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—Señor, con este paso, como Noé, camino sobre un nuevo continente que entrego a tu gracia; y al tomarlo llevo conmigo todas las esperanzas de la humanidad.

Permanecí de pie sin apoyos sobre la superficie lunar, conectado a la Faetón sólo por la tubería de aire. A través del calzado podía sentir los pinchazos de los afilados guijarros lunares; era como caminar sobre una playa joven. Daba cada paso con cuidado, porque tenía mucho miedo de romper el traje o el tubo de aire.

Agarrando el modelo, y con el hacha y la lámpara de Ruhmkorff golpeándome el muslo, bajé una cuesta hacia el silencio lunar durante unos treinta pies —la tubería se extendía en total cuarenta pies— y miré a mi alrededor.

El paisaje era una desolación de rocas destrozadas y rotas; iban desde guijarros a cantos mayores que la nave. Las piedras se extendían hasta el horizonte, que, gracias al pequeño radio de la Luna, parecía sorprendentemente cerca; un fenómeno que me daba la impresión de estar atravesando el punto más alto de una ancha colina.

Las paredes del cráter Traveller eran, por supuesto, invisibles, al encontrarse a miles de millas en todas las direcciones de la brújula.

El suelo lleno de piedras no era plano. Contenía muchas colinas, o montecillos; éstos eran bajos domos circulares de formas sorprendentemente uniformes, aunque variaban mucho en tamaños, con el más pequeño apenas más grande que yo y el mayor elevándose quizá cincuenta pies por encima de la base y extendiéndose sus buenas ocho millas de lado a lado. Debía de haber, pensé, alguna explicación volcánica para aquellas configuraciones. Revigorizado por la ligereza de la gravedad lunar me imaginé brincando por el paisaje, saltando de cumbre en cumbre con la gracia de una cabra. Pero, por supuesto, estaba retenido por mi atadura conductora de aire, y me ponía nervioso el posible peligro a la integridad del traje.

Me volví para estudiar la Faetón. Estaba sólo a unas diez yardas de la nave y se alzaba sobre mí; en general había sobrevivido sorprendentemente bien, y el brillo apagado de la piel de aluminio relucía a través de una delgada capa de polvo lunar. El vidrio del domo del Puente, aunque mostraba signos de quemaduras, centelleaba bajo lo que quedaba de luz solar y creaba reflejos por la rota superficie lunar. Vi que Traveller nos había depositado en la cresta de una de las colinas —con el punto alto a unos diez pies del suelo— y aplaudí silenciosamente su habilidad, porque claramente allí estábamos más seguros y teníamos más estabilidad que en uno de los estrechos «valles» que corrían por entre las colinas. Pero la nave no estaba nivelada, porque una de las tres patas de aterrizaje se había posado sobre una de las grandes rocas y se había doblado un poco; la pata todavía soportaba la nave, pero en un ángulo de quizás unos veinte grados sobre la vertical.

Como era su intención, Traveller no había bajado con la parte superior de la nave bajo la luz del Sol. Desde las portillas de la cabina en la parte sombreada de la nave brillaba una acogedora luz de gas sobre las rocas sin vida; y en las ventanas podía distinguir los rostros de Bourne y Holden. Deseé volver a entrar en la comodidad de ese interior, con los aromas de la cocina de Pocket y los cigarros turcos de Traveller; pero también experimenté un ataque de orgullo porque hubiésemos traído aquella habitación llena de ingleses a aquel lugar terrible. Incluso podía ver que Holden todavía llevaba la corbata, ¡cuidadosamente anudada alrededor del cuello!

Al mirar a la nave erguida orgullosamente en aquel lugar hostil, fui consciente de que el casco y la parte superior del traje se estaban poniendo incómodamente calientes. Me recordé que tenía muy poco tiempo para completar la misión antes de que me fuese imposible permanecer sobre la superficie de la Luna. Por tanto, sin más vacilaciones, levanté al Gran Oriental por encima de la cabeza con ambas manos —vi que Holden aplaudía ese gesto— y luego hice como que lo colocaba tras una roca, a cubierta del impacto de los motores de la Faetón. Me detuve en ese acto, mirando expectante a la nave, y fui recompensado con la visión de Holden levantando la cámara hasta la portilla. Así se cumplió mi última voluntad antes de abandonar la nave; por ese fallo de la modestia me había asegurado que mi paseo lunar fuese grabado para la posteridad.

Mientras mantenía la postura como una estatua torpe, esperando el segundo en que tardaría en exponerse la placa, sentí un ligero temblor bajo el suelo, como un terremoto menor. Pero mantuve la pose, y el temblor pasó.

Con el Oriental oculto en su lugar, corrí hacia la sombra de la Faetón, respirando profundamente, decidido a continuar con la misión.

Encendí el filamento de Ruhmkorff y lo levanté. La pálida luz eléctrica se extendió por todo el fragmentado paisaje lunar: no podía, por supuesto, competir con la luz directa del Sol, pero reveló la naturaleza de lo que yacía escondido en las sombras de las colinas y las rocas. Busqué el destello que Traveller y yo habíamos visto desde el espacio; Y, quizás, a cinco pies más allá del límite del montículo de la Faetón, distinguí un trozo de tierra de unos diez pies de ancho tan plano como un estanque y que devolvía reflejos del filamento.

Me moví todo lo rápido que pude por la suave pendiente de la colina, y, con la manguera casi extendida por completo, me agaché para alcanzar el charco reluciente.

Mi desilusión fue cruel. Los guantes, buscando en la superficie reflectante, la atravesaron y llegaron a tierra desmenuzada; levanté fragmentos de la superficie que había roto y los sostuve frente a mí. No era hielo; más bien, sostenía un fragmento de una sustancia como el vidrio, marrón y menos que opaco, pero reconocible como vidrio. Había oído que un calor extremo, o una gran presión, puede convertir la arena común en vidrio sin la intervención humana, y sin duda aquélla era la explicación del fenómeno. Quizás esa placa de vidrio natural se había formado en el mismo impacto que había creado el cráter Traveller. ¡Estoy seguro de que aquella sustancia hubiese sido un acertijo fascinante para los hombres de ciencia —no menos, sospechaba, porque demostraba la similitud de minerales de la Tierra y la Luna pero me era de poca ayuda! ¿Habían sido los glaciares que Traveller y yo habíamos visto desde la órbita simples quimeras creadas por esos fragmentos de vidrio?

En un momento de furia y desilusión grité y arrojé el trozo de vidrio lejos de mí; recorrió muchas yardas, su giro no fue reducido por la atmósfera, reluciendo a su modo traicionero bajo la luz del Sol que se ponía. Y el suelo tembló una vez más bajo mis pies, como en simpatía; en esta ocasión el temblor fue potente, y las rocas corrieron por el suelo, como granos de arena sobre la piel de un tambor.

Me convertí en un ovillo mientras el paisaje se agitaba; esperé temiendo que alguna roca corriese lo suficientemente cerca para aplastarme, o bloquear la manguera de aire…

Al final el temblor cesó, pero fue seguido casi inmediatamente por los latidos de mi corazón, porque en la depresión dejada por una de las rocas vi el chispazo inconfundible del hielo.

Corrí hacia el trozo brillante, pero la luz del sol lo golpeó y el hielo se convirtió en vapor que escapó entre mis dedos.

Sin embargo, seguí feliz porque ahora mi camino estaba claro. El agua que pudiese quedar en la Luna debía estar en las cavernas más profundas o bajo las rocas… en todo caso lejos de la luz del Sol. Había varias rocas grandes al alcance de la manguera. Corrí hacia una de las mayores —una masa en forma cúbica como de cuatro pies de lado— y pasé algunos momentos pensando en cómo yo, un solo hombre, iba a levantar semejante monstruo. Consideré volver a la Faetón con la esperanza de improvisar una palanca; entonces recordé que después de todo estaba en la superficie de la Luna, cuya gravedad de un sexto me había prestado la fuerza de un equipo de navegantes. Así que me agaché y metí los dedos bajo la roca. Empujé, esperando que se levantase como si fuese una caja de cartón vacía; pero aunque se movió, lo hizo con tanta lentitud y con tanta pesadez —y después de muchos esfuerzos capaces de fundir el hielo— que no me quedó duda de su gran masa.