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Sorbí el brandy.

—No, y sospecho que los partidarios de quedarse en casa no serán los únicos contentos si el proyecto del Príncipe Alberto colapsase en la ignominia financiera.

—Ah. —Holden asintió, entrecerrando los ojos, lo que le daba un aspecto taimado—. Muy cierto. No todos los franceses verán con agrado a tal leviatán llevando la bandera inglesa hasta las puertas de París. La envidia es una emoción bastante común entre los continentales.

Me reí.

—Vaya un diplomático que estaría usted hecho, señor.

—Bien, ¡piense en ellos! —siguió con confianza—. Tiene a los franceses bajo Louis Napoleón, el supuesto sobrino de Bonaparte, conjurando continuamente los sangrientos días de antaño. Los rusos son una masa medieval que sueña con el futuro. Austria no es mucho más que una cáscara; ¡mire cómo se quebró durante la Guerra de las Siete Semanas con su prima Alemania! No me sorprende que viren sus ojos envidiosos hacia Gran Bretaña, hogar de la iniciativa y la energía; ¡hogar del futuro!

Atrapado por su vigor y su animado humor dije:

—Quizá tenga razón. Y en cuanto a los prusianos, podemos esperar que la atención de Herr Bismarck esté completamente ocupada con pensamientos franceses. ¡Ja! Pronto descubrirá que ha mordido más de lo que puede tragar, o eso me temo.

Holden parecía más atento, más pensativo.

—Qué mezcla tan combustible y volátil es Europa… Ned, ¿ha visto alguno de los panfletos de los Hijos de la Gascuña? «Una vez más a Calais»… un título emocionante. Los Hijos creen que el deber de Gran Bretaña es imponer orden a los confusos extranjeros.

—Señor —dije cuidadosamente, algo perturbado por las luces oscuras que aparecían bajo el buen humor de Holden—, recuerde que Gran Bretaña es una monarquía constitucional. Ésa es la gran diferencia entre nosotros y los vecinos continentales; en Gran Bretaña el poder está sólidamente refugiado, no en las manos de los individuos, sino en la estructura de viejas instituciones y convenciones.

—Muy cierto —dijo Holden asintiendo—. ¡y, sin embargo, nuestro Emperador Rey y su madre defienden la restauración de los Borbones al trono de Francia! ¿Qué opina de eso? ¿Es muy constitucional? ¿Eh?

Fruncí el ceño, intentando encontrar una respuesta; luego miré a la copa buscando inspiración sólo para descubrir que se había vaciado de nuevo por sí misma; y cuando miré al rostro intenso de Holden descubrí que había olvidado la pregunta.

—Creo —dije— que es hora de retirarse.

—¡Retirarse! —Sonaba sorprendido—. Muchacho, mire al frente, ésas son las luces de Ostend. Ha olvidado que vive en la Era de los Milagros, Ned; ¡hemos llegado! Venga; creo que debemos tomar algo de café antes de bajar a tierra y comenzar nuestra búsqueda sin esperanza de un coche…

Con el más suave de los suspiros, el tren comenzó a reducir velocidad.

3

EL CRUCERO TERRESTRE

Pasamos unos días en Ostend. Luego viajamos hasta la zona aislada del mar en la que se construía el Príncipe Alberto, que se encontraba como a unas once millas de Bruselas.

En ruta, el tren ligero trazó un arco de norte a sur sobre la capital belga, siguiendo la línea del ferrocarril terrestre. Miramos a la extensión boscosa de la Domaine Royale y volamos sobre el erizado techo de la Gare du Nord, la estación principal de ferrocarril. Bruselas, bajo la brillante luz del sol, tenía algo del aspecto de una pintura medievaclass="underline" elegante, dorada y recargada, y llena de vida y de color. Al final pasamos por encima del Parc du Bruxelles, una zona como un pañuelo de verde y blanco que se extendía en el corazón de la ciudad, y nos movimos hacia el sur alejándonos de la ciudad.

El paisaje campestre al sur era verde, típico y casi inglés; en medio del cual, el lugar del Príncipe Alberto, que pronto apareció en el horizonte, era una asombrosa salpicadura de adoquines, hierro oxidado y aceite.

Llegamos como a las seis de la tarde al puerto de tierra. Un gran perímetro de matronas vestidas de terciopelo nos precedió por la escalera mecánica hasta el suelo y Holden y yo nos divertimos al observar cómo las damas se abrían paso por entre el barro y el óxido del astillero, los dobladillos agitándose sobre los charcos de aceite.

El lanzamiento del Alberto estaba previsto para el mediodía del día siguiente, y Holden y yo llamamos a un carruaje para llevarnos a la posada. El coche traqueteó sobre las carreteras irregularmente adoquinadas, y miramos fuera divertidos. Una verdadera ciudad provisional había crecido alrededor del lugar de construcción; una ciudad construida con madera sin embrear, hierro ondulado y cartón, pero una ciudad igualmente. Las calles estaban llenas de pubs y bares, ya haciendo muy buen negocio a pesar de lo temprano de la tarde. La cerveza que se consumía en grandes cantidades era claramente del tipo espeso y oscuro inglés. En la atmósfera había algo de feria de campo: los volteadores rodaban interminablemente frente a nosotros y vimos un teatrillo de títeres, que podía haber sido traído clavo a clavo del East End, entreteniendo a un grupo de niños lo suficientemente bien vestidos para ser miembros de la nobleza. Había carteles para la exhibición de tales novedades como la oveja de seis patas y la calculadora humana; y por todas parte el olor de las castañas asadas, manzanas acarameladas y dulces, los rebuznos de los organillos y del tiovivo, y el silbido discordante de los caramillos.

—Buen Dios, Holden —dije, emocionado por todo aquello—, apenas se parece a Bélgica. Más bien es como la bendita Isla de Dogs.

Le brillaron los pequeños ojos.

—Así habla el diplomático cosmopolita. ¿Y qué estaría buscando en la Isla de Dogs, joven Ned, eh? —Me temo que enrojecí, pero él levantó una mano regordeta—. No importa, muchacho; yo también fui joven una vez. Pero no debería sorprenderse. El Príncipe Alberto es el primer crucero de tierra, diseñado para navegar por las planicies del norte de Europa, pero es una nave inglesa: diseñada por arquitectos navales ingleses, ajustada por ingenieros ingleses, y construida por artesanos ingleses. Y por eso una milla cuadrada de suelo belga se ha convertido en un anexo del East End de Londres. Ésta es una colonia inglesa, muchacho; un símbolo, quizá, de nuestra dominación tecnológica de Europa.

Ahora nos acercábamos al centro de la bulliciosa comunidad. Allí, las tabernas y las pensiones se acumulaban muy juntas alrededor de un extraño altozano. El cono de tierra cubierto de hierba, evidentemente artificial, se elevaba unos ciento cincuenta pies. En lo alto del montículo había un león de piedra, con la garra descansando sobre el globo terrestre, y la vista fija en la distancia.

De nuevo apareció un tono inquietante en la voz de Holden.

—Y aquí tenemos al Butte du Lion, Ned; el Montículo del León. Construido con la tierra traída del campo de batalla en cestos y sacos por los agradecidos nativos, para que nuestra famosa victoria pudiese marcarse para toda la eternidad —levantó la vista hacia la noble bestia de piedra, con el labio inferior temblándole.

Y yo, también, estudié el león con algo de sobrecogimiento e intenté imaginar el día de junio medio siglo antes cuando, a unas yardas de aquel punto, Wellington se enfrentó finalmente al corso…

Porque aquélla era, por supuesto, la villa de Waterloo; ¿y qué lugar más apropiado podía haber para construir ese nuevo símbolo del triunfo británico? (aunque, reflexioné, el Ejército británico había requerido ese día la audaz intervención de los prusianos para derrotar al francés incontrolado. Pero me abstuve, sin embargo, de mencionarle ese hecho a Holden).