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Pedí otro brandy.

—Todo eso está muy bien —dije hablador—, pero esos dos tipos famosos, Maxwell y…

—Joule.

—Joule, sí; ¿qué tienen que decir sobre lo que me parece el mayor misterio de todos, el hecho de que sea perfectamente seguro manejar la sustancia a temperaturas polares, y que sólo sea al calentarla que se convierte en explosiva, como descubrió a su costa el pobre Ross?

—Ah. —Holden golpeó la pipa, metió en ella más tabaco que sacó de una bolsita de cuero y la encendió—. Experimentos cuidadosos y peligrosos, realizados en Adare han mostrado que en el interior del antihielo fluyen muy fuertes corrientes magnéticas. Esas corrientes encapsulan la sustancia antipática, aislándola de la materia normal. Pero cuando se eleva la temperatura, los campos magnéticos se rompen… con consecuencias explosivas.

Fruncí el ceño intentando entender.

—¿Y qué produce el magnetismo? ¿Pequeños imanes esparcidos por la sustancia?

Negó con la cabeza.

—La verdad es un poco más difícil de entender…

—Eso me temía.

Holden me describió cómo los experimentos de Michael Faraday habían demostrado que la presencia de una fuerte corriente eléctrica podía inducir un campo magnético. En la sustancia antihielo parece que las corrientes eléctricas fluyen continuamente, generando así el magnetismo requerido. Holden dijo:

—Pero no hay una pequeña dinamo escondida en el material; simplemente parece como si la corriente eléctrica fluyese dando vueltas y vueltas dentro del hielo, como un río en un canal cerrado; sin principio y sin final, y sin causa primera; de forma similar a como los persas dicen que la serpiente Ourobouros sobrevive consumiendo interminablemente su propia cola.

—¿Sí, por Júpiter? Pero vamos a ver, Holden: un río no se limitaría a dar vueltas y vueltas; tarde o temprano se detendría, no se puede tener un canal circular que vaya siempre cuesta abajo… ¿ o sí? —añadí con pronta duda.

Holden inclinó la cabeza en aprobación.

—No. Pero si el canal circular estuviese recubierto de algún vidrio maravilloso carente completamente de fricción, el agua fluiría indefinidamente.

Luché por imaginar tal cosa.

—¿Y cómo ayuda ese canal a explicar el fenómeno eléctrico?

—Faraday ha dibujado caminos invisibles en muestras de antihielo… y en esos caminos no hay resistencia al paso de la corriente eléctrica. Igual que en los canales de vidrio que le he descrito. Faraday ha denominado al fenómeno «Conductancia Aumentada». Es precisamente esa conductancia la que desaparece cuando la temperatura del antihielo se eleva. Las corrientes eléctricas dejan de circular, ¿ve?, Y, por tanto, también falla el campo magnético.

—Parece como si pudiese sacarse algo de interés comercial de ese asunto —reflexioné—. Aunque ahora mismo no se me ocurre qué…

—¡Absolutamente! —Holden se recostó una vez más en su silla, con la cabeza envuelta en humo—. Imagine que pudiésemos reemplazar los cables bajo el Atlántico con canales de Conductancia Aumentada. ¡Entonces la menor de las corrientes, la señal más débil, podría atravesar el océano sin la más mínima pérdida! Y más aún, si las líneas de transmisión de energía se fabricasen de material aumentado, ¡la energía eléctrica podría distribuirse por los continentes sin que el coste fuese un problema! —Golpeó con la mano libre en la mesa, haciendo que la cubertería bailase y que una o dos cabezas se volviesen curiosas en nuestra dirección—. Puedo asegurarle, Vicars, que tal transformación haría que los tesoros producidos hasta ahora por el antihielo pareciesen meras barajitas. ¡Cambiaría el mundo!

Reí, entrando en su entusiasmo.

—¿Están seguros los sabios de poder producir esos cables y conexiones?

Él suspiró, como si se desinflase.

—Tengo entendido que Josiah Traveller ha construido prototipos que emplean los caminos aumentados en el interior de bloques de antihielo. Pero no ha resultado posible aislar el componente del antihielo que produce la Conductancia Aumentada.

Asentí con simpatía, viendo en aquel rostro algo extraño y redondo: el alma de un hombre cuyo sueño —de una Europa transformada— parecía casi posible, pero seguía estando lejos de su alcance.

Me miró con un ojo, y con el otro, a mi vaso vacío de brandy.

—¿Está de humor para oír las otras ventajas del antihielo? Como las altas temperaturas que genera, lo que lleva a una impresionante eficiencia de Carnot, proporcional a la diferencia entre temperaturas…

Agité el vaso en el aire.

—Por Júpiter, buen amigo, me impresiona su erudición, pero más aún su perspicacia. ¡Tiene razón! No me siento con humor para explorar más ramificaciones científicas. Pero ¡mire ahí! —De forma algo dramática indiqué con una mano hacia la ventana.

Ya era muy tarde, y —a pesar de los reflejos de las débiles luces de gas del vagón— podía ver cómo el cielo estrellado exhibía la rica luminiscencia, la oscuridad no del todo total de pleno verano. Y, como una balsa de estrellas caídas del cielo, las luces de algún enorme barco pasaban bajo nuestro viaducto de metal. Forzamos nuestras cabezas mientras el movimiento del tren nos alejaba del barco; desde aquella perspectiva podía verse con mayor claridad cómo las luces delineaban el contorno de la nave. Toda la escena estaba enmarcada por lámparas de peligro parpadeantes montadas en los pilones del tren ligero.

—Dios santo —dijo Holden—, qué visión tan maravillosa.

Tuve que mover la cabeza de un lado a otro para apreciar toda la longitud de la nave.

—Vaya, ¡debe tener como media milla de largo! Seguro que semejante leviatán estará propulsado por antihielo.

Holden se recostó en el asiento y pidió más bebidas.

—Exacto. Ese monstruo sólo puede ser el Gran Oriental.

—¿El famoso diseño de Brunel?

—No, no; me refiero a la nave diseñada por Josiah Traveller hará unos cinco años y llamada así en honor del gran ingeniero. —Holden sonrió por encima del vaso lleno—. Es irónico que Traveller sufriese problemas económicos similares a los de Brunel para financiar el Oriental. Pero claro, el barco de Brunel no era ni carne ni pescado: un transatlántico de pasajeros demasiado feo y sucio para ofrecer algo más que la sensación de novedad. Al menos Traveller decidió desde un principio que su nave sería principalmente un buque de carga. Y así, propulsado por turbinas de antihielo lo suficientemente grandes para ser inmunes a las condiciones atmosféricas y, gracias a los criosintesistas, preservando y transportando las cargas más perecederas, ¡da vueltas al mundo sin siquiera detenerse para repostar!

Levanté la copa y dije, en una voz un poco más alta de lo que había esperado:

—¡Entonces por Traveller, y toda su obra!

Holden levantó su copa; su cuerpo redondo, con brazos sobresalientes, me hizo ver en ese momento de mareo un globo animado.

—Josiah Traveller —reflexionó Holden—. Un hombre complejo. Al menos un ingeniero tan bueno como Brunel, y apenas mejor preparado para tratar con las complejidades del mundo. Quizás incluso menos. Al menos Brunel salía y trabajaba con sus colegas. Traveller, por lo que sé, trabaja recluido en su laboratorio de Farnham. No emplea planos ni mesas de dibujo; en su lugar construye prototipos de invenciones nuevas que hombres menores deben traducir a mecanismos operativos.

—Y, sin embargo, su visión sigue siendo suya.

—Exacto.

Me eché hacia delante con entusiasmo.

—¿Y es cierto, Holden, que Traveller ha viajado más allá del aire? Esas fotografías expuestas en Manchester…

Agitó la mano algo desdeñoso.

—¿Quién sabe? Con Traveller es difícil separar la leyenda de la verdad. Quizás esa mezcla de fantasía suya, aunque es la fuente de su fuerza creativa, sea también su defecto. Mire ese proyecto del Príncipe Alberto. ¿Necesita realmente Europa un buque terrestre? Ésa es, me temo, el tipo de pregunta realista que hace el inversor medio, que preferiría invertir el dinero en hilanderías y tornos; me temo que no hay mucha fantasía en esas almas.