Traveller me escuchó sin comentarios. Luego dijo con voz neutra:
—Parece que la chica es también una francotiradora, Wickers. —Intenté protestar, asombrado, pero él continuó—:
¿Qué otra cosa podría ser si estaba tan unida a ese maldito Bourne? —aspiró—. Si tengo razón, no debería malgastar más simpatías con ella, Ned. Estaba donde había elegido estar. —Y diciendo esto, volvió a sus periódicos, dejándome devastado.
Pero, incluso en ese primer momento de impresión, percibí que lo que Traveller había sugerido era muy plausible. Los elementos de Françoise que Holden había notado, incluso yo lo había hecho —su fascinación con la ingeniería, su furiosa inmersión en la política— ocupaban su lugar bajo la hipótesis de Traveller como componentes de una personalidad mucho más compleja que la chica que yo había idealizado, y cuyo dulce rostro había proyectado sobre los océanos de la Tierra.
Quería maldecir a Traveller por colocarme tal idea en la cabeza; me maldije a mí mismo aún más por ser un tonto. Pero, sin embargo, no estaba seguro. Y el aspecto más irritante de la situación era que, con Françoise perdida en una Francia en guerra, posiblemente no pudiese llegar a conocer la verdad.
Con el corazón agitado, dirigí la atención a los periódicos. Leyendo con rapidez, Traveller y yo pudimos reconstruir la historia del conflicto europeo, según Londres, desde nuestra precipitada partida.
La guerra con los prusianos iba mal para Francia. Leyendo los relatos de angustiosas batallas luchadas y perdidas, apenas me era creíble que Francia, con su larga tradición militar, su orgullosa herencia y su ejército modelo, hubiese caído ante la agresión de Bismarck de forma tan cobarde. La estrategia francesa parecía que había consistido en líneas generales en los mariscales gemelos Bazaine y MacMahon buscándose mutuamente por todas las tierras de Francia así como en algunas posiciones defendibles, mientras perdían periódicamente pequeños encuentros con los prusianos.
En la época de nuestra partida forzada, Napoleón III había abandonado París hacia Chálons, mientras nombraba a Bazaine cabeza del Ejército del Rin. Unos días después, Bazaine, temiendo ser rodeado por los rápidos prusianos, se había retirado al oeste por el río Moselle. Pero cerca de Metz se encontró dos cuerpos de alemanes y finalmente había acabado rodeado. Mientras estábamos sentados cómodamente leyendo la historia, la fuerza de Bazaine todavía estaba atrapada en la ciudad de Metz, sitiada por doscientos mil soldados prusianos.
Vaya un papel para la mitad del Ejército francés. Del resto, el instinto de MacMahon le había indicado que permaneciese cerca de París y que ofreciese protección a la capital, pero la presión popular, producida por parisinos furiosos ante la violación de su preciosa patrie, le había impulsado a adoptar un curso más agresivo; y se había dirigido hacia Metz con la esperanza de unirse a Bazaine.
Los alemanes que rodeaban Metz, mandados por el astuto Moltke, habían dividido sus fuerzas. Bazaine se había quedado atrapado mientras que el resto de los prusianos se dirigía al encuentro de MacMahon. Las fuerzas de MacMahon, agotadas por la difícil marcha, habían sido rodeadas por los prusianos en Sedan. El propio MacMahon había resultado herido y la línea de mando francesa se había paralizado.
El Ejército estaba aniquilado. Los franceses permitieron que cien mil hombres y no menos de cuatrocientos cañones cayesen en manos prusianas.
El Segundo Imperio francés cayó en el caos. El mismo Napoleón III se había rendido a los prusianos, y en la capital había surgido el Gobierno de Defensa Nacional bajo el control del gobernador de París, general Trochu. Y mientras tanto, dos fuerzas prusianas avanzaban hacia París.
Cuando habíamos aterrizado en el campo de Kent, París, que sesenta años antes había sido la capital de la Europa de Bonaparte, se encontraba bajo el asalto prusiano. La única esperanza parecía ser Bazaine, pero seguía atrapado en Metz, y los rumores en Londres decían que se le agotaban los suministros. Mientras, los prusianos estaban evidentemente contentos como castañuelas, y se hablaba mucho de los planes del káiser Guillermo para recorrer en procesión las calles de París.
Dejé el último periódico con manos temblorosas.
—Buen Dios, Traveller. ¡Qué semanas tan asombrosas nos hemos perdido! Seguro que esta humillación a Francia quedará grabada en la mente de todos los franceses durante generaciones. Ya son un grupo bastante excitable, miré a Bourne como ejemplo. Está claro que sólo el estado de guerra puede existir entre los franceses y sus primos alemanes en el futuro.
—Quizá. —Traveller se recostó en la silla de baño, con las delgadas manos entrecruzadas sobre el albornoz que le cubría el vientre, y miró sin ver por las ventanas sucias de la granja. Con la luz del sol iluminando los mechones de pelo blanco que le salían de la cabeza, tenía un aspecto tan frágil y viejo como el que recordaba en aquel terrible momento cuando parecía que ni siquiera la Luna podría salvarnos—. Pero no es «el futuro» lo que me preocupa, Ned; es el aquí y ahora.
—¿Qué le preocupa, señor?
Con un rastro de su vieja irritación, me espetó:
—Piénselo, muchacho; se supone que es usted un diplomático. Los prusianos han derribado Francia. Está claro que ni siquiera el astuto zorro Bismarck había previsto ganancias tan asombrosas… y además de su objetivo principal.
—¿Qué es?
—¿No es evidente? —Me estudió cansado—. La unificación de Alemania, por supuesto. ¿Qué mejor forma de obligar y forzar a los estados alemanes a formar una unión política que enfrentarlos a un enemigo común? Y qué mejor que la Francia nada querida de Robespierre y Bonaparte. Predigo que veremos la proclamación de una nueva Alemania antes de que termine el año. Pero claro, será poco más que un Imperio prusiano algo mayor, porque si esos príncipes bávaros creen que Bismarck, con toda su pompa y triunfo, va a permitirles tener voto en los asuntos de la nueva entidad, se van a encontrar con una sorpresa.
Asentí pensativo.
—Así que el Equilibro de Poder está roto; ese equilibrio que ha perdurado desde el Congreso de Viena…
—Un equilibrio que Gran Bretaña ha luchado para preservar desde entonces. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Seamos francos, Ned. Al Gobierno británico no le importa un pepino si los prusianos arrasan Paris; porque los franceses, para las mentes británicas, están poseídos por los demonios gemelos de la revolución y el expansionismo militar. Y esos absurdos ataques de los francotiradores contra objetivos económicos británicos, como el viejo Príncipe Alberto, no son muy agradables.
»Pero el desarrollo de una nueva Alemania sería recibido con temor en Whitehall. Porque hace tiempo que uno de los objetivos de la política exterior británica es que no hubiese ningún poder dominante en la Europa central.
Fruncí el ceño, y me sorprendió el cinismo que demostraba ante las metas británicas… porque estaba claro que había que alabar el mantenimiento de un acuerdo pacífico.
—Dígame de qué tiene miedo, señor —dije directamente.
Los dedos huesudos tamborilearon con más fuerza.
—Ned, hasta ahora los británicos han permanecido fuera de esta maldita guerra de Bismarck; y muy bien. Pero ¿cuánto tiempo pasará antes de que los intereses británicos se vean amenazados por el surgimiento de Alemania y se vean forzados a intervenir?
Lo medité.
—Pero el Ejército británico, aunque sea el mejor del mundo, no está bien equipado para un conflicto largo en Europa central. Ni nunca lo ha estado. Y además, muchas de nuestras tropas y oficiales, están esparcidos por el mundo al servicio de Su Majestad en las colonias. Seguro que el señor Gladstone no nos implicaría en una aventura extranjera en la que no hay posibilidades de que tengamos éxito.