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Así aprendí con una demostración práctica la diferencia entre el Peso, que está controlado por la gravedad del planeta, y la inercia, que no lo está.

Pero es fácil imaginar mi desilusión cuando al final la roca viró para no revelar ni el rastro más pequeño de hielo. Allí me quedé, los pulmones luchando con el aire enrarecido que daban las mangueras, mirando incrédulo al suelo.

No quedaba otra cosa sino seguir hasta la siguiente roca y probar de nuevo; y cuando lo hice, para mi gran alegría, fui recompensado con la visión de una capa gruesa de hielo de unos cinco pies de ancho y varias pulgadas de profundidad. Protegiendo la preciosa sustancia con mi sombra, metí el hielo en la bolsa aislante, usando los guantes como pala, y me alejé con algunas libras de agua lunar.

Perdí el sentido del tiempo mientras trabajaba en la inmutable tarde lunar. Aparté roca tras roca, encontrando depósitos sustanciales de agua quizá bajo la mitad de ellas. Llené una y otra vez la bolsa, y volví varias veces a la Faetón, consiguiendo pronto tener bajo la sombra de la nave un montículo de hielo. Cada pocos minutos la tierra temblaba ominosamente; pero aprendí a ignorar esos pequeños movimientos. Cuando la bolsa estuvo más que medio llena, aunque el peso no me afectaba, su inercia, al pegar contra mi espalda, se convirtió en una incomodidad que me distraía.

En ese momento se produjo un temblor importante.

Era como si un gigante hubiese golpeado la superficie de la Luna. Caí al suelo. Tuve la presencia mental suficiente para cubrirme la placa frontal con los guantes; en caso contrario seguro que el vidrio hubiese estallado. Me quedé tendido durante largos segundos, atreviéndome apenas a levantar la vista, esperando caer en cualquier momento en un abismo lunar o quedar aplastado por una roca. ¡Y el selenomoto continuó en completo y mágico silencio!

Cuando sólo los ecos recorrían las rocas que tenia debajo, me puse cuidadosamente en pie. La manguera de aire, la bolsa de hielo, estaban a salvo; pero tenía el casco completamente empañado —tanto que apenas podía ver— y el filamento de Ruhmkorff estaba roto y ya no tenía uso. Lo abandoné para que fuese un detalle intrigante para algún futuro explorador. No estaba seguro de la hora —no había tenido la presencia de ánimo para llevar un reloj fuera del traje— y permanecí a unos pies del borde de la pequeña colina de la Faetón y miré alrededor. El paisaje parecía haber cambiado: el aspecto de la línea de colinas y la forma de las sombras que proyectaban no eran como los recordaba. Sin duda, me dije, se trataba simplemente de una ilusión de la puesta de sol; porque incluso en la Tierra, el aspecto de los accidentes naturales parece evolucionar a medida que muere la luz.

Vacilé algunos momentos más, desorientado, intentando sopesar en mi mente el beneficio de algunas libras más de hielo en la bolsa medio llena frente a los peligros desconocidos de aquel lugar extraño… cuando la decisión escapó de mis manos.

Otro temblor cruzó el paisaje. Dejé caer el hacha de hielo y me alejé tambaleándome de la colina de la Faetón. Después de unos pasos, llegué al límite de la manguera de aire y la cabeza se me fue hacia atrás. Conservé el equilibrio, manteniéndome con los brazos extendidos, y me volví para encararme con la Faetón… para presenciar una visión bastante asombrosa.

Alrededor de la colina se elevaban del suelo cilindros de roca. Había como doce, equidistantes alrededor de la forma de la colina, cada uno de una yarda de diámetro; se elevaban a la vez, varios pies por segundo. El suelo volvió a temblar y luché por mantenerme en pie, preguntándome por la energía necesaria para elevar tales masas con tanta rapidez. Pronto, la colina y la Faetón estaban encerradas entre pilares. Al crecer los pilares, se reducía su ritmo de elevación, hasta que se detuvieron a una altura de unos cien pies. Comprendí que sólo era por la gracia de Dios que el crecimiento de aquella flora mineral no hubiese cortado o roto las tuberías de aire.

El suelo se agitó como en respuesta a explosiones lejanas, y me giré para ver el resto del paisaje. Como flores de piedra, los pilares crecían alrededor de todas las colinas que salpicaban el valle roto; algunos de ellos, vi echando hacia atrás el casco empañado, se elevaban hasta alturas que superaban con creces el centenar de pies de los pilares de la Faetón: el mayor, quizá como a media milla de distancia, debía haber alcanzado el millar de pies. Los pilares eran tan suaves como si hubiesen sido tallados por el mejor artesano, pero no quedaba oculta su naturaleza mineral. Ese crecimiento explosivo por todo el valle, ejecutado en completo silencio, me recordaba irresistiblemente el crecimiento de la vida; quizá los pilares eran análogos a las plantas que moran en los climas desérticos y que crecen explosivamente ante la primera gota de lluvia. Pero me pregunté qué tipo de vida podría elevar montañas tan monstruosas y a tal velocidad.

Al fin los últimos pilares llegaron a su altura final; y por toda la planicie ahora trazada de sombras paralelas, la quietud sólo la rompía una suave lluvia de piedrecillas y polvo.

Me quedé quieto unos momentos, la sangre me martilleaba las sienes, preguntándome si seria seguro intentar regresar a la Faetón.

Entonces, mientras seguía vacilando, comenzó la segunda fase.

La colina mayor, de unos cincuenta pies de altura, fue la primera. Cantos pequeños y placas de roca estallaron todo alrededor del perímetro de la colina. El montículo se agitó visiblemente y los temblores recorrieron el suelo rocoso hasta mis pies; y tuve la impresión de que se trataba de un enorme animal que intentaba levantarse su prisión en el suelo.

Entonces, conmocionado, comprendí que aquella impresión era completamente correcta; porque toda la colina se elevaba del suelo lunar. Se elevó hacia el cielo en el interior del circulo de pilares. Permanecí anonadado, apenas capaz de creer lo que me decían mis sentidos. La «colina» se separó del suelo, y vi que su forma tenía un equivalente debajo, por lo que el conjunto era una lente simétrica de piedra; pero la parte de abajo de la lente estaba marcada y rota. Trozos de roca como puños saltaban de los bordes definidos de la lente, y rozaban los pilares de apoyo. Al subir, la lente aceleró, alcanzando velocidades que negaban sus miles de toneladas de masa. Pronto se elevaba muy por encima de mí, todavía recorriendo el círculo de mil pies de pilares.

Pero sólo había sido la precursora: pronto, por toda la planicie, los montículos se elevaban para revelar características formas lenticulares, y tuve razones para agradecer la falta de aire en la Luna, porque de haber habido aire para transmitir el sonido, el ruido de aquellos grandes surgimientos me hubiese destrozado inmediatamente los oídos.

Entonces sentí un tirón en la cabeza por la manguera de aire y caí hacia atrás. Giré rápidamente donde yacía y vi cómo la colina que todavía cargaba la Faetón se elevaba en los aires como sus primas.

Con la bolsa de hielo a la espalda, luché por ponerme en pie agarrándome con los guantes a las rocas. Estaba donde antes había estado el borde de la colina de la Faetón —ahora era el borde de un cráter bajo— y miré desesperado. El borde de la lente ya estaba a diez pies y aceleraba, llevándose con ella la nave y todas mis esperanzas. En unos segundos, las mangueras de aire llegarían a su extensión máxima. Quizás entonces me elevaría en el aire como una marioneta, con los pies colgando indefensos; o quizá la manguera se cortaría inmediatamente, esparciendo el precioso aire en el vacío lunar…