad en Ciudad de Guatemala: la arquitectura. «¿Qué mejor lugar, mamá, viviendo en Antigua?» Todo se repite, se devuelve en esta historia mía. Nos ponemos de acuerdo en cosas prácticas.
(«¿No te da miedo su relación con Jacinta, Violeta? ¿No los encuentras demasiado apegados?» «No, no me inspira ningún temor, al contrario, se hacen un enorme bien uno al otro.» Y aparece su risa traviesa. «A veces creo que terminarán casándose, Jose, ¡prepárate! ¿Cómo nos veríamos de consuegras?»)
Bob nos cocinó la comida. Hizo una ensalada japonesa-antigüeña: fideos, champiñones, cebollines, ajonjolí y aderezo de salsa de soya. Luego se fue a su escritorio a despachar un artículo. Quedamos solas.
– Violeta, hay algo que he estado pensando y que me gustaría hacer contigo antes de partir a Chile.
– ¿De qué se trata?
– De la tumba de Cayetana.
– ¿Qué hay con ella?
– Debemos grabarla con su nombre. CAYETANA MIRANDA, con letras orgullosas, ¿me entiendes? Tú ya elegiste ésta como tu tierra, será la de tus hijos y probablemente la de tus nietos. No debemos dejarla innombrada, como si Cayetana hubiese sido una paria.
Me mira largo, se muerde el labio como siempre que medita una idea.
– Quizás tengas razón. Déjame darle un par de vueltas.
No he vuelto a discar desesperadas llamadas nocturnas a Santiago de Chile. Mis dedos se han calmado.
Continúan las sevillanas, las que juntos con Javier hemos entonado por las calles de Antigua. Nuestros antepasados lo han pedido así, no podríamos de otra forma.
Pasa por casa de Violeta, a la hora de la siesta.
– Qué mal te portas conmigo, niña de los ojos negros. Nunca te portes mal conmigo. No tengo alma de santo, no puedo arrepentirme de haberte querido tanto -hasta los adoquines escuchan su voz.
Duermo la siesta en el Santo Domingo.
Suenan las castañuelas en ambos, en nuestros oídos.
Violeta toma el sol en uno de los sillones del corredor, con un libro en la mano.
– Sólo la mezcla de historia y geografía puede producir un genio así -me dice mostrándome la portada: es Rulfo, su Pedro Páramo-. México puede.
– Nuestro gran amor compartido -le recuerdo-. El día que yo decida retirarme, podría elegir ese país.
– Espero que no sea en San Miguel de Allende, repitiendo la historia de esa cantante -dice riendo-. ¿Por qué no eliges éste?
– Falta mucho… Ya, levántate, vamos a almorzar.
Tomamos nuestra mesa en el Albergue de Don Rodrigo. Nos recibe la marimba. Mis piernas se van solas al son de la música afroamericana.
– ¿Sabes, Violeta? Mis sesiones con tu amiga Lavina han sido de enorme utilidad.
– ¿Has visto ya toda la música recopilada por ella?
– Sí, ya la hemos revisado. Estoy repleta de ideas. Ni siquiera tengo que pagar derechos por reproducirla.
Me mira entre dulce y maliciosa.
– La reproducirás, ¿verdad?
– Sí. Por eso quiero partir. Después de tan prolongada esterilidad, muero por ponerme a trabajar.
– ¿Te sientes preparada para enfrentar a Andrés?
– Me siento preparada para trabajar, y con criterios distintos de los que antes usé. Es eso lo que me da fuerzas. Supongo que lo de Andrés vendrá por añadidura.
– Bravo, Jose.
– La verdad es que estoy bien, Violeta, me siento bien, pero me da miedo estar pasándome películas, con lo neurótica que soy.
– Bueno, los neuróticos dejan de serlo algún día.
– ¿Cuándo?
– Cuando invierten cien y reciben ciento diez. Un neurótico invierte cien y recibe sesenta. Y los cuarenta restantes se los inventa.
– Igual tengo miedo. Esto del amor… Temo…
– Amaremos a como dé lugar -me dice con vehemencia-; por lo tanto, temeremos. ¿No es ese nuestro destino? Recuerda, Jose, al final todos seremos juzgados sobre el amor y por el amor, nada más.
Levanto mi tenedor en silencio, saboreo mi ensalada de aguacate con limón, tomate y cebolla. Es cierto lo que dice Violeta. Al final, todas las verdades son más simples de lo que parecen.
– Dios mediante, como decía mi abuela Adriana, ya no me falta tanto para poder dedicarme a Andrés con más exclusividad, si así lo quisiera él. Borja ya ha optado, y Celeste entrará a la universidad este otro año. Me queda sólo el pequeño Diego. La casa descansará y yo también.
– ¡Qué esperanzas! -me interrumpe-. ¡Los hijos de esta generación ya no se van de sus casas! Ésa es la última novedad.
Toma un sorbo de su jugo de sandía en la enorme copa redonda, y retoma lo anterior.
– A propósito de las canciones antiguas, podríamos seleccionarlas juntas para tu próximo disco. ¡Me encantaría hacerlo contigo!
– También a mí. Veámoslo mañana a la hora en que termines de trabajar en el taller. A propósito, ¿por qué no dejas entrar a nadie? Ni a mí…
– Estoy haciendo un tapiz precioso y es un secreto.
Me reí.
– ¿Cómo titularías el disco? -me pregunta.
La miro fijo.
– Recuerdas el título del último, hace tres años, ¿verdad?
Se inclina desde su silla a la mía y me abraza.
– ¡Qué importante me sentí, Jose! Es lo más grande que alguien haya hecho por mí en la vida.
– Creí que lo más grande había sido esconder tu caja de papeles bajo mi cama, cuando te cambiaste de casa -me aparto, me embarazan las escenas de gratitud.
– Hablo en serio, Jose.
– Era lógico hacerlo, Viola. Al fin y al cabo, nadie ha alentado tanto mi música como tú.
– ¡Qué alegría que lo reconozcas! Yo siempre lo he sabido, pero es distinto oírtelo decir.
(Cuando hice de voyeur con su diario, un párrafo se grabó en mi memoria: El canto de Josefa es una experiencia arrobadora. Siempre actúa en mí como recarga. La escucho y de a poco mi cuerpo se va poniendo estático, mis ojos no pueden dejar de estar fijos en ella, y la energía va ungiéndome la piel. Del cielo cae esa voz como un rayo y me ilumina en el centro mismo de mi ser.)