—Y debería hacerlo —dije.
Pocket se detuvo y miró directamente al frente.
—Bien —siguió hablando en voz más baja—, sólo espero que se le permita poner en práctica esas ideas.
Sorprendido por el tono, me volví para ver a dónde miraba.
Frente a la puerta vi la figura familiar de Traveller, con su chistera tan incongruente y desafiante sobre la cabeza. Vi que estaba despidiéndose de su anterior visitante. El otro hombre, que ahora subía al carruaje, era de hombros anchos, de unos sesenta años, y su rostro me resultaba insistentemente familiar; estudié el pelo gris que recorría la cabeza, las grandes patillas blancas, los ojos bastante inanimados, la boca doblada y austera colocada sobre una cara como la luna…
—Buen Dios —le susurré a Pocket—. ¡Es el mismísimo Gladstone!
El primer ministro se despidió de Traveller; con un movimiento del látigo del conductor el carruaje se puso en marcha. Traveller recorrió lentamente un costado de la casa, estudiando ausente la hiedra que crecía sobre los ladrillos. Me hubiese acercado a él, pero Pocket me agarró la manga con firmeza, indicándome que no; y esperamos a que sir Josiah nos alcanzase a su ritmo.
Finalmente estuvo frente a nosotros. Enderezó los hombros, se colocó el sombrero con más corrección en el centro del cráneo, y se puso las manos en la espalda; la nariz de platino lanzaba destellos bajo la débil luz solar de noviembre.
—Bien, Ned —dijo, con una voz tan débil como el sol—. Le oí llegar. Me disculpo por mi… preocupación.
Le pregunté sin preámbulos:
—Ése era el primer ministro, ¿no?
—Debe abandonar su hábito de afirmar lo evidente, Ned —me reprochó; pero su tono era de distracción.
—He oído lo de la caída de Bazaine, en Metz.
—Sí. —Me miró cuidadosamente—. Eso salía en los periódicos. Pero también tengo noticias del Príncipe Alberto.
De pronto se me llenó la cabeza con imágenes de Françoise; y grité:
—¿Qué noticias? Cuéntemelas.
—Ned… —Me agarró el brazo—. El Príncipe Alberto ha sido convertido en vehículo de guerra. Los saboteadores franceses, los… —Buscó la palabra.
—Los francotiradores.
—Lo controlan, han instalado un cañón, y lo han convertido en un gigantesco castillo móvil. Y lo llevan hacia Paris, donde planean enfrentarse a los prusianos que sitian la ciudad. Ned, es una locura. El Príncipe Alberto es una nave de pasajeros, no un buque de guerra. Un disparo de cañón certero y estaría acabado para…
Las imágenes conjuradas por esas palabras eran tan fantásticas que me resultó casi imposible comprender la cadena de razonamiento.
—¿Y los pasajeros? ¿Qué hay de ellos?
—Nada.
Hablé con algo de crueldad:
—¿Y qué importancia tiene todo esto? El primer ministro de Gran Bretaña no hace visitas en persona para dar noticias, por muy dramáticas que sean, sir Josiah.
—No, claro que no. —Apartó los ojos de los míos, y adoptó el aspecto tenso y acorralado que había visto en la granja de Lubbock—. Las noticias sobre el Príncipe Alberto eran la forma en que Ojos Alegres pretendía ganarse mi simpatía. Creo que esperaba relacionar, en mi mente, la guerra europea con mis propios esfuerzos.
»El Gobierno ha llegado al momento de la decisión. Metz ya ha caído; pero París aguanta, contra toda razón, incluso al coste de matar de hambre a sus propios ciudadanos. Mientras tanto, los prusianos se sienten más grandiosos y belicosos. Hay pocas expectativas de un acuerdo justo en esta guerra; y el gobierno lamenta bastante que los europeos ya no puedan luchar una guerra como caballeros, terminándola según las reglas. —Negó con la cabeza—. Gladstone dice que Europa podría caer en un caos terminal durante una generación, si Gran Bretaña no interviene. Eso dice él, pero por supuesto no cree tal cosa. Como es habitual, Gran Bretaña persigue sus propios fines, y Gladstone diría cualquier cosa para ganarse mi cooperación. Pero… pero, ¿y si hay algo de verdad en lo que dice? ¿Qué derecho tengo a resistirme a la marea de la historia? —Se llevó la mano a la frente, echando atrás el sombrero, y agitó la cabeza.
Le agarré el brazo.
—Sir Josiah, ¿le ha pedido que vuelva a crear las armas de antihielo de la campaña de Crimea?
—No. No, Ned; quieren armas nuevas… Tienen ideas que ni creería. ¿Cómo pueden seres humanos, hombres como usted y yo, caminar por ahí con la cabeza llena con esos pensamientos?… Y dicen que si no coopero retirarán sus inversiones —rió con amargura—. Que ya eran bastante precarias. Me echarán de mi hogar, destruirán mi acceso al antihielo; y se preparará un equipo de hombres menores para que hagan el trabajo en mi lugar.
Miré fijamente a su rostro largo y torturado, y recordé el análisis de Holden sobre la falta de perspicacia económica de aquel hombre. ¿Era aquél el talón de Aquiles del gran ingeniero, el defecto que provocaría finalmente la ruina de su trabajo… al igual que había destruido, al final, los planes de su héroe Brunel?
Esperaba que Traveller no aceptase los planes obscenos del Gobierno, pero tenía la incertidumbre en el rostro, y lo que dijo a continuación me desalentó.
—Gladstone es un tonto y un tenorio, sin duda; pero también es un político, Ned; ¡y ha plantado una duda en mi mente! Porque si construyo esos dispositivos, quizá realmente pueda hacerlos, digamos, «científicos» en su eficacia. Pero si hombres menores empiezan a jugar con ellos podríamos enfrentarnos a desastres a una escala jamás vista. —El rostro era sincero y estaba lleno de dolor—. Dígame, Ned. ¿Qué debo hacer?… Me temo que tengo que cooperar con ellos, por temor a la alternativa…
—En el nombre de Dios, Traveller, ¿qué quieren que construya?
Dejó caer la cabeza como si estuviese avergonzado.
—Naves de cohetes. Como versiones más pequeñas de la Faetón. Pero no las conduciría un piloto humano; en su lugar, una adaptación de mi mesa de navegación, con su sistema de guía giroscópico, serviría para dirigir el cohete hasta el punto de aterrizaje.
Estaba perplejo.
—¿Pero qué propósito tendría esa Faetón no tripulada? ¿Qué saldría de ella después de aterrizar? —me pregunte vagamente si llevaría munición o comida para los parisinos sitiados, pero Traveller movía la cabeza.
—No, Ned; no lo entiende. Y no se lo reprocho, porque se necesita una imaginación de una maldad especial.
»La nave de cohetes no aterriza. Se le permite que choque contra el suelo, al igual que un proyectil de artillería. Al hacerlo, estalla un Dewar de antihielo; el antihielo se extiende al calor de la tierra, y se produce una explosión monstruosa.
Extendió los brazos y giró como si estuviese borracho.
—Tiene que admitir que la idea tiene cierta grandeza —dijo—. Desde mi propio jardín, aquí mismo, podría lanzar un proyectil que cruzaría el Canal, hasta París, y caería sobre los orgullosos prusianos como un martillo…
—¡No!
Traveller y Pocket me miraron.
Miles de emociones recorrían mi pobre corazón. Las imágenes conflictivas de Françoise luchaban en mi interior: el dulce rostro que se había convertido, durante nuestro peligroso viaje alrededor de la Luna, en un talismán para mi, un símbolo de esperanza y futuro, al que regresaría; pero por debajo, en el espacio subyacente del dulce rostro, se encontraba el espectro del francotirador, un tótem de todos aquellos que desencadenarían la guerra y la muerte sobre el cuenco frágil de la Tierra que había observado desde el aire.
¡Cómo reproducía mi mente esas percepciones! ¡Y cómo me había alejado del muchacho simple que había subido a la Faetón apenas tres meses antes!