El mejor mundo alternativo de ciencia ficción que ha surgido de los escritores británicos. Antihielo es una visión sombría de la Gran Bretaña de finales del siglo XIX. Baxter utiliza la trama de su tercera novela para examinar el imperialismo, los pros y los contras del equilibrio de poderes basado en la destrucción mutua asegurada, y la responsabilidad moral de los inventores. Y, además, también es un libro divertido.
Y tratar del imperialismo, la destrucción mutua asegurada o la responsabilidad moral de los inventores es propio de un tipo de reflexiones que, sencillamente, no pertenecían ni podían pertenecer al ámbito de las preocupaciones de Verne.
En cuanto a considerar Antihielo como «el mejor mundo alternativo de ciencia ficción que ha surgido de los escritores británicos», es evidente que se trata de una alabanza superlativa. Sobre todo cuando uno recuerda que Keith Roberts, que en 1968 escribiera esa maravilla llamada Pavana, es británico.
Por todo eso, Antihielo, siendo como es un homenaje a uno de los padres fundadores de la ciencia ficción, es a la vez el más moderno «romance científico» posible, aquel en el que se aborda una reflexión maravillada acerca de la ciencia y sus resultados, al tiempo que se alerta sobre el terrible alcance de alguna de sus previsibles consecuencias.
Tras un emotivo y sugerente prólogo, la novela arranca en la Nueva Gran Exposición de Manchester inaugurada el 18 de julio de 1870, una época en la cual el poder del Imperio Británico es absoluto, y en un mundo alternativo en el que en las remotas tierras de una península antártica al sur del continente australiano se ha descubierto un nuevo materiaclass="underline" el antihielo. por el fenómeno que Faraday denominará de «conductancia aumentada», el material libera prodigiosas cantidades de energía cuando su temperatura se eleva. Su potencial energético, casi infinito, va a acelerar la Revolución Industrial de forma insospechada.
El antihielo, como no podía ser de otra manera, es empleado en la campaña de Crimea, pero también se revela útil en otras aventuras del espíritu humano que, a priori, parecen menos sangrientas. En la Nueva Gran Exposición de Manchester, un joven agregado del Foreign Office descubrirá el inmenso poder del antihielo y, junto al visionario Sir Josiah Traveller, tendrá que enfrentarse a un inesperado, decimonónico, y encantador viaje espacial a la Luna.
Para mí, lector adicto a Julio Verne en mi infancia y primera juventud, Antihielo fue una sorpresa que provocó recuerdos cargados de la mejor de las nostalgias. Tiempo habrá en el futuro para incluir otros títulos de Stephen Baxter en nuestra colección, pero por el momento este Antihielo que hoy presentamos me parecía del todo imprescindible. Su lectura gratifica y relaja, lo cual no es poco en los tiempos que corren.
Diré también aquí que Stephen Baxter va a estar muy pronto entre nosotros, ya que ha aceptado ser el conferenciante invitado en el acto de entrega del Premio UPC De Ciencia Ficción 1998. Eso será a las doce horas del miércoles 2 de diciembre de 1998, en el Campus Norte de la Universitat Politécnica de Catalunya (UPC), en Barcelona. En caso de ser necesario, se puede recabar mayor información en la sede del organizador del Premio, el Consejo Social de la UPC (teléfono: 93 401 63 43).
Mientras tanto, aquí tienen uno de los más interesantes homenajes que se han hecho en la ciencia ficción de todos los tiempos y, como decía también New Statesman and Society y todos los lectores podrán comprobar, es, además, una novela muy divertida.
Que ustedes la disfruten.
Miquel Barceló
AGRADECIMIENTOS
A mi madre
Me gustaría expresar mi agradecimiento a Eric Brown y Alan Cousins, quienes leyeron borradores del manuscrito; a David S. Garnett, por su entusiasmo por la idea; y a mi agente Maggie Noach, mi editor Malcolm Edwards, y el personal de Harper Collins por su duro trabajo en el proyecto.
PRÓLOGO
UNA CARTA A UN PADRE
7 de julio de 1855
Frente a Sebastopol
Mi querido padre:
Apenas sé cómo dirigirme a usted después de la vergonzosa conducta que me obligó a abandonar el hogar. Sé muy bien que ha pasado todo un año sin recibir ni una palabra mía, y sólo puedo ofrecer mi gran vergüenza como única excusa para mi silencio. Puedo reafirmarle mi culpa al pensar que usted, madre y Ned podrían haberme supuesto en alguna oscura región de Inglaterra, solo, sin un penique y moribundo.
Señor, el amor y el deber se han aliado con los acontecimientos extraordinarios de los últimos días para obligarme a romper mi silencio. Padre, estoy sano y salvo y sirvo en el 90 Regimiento de Infantería Ligera por la causa del Imperio en la campaña de Crimea. Comienzo este relato sentado sobre los restos de la fortificación rusa que llamamos Redan — por «diente» en francés, entienda, un conjunto no muy impresionante pero eficaz de sacos de arena y albarradas— frente a las minas de Sebastopol. Estoy seguro de que estas noticias le sorprenderán ya bastante —y me atrevo a esperar que su corazón se alegrará de que haya sobrevivido hasta ahora— pero aún así, debe usted prepararse para sorpresas mayores, querido padre, por lo que tengo que contarle. Sin duda ha leído las crónicas de Russell en The Times sobre la destrucción final de la fortaleza de Sebastopol por parte de ese tipo Traveller y su infernal proyectil de antihielo. Señor, yo fui testigo de todo aquello. Y —dada mi eterna deshonra— considero el haber sobrevivido un regalo del Señor que no merezco, ya que tantos buenos compañeros —no sólo ingleses, también franceses y turcos— han caído a mi alrededor.
Le debo algunas explicaciones sobre mi conducta después de abandonar el hogar en Cobham, aquel terrible día del año pasado, y sobre cómo llegué a esta remota costa.
Como sabe, sólo me llevé unos pocos chelines. Mi ánimo era de menosprecio, Señor, y de vergüenza; decidido a expiar mi culpa, me dirigí a Liverpool y allí me alisté en el 90 Regimiento. Me uní como soldado raso; por supuesto, no tenía forma de adquirir un nombramiento de oficial, y en todo caso me había decidido a descender, a mezclarme con los más bajos hombres, para poder así purificarme de mi pecado.
Una semana después de mi llegada a Liverpool me enviaron a Chatham, y pasé allí algunos meses adquiriendo la forma de un soldado del Imperio. Luego, decidido a poner mi vida en manos del Señor, en febrero de ese año me ofrecí como voluntario para la 90 Infantería Ligera, para que me enviasen aquí, a la guerra turca.
Al esperar el viaje, convencido de que sólo la muerte me aguardaba en los lejanos campos de Crimea, deseaba desesperadamente escribirles; pero mi coraje —que me ha dado fuerzas para soportar la terrible carnicería de esta guerra— me falló ante una tarea tan simple, y abandoné Inglaterra sin una palabra.
Tardamos quince días en llegar a Balaclava; y luego nos enfrentamos a algunos días de marcha por el camino a los campamentos aliados en torno a Sebastopol.