—Gladstone. El viejo Ojos Alegres[1] —rió sin humor—. Siempre he creído que Gladstone es un patán pomposo, y para nada está a la altura de Disraeli en astucia e inteligencia. Evidentemente, la reforma de 1867 hubiese sido un desastre para el país… ¿ Quién sabe qué daños hubiese podido causar? Se le hubiese negado a la industria su derecho a dar su opinión en los asuntos de estado… ¡quizá todavía tendríamos la absurda situación de Londres como capital! Qué idea tan ridícula. Así que quizás esté bien que Dizzy se retirase, magullado, de la política, para concentrarse en sus extrañas aventuras literarias… pero aun así, uno echa de menos el carisma de ese hombre.
»Pero quizá sea una bendición que en esta ocasión suframos a Ojos Alegres; porque, como ha dicho usted, él y su banda de cobardes whigs serán renuentes a implicarnos en una aventura absurda… Y si los rumores son ciertos, está más interesado en aventurarse en el Soho que en Sedan.
Reí a carcajadas por esa salida irrespetuosa.
Traveller siguió hablando.
—Así que puede que Gladstone no nos embarque en una guerra europea. Pero… tiene otras opciones.
—¿Qué quiere decir, sir Josiah?
Se inclinó hacia delante, con los brazos doblados sobre la mesa.
—Ned, recordará las experiencias de su hermano en la guerra de Crimea.
Por un momento, esas palabras tenebrosas, pronunciadas sepulcralmente en mitad de aquella brillante mañana campestre, no tuvieron sentido para mí; y luego, en un súbito instante, comprendí.
—Buen Dios, Traveller.
Estaba, por supuesto, sugiriendo que el Ejército británico volvería a emplear armas de antihielo; y en esta ocasión, no en una lejana península de extraño nombre en el sur de Rusia, sino en el mismo corazón de Europa.
Busqué en su rostro alguna señal de que mi interpretación era equivocada; pero todo lo que vi en aquellos rasgos largos y sombríos fue un miedo terrible, acompañado de una furia inmensa. Dijo:
—Las armas de antihielo podrían reducir el Ejército prusiano en minutos. Y Gladstone lo sabe. Está claro que Bismarck ha apostado a la falta de voluntad de los británicos para inmiscuirse en las disputas europeas… pero la presión sobre Gladstone para que use esa ventaja extraordinaria debe crecer día a día.
Vi cómo el miedo y la furia luchaban en los ojos de Traveller, y me imaginé a ese hombre brusco pero fundamentalmente amable obligado a trabajar de nuevo en armas de guerra. En un impulso le agarré la manga.
—Traveller, nos ha llevado a la Luna y nos ha traído de vuelta. Tiene una fortaleza inmensa; tengo plena confianza en que no permitirá que su genio se emplee de esa forma.
Pero el miedo permanecía; y Traveller agarró nuevamente los periódicos, como si buscase alguna chispa de esperanza en aquellas palabras gastadas.
Nuestro idilio no iba a durar más que unos minutos más allá del final de la conversación. El primer puño en pegar contra la puerta de los Lubbock fue el del alcalde de la ciudad más cercana —cuyo nombre ni siquiera conocíamos entonces— y, mientras estudiaba la complexión corpulenta y manchada de barro y la sonrisa vacía del caballero, comprendí, con un salto del corazón que me tomó por sorpresa, que realmente estaba en casa.
Nos sacaron de aquel rincón de Kent. Nos dieron poco tiempo para decirnos adiós; lo que quizás estuvo bien, porque sentía un vínculo sorprendentemente fuerte con mis compañeros de viaje. No iría tan lejos como para decir que sentía nostalgia de aquellas largas semanas atrapados en la Faetón, pero me sentía muy expuesto sin tener cerca a mis compañeros.
Traveller pronto se instaló en una posada agradable cerca del campo de los Lubbock, donde permanecía su preciada Faetón, y se entregó a llevar la nave a su laboratorio en Surrey. El fiel Pocket rogó por, y consiguió, unos días de permiso para visitar a sus queridos nietos y para garantizarles que seguía vivo; luego, como siempre, regresó al trabajo, sirviendo determinado y tranquilo las necesidades de su empleador.
Y en cuanto a Bourne, se le sacó de Kent sin ceremonia bajo arresto, y pronto desapareció en las complejidades de las leyes internacionales. La confusión del caso de sabotaje presentado por los británicos, la petición de extradición emitida por los belgas, y las protestas presentadas por el hostigado gobierno francés —sin mencionar las dificultades prácticas de comunicarse con esa entidad nebulosa— conspiraban entre sí para hacer que el desdichado Bourne sufriese una larga prisión incluso antes de llegar a juicio.
Holden, tan pronto como pudo, se dirigió a Manchester, insistiendo en que no revelásemos detalles de nuestra aventura a cualquier otro periodista. Era gracioso ver cómo su forma generosa. reducida al estado de un saco de patatas llevado sobre ruedas en una silla de baño, se llenaba de emoción a medida que el tamaño de la historia que debía contar —y los honorarios posteriores que ganaría— crecía en su mente de escritorzuelo. Era como si uno pudiese ver cómo le picaban los dedos.
Aun así, el relato de Holden, cuando apareció en la prensa de Manchester unos días después, estaba muy cerca de hacer justicia a la aventura. Leí la prosa bastante espeluznante y debo admitir algunos estremecimientos de terror cuando se dedicaba a evocar mi paseo por el vacío y (cómo la exageró) mi batalla con los monstruos de roca de la Luna. El artículo en el Manchester Guardian estaba muy bien ilustrado por litografías de diversas escenas del relato, y estaba encabezado por una reproducción de la famosa fotografía que Holden había tomado del desafortunado modelo del crucero de Brunel y de mí mismo.
Mi única desilusión fue con el poco compasivo retrato que Holden hacía de Traveller. El periodista se centraba demasiado en las simpatías casi anarquistas de Traveller en una forma que produjo comentarios adversos sobre el ingeniero, incluso en aquel momento de mayor fama. Yo aproveché la oportunidad de leer más ampliamente a los diversos pensadores anarquistas, olvidándome de los locos insurreccionistas como Bakunin, y concentrándome en los pensadores más profundos como Proudhon, que declaraba que el deseo de propiedad y poder político servía sólo para estimular el elemento violento e irracional del ser humano.
Evidentemente, pensé, la situación actual en Europa es prueba suficiente de la tesis de Proudhon, y lamenté la deslealtad de Holden.
En todo caso, gracias al relato de Holden, me hice famoso durante un tiempo.
Regresé a la comodidad de la casa de mis padres en Sussex; mi familia estaba excesivamente feliz de verme entero y con buena salud. Sufrí una emotiva reunión con mi hermano Hedley; el rostro lleno de cicatrices se doblaba de placer mientras yo describía a Josiah Traveller, quien se había convertido en algo cercano a una fascinacion para Hedley desde su encuentro unilateral en Crimea, Mis amigos de Londres, varios de los cuales me visitaron, me animaron a realizar una reentrada dramática en sociedad, con todo lo posible para capitalizar mi situación heroica. Miré sus caras, que me parecían asombrosamente jóvenes y alegres, y decliné las invitaciones -no por un poco característico ataque de modestia, en serio, porque hubiese disfrutado mucho de la atención admirada de las bellezas de la temporada mientras yo describía lo terrible de mi aventura, sino por una persistente sensación de aislamiento-. Y además, mis sentimientos confusos hacia Françoise eran en mi interior una tormenta que no amainaba.
Daba largos y solitarios paseos por los bosques cercanos a la casa de mis padres, explorando esos extraños sentimientos. Era casi como si habiéndome limpiado el polvo de la Tierra de las botas, me sintiese incapaz de volver con todo el corazón a la sociedad humana. Y descubrí que echaba de menos más y más la compañía de mis compañeros de antaño.