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A pesar de mí mismo, el comentario de Holden me había hecho reflexionar. Aparte de su extraordinario aspecto y figura, ¿qué tenía Françoise que me atraía tanto?… Después de todo, no sabía casi nada de ella. Con su entendimiento inusualmente amplio, por no mencionar su lengua cortante, apenas se la podía comparar a las jóvenes damas bastante duras de mollera a las que había tenido el placer de acompañar hasta ese momento.

¡Ned Vicars atraído por una mujer inteligente!

Y también estaba ese aire de misterio que Holden había señalado sin rodeos. Ciertamente, ¿por qué iba a desear una mujer, sin importar cuán inteligente, estudiar los detalles más precisos de los ejes alternantes y tuberías de vapor? ¿Y dónde iba a aprender tales cosas?

¡Ah, Françoise! Caminé por la Cubierta de Paseo ajeno a las maravillas que me rodeaban. Quizás era su misterio lo que me atraía: esa sensación de lo imprevisible, lo insondable, lo salvaje.

Me pregunté si me estaba enamorando de veras.

Antes de Françoise, hubiese testificado bajo juramento que el amor a primera vista era imposible. Si no se había producido ningún congreso de mentes la única atracción es puramente de origen glandular.

Seguro que así era.

Y, sin embargo…

¡Y, sin embargo, ya había recorrido media Europa por aquella bendita muchacha!

Me vi a través de los ojos de Françoise: un joven algo vano y superficiaclass="underline" uno entre los miles que circulaban por las capitales civilizadas; aunque, me permití, más encantador y atractivo que la media…

Holden me agarró por el brazo y me agitó.

—Buen Dios, Ned; ¿no siente nada de curiosidad? ¡Mire a las maravillas que pasan a su lado!

Como si saliese de un sueño, levanté la cabeza y miré a mi alrededor; y sentí cómo mi rostro, escrutado por un satisfecho Holden, se rompía en una sonrisa.

Porque la Cubierta de Paseo del Príncipe Alberto era un lugar maravilloso, si no mágico.

La mayor parte de la cubierta estaba ocupada por el césped, con árboles jóvenes (abetos, de los de raíces superficiales) plantados aquí y allá. Seguimos un sendero entre los árboles, pisando agradable gravilla bajo los pies. Había arbustos con formas y algunas estatuas, pero en general el efecto era agradablemente irregular con detalles de lo saludable y lo natural; justo como en los mejores jardines ingleses, reflexioné, que evitan los diseños presuntuosos y excesivos de, por ejemplo, los jardines franceses.

Más allá de los árboles, las chimeneas de la nave se elevaban en el aire, brillando las bandas de cobre.

¡Allí estábamos, colgados de la piel de aquel monstruo de hierro a sesenta pies por encima del paisaje campestre belga y, sin embargo, era como si paseásemos por un jardín de campo inglés!

Finalmente salimos a una amplia área despejada en el centro de la nave. A nuestra izquierda había un quiosco de música engalanado; la orquesta estaba maltratando todo lo posible a una polca, aunque el estruendo más intenso de la banda de Marines Reales subía competidor desde abajo. Y frente a nosotros yacía un reluciente disco de agua. Aquél era el celebrado estanque ornamental del Príncipe Alberto; rodeaba una estatua fuente de Neptuno, completa con tridente y todo. El sol, reflejándose en el agua, me deslumbraba.

Distinguí la figura alta y vestida de negro de Traveller al otro lado del estanque alejándose de nosotros, el sombrero se le había ladeado un poco. El señor Pocket iba a su lado como una sombra.

Luego miré más allá de Traveller y vi por primera vez su nave aérea Faetón.

A mis ojos deslumbrados me parecía como si frente al fondo de su magnífica nave, Traveller estuviese caminando sobre la superficie de su mar de hierro portátil y, sólo por un breve instante, adquirió a mis ojos el aura de lo mágico.

La forma general de la Faetón era como una bala de mortero colocada de pie sobre la base… o más bien sobre tres patas de aspecto muy frágil fabricadas con hierro forjado que elevaban el cuerpo del navío a diez pies por encima de la cubierta. Pero la bala tenía en la punta un domo de vidrio emplomado de unos quince pies de ancho; y la parte baja del casco estaba marcada por lo que consideré escotillas y portillas, todo encajado sobre la superficie. Cerca del fondo una escotilla del domo de vidrio estaba abierta, y una escalerilla plegable de cuerda y madera colgaba de ella, por un lado de la nave hasta la cubierta.

Un dispositivo achaparrado sentado sobre la cubierta del Príncipe Alberto, quizá de unos treinta pies de alto. El casco brillaba en plata como un faro debido a la luz del sol.

Un pequeño grupo de curiosos se veía limitado por una cuerda roja sostenida por postes de latón. Un único policía británico patrullaba por el interior del círculo de cuerda, con las manos tras la espalda y con aspecto de tener mucho calor dentro del pesado uniforme negro.

Nos unimos a Traveller y Pocket dentro de la barrera; Traveller se reclinó bastante ostentosamente contra una de las tres patas de la Faetón, y ahora yo veía que las patas terminaban en patines —como los de un trineo, pero montados sobre suspensiones universales, sin duda para permitir que la nave descansase sobre superficies irregulares— y que estaban decoradas con filigranas. Tres toberas, como bocas entreabiertas, colgaban de la sombra del mediodía de la nave, y notaba ahora cómo la superficie de la cubierta bajo las toberas mostraba señales de quemaduras, incluso —en uno o dos lugares— de haberse fundido.

Traveller dijo:

—Ha disfrutado del paseo, ¿no? Pensé que su amigo tenía más sed, Wickers. —Alargó la mano y nos quitó las copas de champán vacías—. Y no van a necesitar estos vasos de limonada. —Se volvió y arrojó las dos copas por el aire todo lo lejos que pudo. Centelleando y girando volaron por encima del costado del Príncipe Alberto, e hice una mueca de dolor cuando oí el golpe y los gritos de protesta de la multitud de tierra.

El policía observó las copas divertido.

Me volví una vez más hacia Traveller… ¡para descubrir que se había desvanecido! Confundido, miré por entre las patas llenas de filigranas, las toberas… hasta que una voz llegó desde arriba.

—¿A qué esperan? Pocket, ayúdeles.

Holden me sonrió burlón.

—Me parece que ésta va a ser una tarde interesante. —Vacilando, pero valiente, se subió a la escalera de cuerda y elevó su masa esférica en el aire.

El hombre de Traveller fijó la base de la escalera para Holden. A pesar del calor del día tenía un aspecto tan pálido como el hielo; una capa grasienta de sudor cubría su frente, y las manos flacuchas le temblaban continuamente.

—¿Está bien, Pocket?

Inclinó la pequeña cabeza huesuda.

—Oh, sí, señor; no debe preocuparse de mí. —Su acento era del East End teñido con algo del áspero acento de Manchester de Traveller, lo que indicaba años de servicios al ingeniero.

—Pero tiene aspecto de estar muy enfermo.

Se inclinó hacia mí y me susurró:

—Son las alturas, señor. No puedo soportarlas. Me mareo subiéndome al bordillo de una acera.

Miré a la balanceante escalera de cuerda.

—Buen Dios —dije—. ¿y, sin embargo, va a seguirnos allá arriba?

Se encogió de hombros con una débil sonrisa.

—Yo no me preocuparía de eso, señor. Gracias a sir Josiah he visto cosas más terroríficas que una escalera de cuerda.

—Apuesto a que sí.

Holden se había metido por la escotilla; y yo agarré los travesaños y trepé decidido.

La escotilla en la base del domo era un orificio circular rodeado de roscas, sin duda para sellar herméticamente el navío. Bajé dos escalones para llegar a un suelo cubierto por una alfombra, y me encontré en la punta abovedada de la Faetón. El centro de aquel sofocante invernadero era una mesa de madera, grabada en marquetería con diseños en forma de mapas. Al otro lado de la cámara circular había un enorme sofá reclinable. Dispuestos frente al sofá había una serie de instrumentos montados firmemente en plintos de cobre; reconocí un telescopio y un astrolabio, pero el resto me dejó perplejo.