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… pero íbamos con retraso.

El sol atravesó el cielo, cálido y blanco. Holden y yo bebimos interminables tazas de té y mordisqueamos naranjas confitadas y, al volverse amargo en mi estómago el brandy matutino, recorrimos los límites de la estación.

El problema se centraba en uno de los pilares que surgía de la plataforma para sostener el tren ligero a cien pies por encima de nuestras cabezas. Ese pilar estaba acordonado por un trozo grasiento de cuerda mientras agentes de policía inspeccionaban cada pulgada accesible. Esos condestables desafortunados, sudando bajo las gruesas guerreras de sarga, tenían un aspecto muy cómico mientras subían por las precarias escaleras. Uno de ellos se golpeó la cabeza contra una viga y el casco cayó volando sobre el macadam, para gran alegría del público presente. El agente se frotó la calva y soltó algo de lo más indigno.

Se había colocado a un policía mayor para mantener el cordón; su rostro era un charco redondeado de sudor y su voz estaba manchada por el fuerte acento rural de Kent.

—Sospechamos de la presencia de un dispositivo explosivo— dijo en respuesta a nuestras preguntas.

—¿Se refiere a una bomba? —pregunté incrédulo—. Pero una bomba lo suficientemente potente podría destruir el tren. ¡Podrían morir docenas… cientos de personas!

El policía tenía aspecto sombrío.

—¿Quién podría hacer tal cosa?

—Ah. —Se echó el casco hacia atrás—. El mundo está lleno de anarquistas, socialistas y otros lunáticos, señor; no todo el mundo es tan razonable como usted o yo.

Holden me tocó la manga y me apartó de allí.

—Quizá —murmuró, su amigo cubierto de paja tenga razón. Pero me temo que hay muchos otros sospechosos para tal atrocidad, y cualquiera de ellos podría parecer tan racional como usted o yo… o incluso como el condestable de paja de ahí.

Reí.

—¿Pero quién?

Holden se encogió de hombros.

—El tren es un artefacto hermoso, ¿no? Pero hay muchos que lo considerarían una amenaza. Todo lo nuevo es un peligro para el Viejo Orden. Todo lo nuevo exige nuevas formas de ver las cosas, nuevas formas de pensar y, en algunos lugares de nuestro continente, no gustan ideas tan revolucionarias.

Me froté la barbilla y levanté la vista; el reluciente arco del tren atravesaba el Canal, ignorante de mi confusión.

Eran más de las nueve de la noche cuando por fin abordamos la escalera mecánica que nos elevó en el aire y nos llevó al tren. Miré al puerto. Ahora el Sol estaba cerca del agua y la Luna colgaba en lo alto del cielo, un creciente perfecto; la Pequeña Luna era una mancha en forma de patata que fluía como una nube por el cielo que se oscurecía.

Desde la escalera, hicimos cola para cruzar un puente corto. Yo miré hacia la locomotora. El gran dispositivo yacía a lo largo del único raíl como una enorme pantera de hierro, con los relucientes brazos de unión bañados por la condensación. La locomotora era más o menos cilíndrica, como los viejos modelos de carbón, aunque su chimenea era una mera caricatura, un anillo de hierro de apenas dos pulgadas de altura. Entendía que la locomotora no expulsaría grandes cantidades de humo de carbón; es más, la neblina que veía no era humo o vapor, sino condensación que se acumulaba alrededor de los grandes termos Dewar que ocupaban el interior de la locomotora, y que mantenían las preciosas onzas de antihielo a temperatura ártica.

Una placa de bronce unida al cilindro llevaba el número de la locomotora y un nombre: Volador de Dover. Sonreía ante ese rasgo pintoresco.

Le entregué la bolsa a un porteador, que la llevó por un camino aterradoramente estrecho hasta un coche de equipaje, y luego seguí a Holden hasta el nuestro. El coche en sí era más que cómodo, con anchos y bien acolchados sillones tapizados de cuero teñido de un púrpura intenso, el color de la Compañía Internacional de Ferrocarriles. Un camarero, un tipo pequeño con la cara como la de un mono colgándole incongruentemente por encima de la chaqueta blanca, nos trajo bebidas —yo tomé un escocés con agua, Holden un brandy— y, mientras esperábamos a que embarcase el resto de los pasajeros, nos acomodamos en un asiento al lado de una amplia ventanilla para fumar y hablar.

Le comenté a Holden lo pintoresco que me parecía el diseño de la locomotora, en contraste desfavorable con los nuevos dispositivos en forma de bala mostrados en la exposición. Quizá, reflexioné, las ventajas del antihielo no dejaban de tener sus costes. Durante un periodo de tiempo cómodo discutimos sobre ese punto, y nuestra charla se amplió hasta ocuparse del papel y el impacto de la tecnología del antihielo en general; y finalmente Holden, abriéndose más a medida que se relajaba, se decidió a contarme el intrigante relato del descubrimiento del antihielo…

La historia del antihielo (me dijo Holden) comenzó con las oscuras leyendas de los aborígenes australianos. Según aquellos tipos salvajes, en el mismo momento de la aparición de la Pequeña Luna por primera vez en los cielos de Europa (alrededor de 1720), «fuego atrapado en hielo» cayó desde el cielo australiano. El hielo estaba manchado de amarillo y rojo, y cualquier hombre que lo sostuviese en la mano liberaba el fuego demoníaco, para su desgracia.

El explorador británico Ross, en ruta al Antártico, quedó intrigado por esas leyendas, oídas por casualidad en un bar. Decidió encontrar su origen.

Su búsqueda le llevó al cabo Adare, una península antártica al sur del continente australiano. Ross y su grupo pasaron muchos días explorando las planicies cubiertas de hielo. Con el tiempo, se acercaron a una cordillera de montañas bajas y en forma de dientes e, inesperadamente, llegaron a una llanura salpicada de grandes rocas. Mientras el equipo de perros se abría paso por entre esos fragmentos desiguales cubiertos de hielo, Ross pensó (así lo dejó escrito en su diario) que era como si una montaña hubiese estallado y ahora yaciese esparcida en trozos sobre el hielo. Y, curiosamente, había un hueco en la cordillera de montañas; como si faltase un diente en una dentadura sana.

Al acercarse Ross al centro de aquella extraña planicie descubrió que el tamaño de los fragmentos disminuía, hasta que los trineos corrían sobre piedrecillas como gravilla. El hielo en aquella zona también era extraño; era suave como el vidrio y, si faltaban un par de pulgadas de la superficie, bastante claro, y había piedrecillas y rocas empotradas en su interior, como en ámbar.

—Le pareció a Ross —dijo Holden— como si la gran explosión hubiese tenido lugar en aquel punto. Una montaña había quedado destruida, con grandes rocas arrojadas por el aire durante millas; en un instante el hielo se había convertido en vapor, que se había elevado en forma de grandes nubes en el aire helado del polo. El hielo se había vuelto a condensar rápidamente, atrapando los fragmentos. —Holden golpeó la pipa para sacar el tabaco sin quemar, sus rasgos de gnomo habían cobrado vida por el ímpetu de la narración.

»Con creciente excitación, Ross siguió adelante —manifestó Holden.

Y finalmente llegó al centro de la explosión.

Un domo de alguna sustancia amarilla, quizá de unos diez pies de alto, surgía del hielo.

Al principio Ross pensó que era algún tipo de edificio y se preguntó si no habría descubierto una tribu desconocida de aborígenes antárticos. Pero pronto comprendió que no era una construcción humana; ni tampoco estaba hueco el domo. Era algún nuevo hielo muy extraño. Ross apretó la cara sobre la superficie helada, retiró algunas pulgadas de nieve y miró al enigmático interior.

Hojas de una sustancia entre rosa y roja colgaban como velos en el interior de la masa amarilla.