Al final de la adolescencia, junto con la pretensión llegaron los lentes de contacto. Distraída como era, los perdió mil veces. Recuerdo -y no puedo dejar de volver a sentir un poco de rabia- tantos lugares y siempre los momentos más inadecuados: el cine, arriba de una micro, en una tienda. Violeta buscaba sus lentes a tientas por el suelo, en cuatro patas, haciéndome sentir culpable si fingía ignorar la situación. Inexorablemente, terminábamos gateando las dos. Lo sorprendente es que siempre los encontraba. Me alegré cuando entró en su etapa de intelectual y las vanidades del mundo pasaron a penúltimo lugar: los lentes de contacto fueron reemplazados por aquellos anteojos redondos, como en las fotografías antiguas, con una delgada moldura de acero sujeta al puente de la nariz. «¿Me veo igual a la Mia Farrow?», me preguntaba con los ojos muy abiertos.
5.
Nosotras, las otras, vimos nacer a Jacinta.
La niña nació en Europa y heredó su nombre de una trapecista. Fue concebida en Grecia, en el Peloponeso. Violeta y Gonzalo habían contraído matrimonio en el año 1973 y emigraron a poco andar. Sólo esperaron que ella tuviese en sus manos su título de arquitecta para partir. Para Gonzalo, en cambio, la arquitectura sólo había cumplido el rol de antesala para la pintura, y el título no le interesaba. Se iba a dedicar al arte sin concesión alguna. Roma fue la ciudad elegida. Desde esa casa matriz recorrieron mucho mundo. Violeta gastaba largas horas, eternas horas, inclinada sobre el tablero, en la sala de dibujo de una empresa constructora romana, ganando el sustento mientras Gonzalo aprendía, pintaba, soñaba con el pincel en las manos sucias de óleo. Eran sueños de grandeza, de éxito, de reconocimiento; Violeta, por su parte, llegaba tan cansada al minúsculo departamento -en pleno Centro Storico- que no tenía sueños propios; soñaba y trabajaba para él. Cuando el dinero era suficiente, cerraban el departamento o se lo subarrendaban a algún amigo, y abordaban trenes, barcos, buses.
Grecia fue el destino uno de esos inviernos. De Atenas se fueron al Peloponeso. Al cruzar el istmo, Violeta se enamoró de Corinto, con su enorme fortaleza. Las piedras gigantes le confundieron naturaleza y arquitectura: todo le parecía a Violeta alcanzar el cielo, mientras sus casas chicas de antigua teja pudieron haber albergado enanos. Pero fue frente al templo de Apolo, tan solo en medio de Corinto antiguo -¿cuántos años llevaría ahí ese templo pequeño, nítido, abandonado?-, que decidió quedarse. «Está todo tan seco, Violeta, movámonos un poco, el viento es demasiado, me muero de frío…» Gonzalo la sacó por fin de aquel lugar extraño, y avanzaron hasta otro, más inhóspito aun: Micenas. Violeta pisó una y otra vez el umbral de la gran Puerta de los Leones, mientras Gonzalo le murmuraba en el oído: «Vuelve a pisar este suelo, será la primera y última vez que tus pies descansen sobre algo tan milenario.» Frente a la tumba de Casandra y a los montículos de piedra que una vez fueron los leones guardianes de la entrada, Violeta evocaba el exilio remoto y forzado de aquella otra mujer, sola, cargada con el peso de las joyas familiares, prisionera de Agamenón. Así tal vez la recibieron esos leones de piedra y ese pueblo extraño, hostil como el viento, indiferente como ese cielo inalterado que vio a Casandra caminar con su mente cruzada por imágenes premonitorias de sangre y abandono. Casandra, sola con su relato roto y con su muerte. Violeta no quiso irse de ahí. El viento soplaba sin pausa: fue el más helado que conoció en su vida, peor aun que el de Corinto. Igual se quedaron. Allí, sobre esa tierra amarillenta, conocieron a la gente de un circo que recorría una por una todas las ciudades del Peloponeso. Violeta se sentaba con una bolsa de pistachos en el suelo y, mientras se los echaba a la boca y se rompía las uñas descascarando ese fruto verde y duro, miraba a los infatigables trapecistas en las horas de ensayo. (Fue entonces que conoció los pistachos. No dejó nunca de comerlos, y cuando volvió a Chile y no los encontró por ningún lado, confiaba siempre en que Josefa se los traería de algún viaje. Cuando al fin se pudieron comprar en Chile, ya era tarde para Violeta.) No se perdió uno solo de los ensayos que los trapecistas hicieron en esos días. Sus ojos se dilataban frente a sus espectaculares acrobacias, fijos, hipnotizados, mientras Gonzalo elaboraba en su block los correspondientes bocetos. Jacinta, la trapecista, usaba en el anular un anillo de plata. La piedra era un delgado óvalo negro sujeto por un círculo macizo y plateado. El mundo en sus manos, pensaba Violeta. El mundo en un solo dedo, le decía Gonzalo. Obsidiana de México, le dijo Jacinta, y Violeta buscaría ese anillo hasta encontrarlo, años después, en México. Jacinta no mentía.
Jacinta provenía de Canadá. (Cuando, siglos más tarde a juicio de Violeta, supo que Eduardo había vivido en ese país, le preguntó si la conocía. Eduardo se rió de ella.) Su pareja era Maxx, con dos x. Maxx el trapecista, el acróbata de músculos fabulosos que le daba a Jacinta una seguridad total en los aires. Subyugados, Violeta y Gonzalo accedieron cuando Maxx y Jacinta los invitaron a compartir su carpa unos días. Una de esas noches -¿elegida?- fue concebida la segunda Jacinta.
De vuelta en Roma, Violeta supo que estaba embarazada y se consideró a sí misma una reina y a su hija una elegida de las diosas. Después de todo, su semilla fructificó en tierra de dioses, escribiría más tarde en su diario. Y cuando crezca le enseñaré sobre ellas. Le hablaré de Hera, la matriarca, y del poder terreno y la forma de soldarse a un matrimonio. De Artemisa, la amazona, con su amor a la naturaleza. Y de Atenea, con su gran sentido cívico y su lógica intelectual originada en el mundo paterno. También de Afrodita, la diosa de cuerpo sagrado, sagrada en la pasión y en las artes. Y por último le hablaré de Deméter, la madre-tierra fértil y nutricia, y de Perséfone, dueña de lo subterráneo y lo oculto, con sus sueños de muerte y transformación. Conocer sus historias la ayudará a ser mujer. Eso sí, le pediré que no se identifique solamente con una, porque puede ser fuente de impensables dolores. Que las conozca a todas y en cada una pueda reconocer una parte de sí misma. Que no sea una diosa vulnerable como su madre, que ha existido sólo en la medida del vínculo.
De allí viene el nombre de esta niña a quien Violeta, embarazada, nunca soñó siquiera como varón. Y muchas veces especificó: Jacinta es mi hija. Pero Jacinta, la original, era una trapecista.
6.
Mauricio me llama por teléfono. Está sobresaltado.
– Es ella, ¿cierto?
– Sí, es ella.
– Pero Josefa, ¿qué diablos pasó?
– No sé, Mauricio, no sé… Imagínate, estoy hecha pedazos.
Me niego a interpretar ni a dar explicaciones.
– No puedo dejar de pensar en el payaso -insiste Mauricio-. La dejé tan linda ese día… Fue ése el día de los acontecimientos, ¿cierto?
– Sí. Yo tampoco he dejado de preguntarme qué habría pasado si no la hubieras maquillado. No se habría atrasado y quizás todo habría sido distinto…
– La noté nerviosa cuando vio que se hacía tarde.
– ¿Sí? No alcancé a darme cuenta, estaba concentrada en otra cosa…
– Ay, Josefa…
No. no estoy para resistir los llantos de Mauricio. Me basta con los de Andrés, los de Jacinta, los de mis hijos. Me basta con los míos.