Aquella noche fatídica, la víspera del salto de Violeta a la primera plana de los diarios, aquella noche, la de la fiesta del arlequín, ella pasó por mi casa.
Se la ve apurada.
– Los zapatos, Josefa. ¿Te acuerdas de que me ibas a prestar esos zapatones para mi disfraz?
Dice que irá a la fiesta vestida de payaso. Yo apenas la veo en el espejo, porque está Mauricio arreglándome. No puedo vivir sin Mauricio, soy incapaz de dar un paso sin él, no concibo salir a la calle si mi cara y mi pelo no han pasado antes por sus manos. Él le pregunta a Violeta por su disfraz. Ella se lo explica.
– ¡Qué pobreza! -comenta Mauricio.
Sigue maquillándome, pero mira de reojo a Violeta y no se resigna. Termina conmigo y la instala frente al espejo.
– Ven acá un poco, chiquilla, te voy a dar una manito de gato.
Se entusiasma y decide transformarla de payaso de circo pobre en un soberbio arlequín veneciano.
– ¿Pierrot? ¿Traje de patchwork o de ajedrez?
– No, no pienses en los arlequines de Picasso -le contesta Violeta con candor-. Sólo parches rojos y amarillos.
Mauricio se engolosina con el trabajo sobre su rostro. No puede soltarla.
– Preciosa tu amiga -me dice-, pero tan dejada de la mano de Dios…
Violeta ríe y se entrega. Van pasando los minutos y Mauricio no puede detenerse. Abre su maletín.
– Es totalmente mágico -dice Violeta, embelesada al ver todos esos colores y brillos.
– ¡El pelo! Tengo que hacerte un arreglo genial en el pelo… Jose, linda, dame todas las cintas que tengas.
– ¿Tienes cintas? -le grito a Celeste, y siento un escozor de celos.
Luego vino el brillo, esos miles de puntos fucsia y oro. Violeta se transforma frente al espejo. Aparece esa otra que no es ella y que a ella le gusta tanto.
– Apúrate, Mauricio -ruego yo de pronto-, nos vamos a atrasar.
– No importa que lleguen tarde, mira lo hermosa que va a quedar tu amiga.
– Eduardo se va a poner nervioso, lo conozco -dice Violeta.
Se dibuja ya el arlequín. Me entusiasmo. (Los celos se han diluido.)
– Es una obra de arte, Mauricio -exclamo-. ¡Está fantástica!
Violeta mira su reloj. Se toca el confetti rojo y dorado sobre su cuello.
– Llámalo tú, Josefa, yo no me atrevo, me va a retar.
– ¿Pero quién es ese monstruo, por favor? – chilla Mauricio con su voz afectada.
– Mi marido no más. No es un monstruo. Es que… anda un poco alterado.
– No le hagas caso, no le avises nada. Llega así no más, y apenas te vea, caerá rendido.
La escarcha fucsia sobre su máscara de arlequín.
Efectivamente, Violeta llega tarde a la fiesta. Eduardo la esperaba con un gin-tonic en la mano y los labios fruncidos en un rictus distante. Según alcanzó a contarme después, en ese mismo momento tuvieron el primer desencuentro de la noche. De aquella noche.
En mis retinas, y en las de Mauricio, y en las de todos los que asistieron a esa fiesta, quedaron impresas las huellas de la tristeza veneciana.
Había comenzado el calor a fines de 1989, el año de la caída del muro de Berlín. Por esos días yo grababa en un estudio ubicado a sólo una cuadra de la casa de Violeta. Ya había empezado a sumergirme, lentamente, en mi encierro, y convivía con muy poca gente. Pude verla esos días estrictamente por la cercanía entre el estudio y su casa. Cuando hacíamos un intervalo que los sonidistas aprovechaban para una cerveza, yo caminaba hacia la calle Gerona y nos tomábamos juntas un café.
Esa tarde Jacinta me abrió la puerta y entré directamente al dormitorio de Violeta, deteniéndome un instante para mirar el dibujo de la alfombra más grande del living. La casa de Violeta era como una mezquita, estaba llena de alfombras. Lo que diferencia una casa de un hogar son las alfombras, decía ella. Hablaba de nudos por centímetro cuadrado, de la mezcla del algodón con la lana y la seda. Compró una Herecker en Estambul, que tenía firma y título: Flores de los siete montes. Frente a ella, con su jardín bordado en azules profundos, me detenía siempre al entrar a su casa.
La encontré tirada en la cama, sujetando su cara tensa y concentrada con ambas manos. A su lado, un plato de hermosas chirimoyas. La música sonaba a todo volumen: Violeta no sabía escucharla sino de esa manera.
Me miró absorta.
– ¡Por Dios, qué difícil es Debussy!
Divertida, le devolví la mirada.
– ¿Y qué importa, Violeta, que sea difícil Debussy?
– Es que me gustaría poder entenderlo. Y no sólo a Debussy; quisiera entender cualquier manifestación artística, sea la que sea…
– Especialmente la literatura, en estos días.
Se rió.
– ¡A eso viniste!
– Tengo diez minutos, cuéntame rápido -y empecé a comerme, sin consulta, las dulces chirimoyas.
Fue el tiempo en que a Violeta le dio por hablar con sus muertos. Conversaba con ellos frente a sus fotografías en esa especie de feria ambulante que era su dormitorio. En la base del paragüero, pieza esencial de la habitación, entre colgajos de todo tipo, sombreros, pañuelos, bufandas, al lado de la hendidura de cobre que teóricamente recibía los paraguas chorreados de lluvia, había acomodado una fotografía de Cayetana y otra de su abuela Carlota y del viejo Antonio. También colgó junto al tocador una de Gonzalo, confundida entre aros, cuentas, pulseras y collares. «Pero si mi papá no ha muerto», le reclamó Jacinta. «No importa, mi amor, el concepto de muerte tiene varias acepciones.» Se activaron las velas rojas. Violeta siempre se rodeaba de velas prendidas y éstas convivían con sus invariables inciensos. Ahora se multiplicaban frente a sus muertos. Se sentía protegida por ellos, y les pidió que ignoraran aquel bicho negro que la había estremecido, y que la unieran a Eduardo para toda la vida.
Porque un par de semanas después del primer hotel, Violeta y Eduardo van al Cajón del Maipo por el fin de semana. Comen champiñones en una modesta hostería y con el paisaje precordillerano frente al ventanal se hacen promesas de amor.
Ella le confía su obsesión por ser madre otra vez, habla de su potencialidad tan menguada y de su miedo de que Jacinta repita su historia siendo hija única. Eduardo no parece amilanarse, como otros que han fingido ser cómplices de ese discurso. Él tiene sus propias ambiciones: necesita una esposa. Luego de la pérdida que sufrió tan joven en el maremoto de Corral, arrancó de cualquier compromiso afectivo por muchos años. «He hecho una vida de perros», le dice, «perro callejero, perro libre y libertino, pero perro al fin.» Cree que lo único que le permitirá escribir su gran novela serán una casa y una mujer. Una estructura doméstica sobre la cual pueda descansar y crear. «Las mujeres le dan el tratamiento de algo sagrado a la escritura del hombre», comenta Eduardo, y Violeta se ríe porque sabe que es cierto. «Yo también necesito una esposa», dice Violeta, «es el gran negocio para cualquiera.» «Como no puedes tenerla, conviértete en la mía», le sugiere Eduardo. Violeta se asombra de un hombre que en su cincuentena les tenga tan poco miedo a esas palabras. «Tú quieres casa, yo la tengo. Quieres esposa, yo puedo serlo. Quieres estructura, puedo dártela. Sólo pido a cambio un hijo.» Todo esto fue dicho entre risas y mimos, pero lo dijeron de todos modos.
Violeta me cuenta que terminada esa dulce conversación en sus brazos, se levanta al baño dejando a Eduardo en la cama. Al abrir la puerta, se le cruza por el piso una cucaracha negra: «Era la más grande que he visto en toda mi vida, y la más fea.» Violeta queda suspendida.
Pasó diciembre con sus cerezas también dulces, más dulces que nunca ese año. En febrero nos fuimos.
Fue en la casa del molino donde Violeta me habló por primera vez de «el último bosque»: el no lugar, ése en su conciencia, aquel espacio para la solidaridad que su mente empieza a fabricar por el deseo de no perder los sueños.
– No es un lugar a alcanzar, Josefa. Es sólo la fuerza para salir de la inmediatez. Si ya no existe la gran ética, quisiera que el último bosque fuera mi pequeña ética personal.