Finalmente acabó el tour, para mi tranquilidad, y nos condujeron al casco exterior del Príncipe Alberto. Pero en lugar de regresar al suelo, nos encontramos subiendo por una espectacular pasarela hasta las cubiertas de pasajeros de la nave. Los escalones eran paneles de hierro de apenas un pie de ancho —bien moldeados, con el nombre de la fundición fabricante rodeado de una delicada filigrana—, y la pasarela estaba unida con seguridad al casco blanco. El paisaje belga se abría a nuestro alrededor, y yo podía ver como en una miniatura las festividades que todavía seguían en bares y tabernas de la ciudad provisional; cuando miré hacia abajo vi caras como otras tantas monedas vueltas hacia arriba e iluminadas por el asombro. Pero no sentí vértigo, porque un tubo de vidrio cubría con seguridad aquella precaria pasarela, excluyendo incluso el viento que debía correr con fuerza a esa altura.
Y al final de la pasarela entramos una vez más en el casco. Atravesamos una galería corta, y un sitio luminoso y bien ventilado en el que se alineaban columnas de hierro y con un suelo de placas de vidrio encajados en plomo. Y, más allá de la galería, llegamos al Gran Salón del Príncipe Alberto.
Aquel salón magnífico se extendía por todo el ancho de la nave. Había un alboroto de conversaciones emocionadas de unas mil personas, todas alegremente vestidas y hablando como otros tantos pavos reales. Miré mi chaqueta algo cohibido; había sobrevivido limpia, aunque un poco arrugada por el calor.
Se acercó un camarero con una bandeja. Holden se acarició las manos y cogió copas para los dos. Se bebió la primera de un trago y cogió una segunda; yo le seguí más tranquilamente, saboreando la frialdad del buen champán.
—Qué alivio —dijo Holden, sofocando un eructo con el dorso de la mano—. Me siento como Odiseo huido de la fragua de los Cíclopes.
Pensé en buscar a Françoise y su grupo; pero ya se había fundido con la multitud. Sentí una puñalada tonta en el corazón.
Holden me puso una mano paternal en el hombro.
—No importa, Ned —me consoló—. Quedan… —consultó el reloj de bolsillo— apenas treinta minutos para el lanzamiento. ¡Y aquí estamos tragando champán en el punto más impresionante de la nave! Mire a su alrededor. Algunos dicen que este salón es una tontería italiana inapropiada para una nave… incluso para una nave terrestre. ¿Qué opina usted?
Con las copas en la mano, vagamos por el Gran Salón. Ciertamente tenía algo de italiano. Las paredes estaban divididas en paneles por medio de pilastras verdes; y los paneles exhibían atractivos arabescos que ilustraban la construcción de la nave, escenas náuticas e —incongruentemente— niños jugando. El techo estaba atravesado por las vigas de la nave, que estaban pintadas de rojo, azul y dorado; los paneles entre vigas estaban pintados de oro, lo que daba al techo un aspecto armonioso y elegante.
Dos pilares octogonales adornados con espejos atravesaban el salón, de suelo a techo.
Más espejos cubrían salidas de aire en las paredes del salón. Portieres de un rico seda carmesí colgaban de las entradas, mientras que los sofás de terciopelo de Utrecht, aparadores de nogal tallado, y mesas cubiertas de cuero estaban repartidos sobre una alfombra granate. Los candelabros brillaban con las llamas, incluso aunque la hora estaba cerca del mediodía.
Holden se me acercó.
—Lámparas de acetileno. El diseño era con bombillas eléctricas, pero se quedaron sin dinero.
—Es usted demasiado cínico, viejo —dije—. El efecto es agradable para la vista. Y en cuanto a la acusación de decadencia, me gustaría señalar a esas vigas de ahí arriba; puede que estén decoradas, pero eso apenas oculta su naturaleza robusta.
Después de recoger más champán nos acercamos a uno de los pilares octogonales. Ahora veía que sus cuatro lados más anchos habían sido cubiertos con espejos para reducir la impresión de obstrucción mientras que los paneles más pequeños estaban adornados con arabescos de emblemas del mar.
—Y esto, sin duda —dije, señalando a la obstrucción con el champán— es alguna característica estructural de la nave, hecha atractiva por el ingenio…
—Más que una «característica estructural» por Dios —gruñó una voz tras de mí—. ¡Ésas son las chimeneas de la sala de calderas en su camino al aire fresco allá arriba, muchacho! ¿Nunca ha estado en el mar?
Di un salto, esparciendo champán sobre el cuero de mis zapatos. Las burbujas se movieron tristemente. Me volví.
Una figura imponente se alzaba frente a mí; superaba los seis pies de alto, incluso sin la chistera, y estaba vestida con un arrugado traje de mañana asombrosamente fuera de lugar entre el plumaje de los invitados reunidos. Ojos de azul antihielo miraban por encima de una nariz de platino.
—Buen Dios —tartamudeé—. Quiero decir, sir Josiah. Recuerda a mi compañero, el señor Holden.
—Apenas le recuerdo a usted, muchacho. ¿Cómo era?… ¿Wickers?… pero al menos es un rostro familiar en esta multitud estúpida. Aunque si hubiese podido oírle hacer comentarios tan estúpidos sobre la nave desde el otro lado de la habitación, dudo que me hubiese molestado en acercarme…
—Bien, me alegra…
—¿Conocen a mi hombre? —soltó el gran ingeniero, ignorándome por completo. Fui ligeramente consciente de un tipo delgado e inclinado de como sesenta años que estaba al lado de la sombra monumental de sir Josiah mirándome nervioso, los pelos plateados brillando bajo la luz de los candelabros—. Pocket, acérquese —dijo Traveller. Le di la mano. Resultó ser seca y sorprendentemente fuerte.
—Bien, es una buena reunión —dijo Traveller de buen humor, mirando a su alrededor.
Holden consultó el reloj y dijo:
—Sólo diez minutos para el lanzamiento, señor.
—No puedo soportar estas malditas reuniones —soltó Traveller—. Si no necesitase su dinero les echaría a patadas por la borda —me miró curioso—. Y en cualquier momento la maldita banda de los marines va a empezar a tocar, sabe.
—¿En serio? —dije tartamudeando—. ¿Le… le gusta la música, señor?
Eso también lo ignoró.
—Venga, Pocket —dijo—. Creo que ya hemos cumplido con los accionistas. —Se volvió y se alejó unos pasos, la cola manchada y arrugada de su chaqueta agitándose tras él. Luego se volvió a mirarnos—. ¿Bien? —tronó—. ¿Les apetece venir?
—Ah… ¿adónde, señor?
—A la Faetón, por supuesto. Está colocada en la cubierta alta. Se tiene mejor vista de los Marines Reales desde allá arriba, si les gustan ese tipo de cosas. Y puede que les divierta examinar su construcción. —Fijó los ojos en Holden con una mirada escrutadora—. Y me atrevería a decir que puedo tener algún veneno más fuerte para su amigo disoluto, que parece necesitarlo.
Echándome atrás, estuve a punto de tartamudear una excusa, cuando Holden me dio una patada —no muy suavemente— y susurró:
—¡Por amor de Dios, acepte! ¿No tiene curiosidad? La nave voladora de Traveller es la maravilla de nuestra época.
—Pero Françoise…
Holden apretó los dientes.
—Françoise seguirá aquí cuando vuelva. Vamos, Ned; ¿dónde tiene el espíritu?
Y así Holden y yo corrimos por un pasillo de miradas curiosas en pos de Traveller.
4
LA FAETÓN
Con las copas de champán en la mano, subimos por una escalera de mármol a la Cubierta de Paseo del Príncipe Alberto, saliendo a la intensa luz del sol.
Al final de la escalera me volví para observar a la multitud del salón. Reconocí al joven francés Bourne por su absurdo vestido de dandi —creo que nos miró con una extraña mirada astuta— pero no pude ver a Françoise; y con algo de remordimiento me volví para seguir al ingeniero.