»Bien, el viejo Ojos Alegres ha dejado bien claro que esos proyectiles cohete se fabricarán con o sin mi participación. Ahora usted me ha obligado a pensar en ello. Si hay que volver a usar el antihielo como arma de guerra, quizá debería presenciar las consecuencias de mis propios actos, en lugar de leer algún reportaje inexacto en el Guardian tres días más tarde.
»Ned, estoy decidido. Vayamos a buscar a su preciosa dama; ¡vayamos a París, la Reina de las Ciudades!
Volví a buscar en su rostro. No había señales de engaño o mentira; de hecho, me recordaba el entusiasmo impulsivo que había conseguido despertar en él en aquellos últimos minutos de nuestra aproximación a la Luna. Y, por tanto, al fin asentí.
Traveller dio una palmada.
—Le he dicho a Pocket que se refugie en la casa, así que estamos listos para despegar. Ahora, Ned, si me deja libre el asiento… suelte las palancas con la mayor lentitud posible…
Y de esa forma, en unos minutos, el ruido de los cohetes se convirtió en un rugido; la cubierta de lona se abrió y cayó a los lados, y la Faetón se elevó sobre los campos de Surrey.
Traveller, con habilidad y gracia, voló hasta una altura de media milla por encima del suelo. Inclinó los motores, explicándome que al hacerlo los cohetes no sólo podían mantener el peso de la nave en el aire, sino, además, producir una aceleración lateral significativa.
Y así nos dirigimos a toda velocidad hacia el sur.
Yo mantenía la cara pegada a las ventanas. A semejante altura, la tierra, cuando no estaba tapada por las nubes, adoptaba el aspecto de un dibujo infantil con casitas, árboles y ríos bellamente detallados. Fue todo un impacto empezar abruptamente a volar por encima de las aguas gris metálicas del Canal.
Después de una hora llegamos a la costa francesa. Debajo de nosotros se extendía como un diagrama una ciudad portuaria, y Traveller comparó la imagen del periscopio con un mapa que tenía extendido sobre el pecho. Al final asintió satisfecho.
—¡Hemos llegado a Le Havre! ¡Ahora sólo hay un pequeño salto hasta París!
Imaginé a los simples pescadores que teníamos debajo levantando la vista y preguntándose qué era aquel monstruo rugiente que cruzaba el cielo escupiendo fuego.
Ahora nuestro guía era el Sena; seguimos corriente arriba su curso plateado por Normandía. El humo salía en espirales de las casas de campo y las granjas dispersas y, bajo la influencia de los vientos predominantes, corría como plumas hacia el este. Desde aquella perspectiva divina, no había señales de guerra.
En cierto momento volamos por encima de Rouen —las viejas calles parecían como un laberinto infantil y recordé que fue allí donde los ingleses quemaron a la Doncella de Orléans. Me pregunté qué hubiese pensado la gran guerrera de nuestro barco aéreo de aluminio. ¿Hubiese creído que era otra visión de Dios?
Finalmente, como a las dos de la tarde, llegamos a las afueras de París.
Desde el aire París es un óvalo desigual por el que corta el Sena de este a oeste. Con el periscopio podíamos ver con claridad las islas que se encuentran en el corazón de la ciudad, y estudiamos el techo elegante de la Catedral de Nôtre Dame todavía sin tocar por la artillería prusiana que había estado rodeando la ciudad. justo al norte de las aguas podíamos distinguir la Rue de Rivoli, que va paralela al río. Siguiendo la calle hasta el oeste encontré los Campos Elíseos, y me quedé perplejo por algunos árboles caídos sobre la carretera: parecían cerillas tiradas. Me pregunté si hablan sido derribados por la artillería alemana, pero Traveller sugirió que la gran avenida estaba siendo cortada para suplir de combustible a los ciudadanos de la ciudad sitiada.
Alrededor del cuerpo marrón gris abierto en canal de la ciudad se encontraban las fortificaciones defensivas principales: seguimos veinte millas de muros desde el Bois de Boulogne en el oeste hasta el Bois de Vincennes en el este. Y en el campo, más allá de los muros, podíamos ver claramente los campamentos del Ejército prusiano. Las tiendas de oficiales eran como pañuelos esparcidos por los bosques y campos; y —cuando bajamos un poco más— pudimos distinguir los fosos donde se refugiaban las piezas de artillería; cientos de ellas, todas con sus morros siniestros apuntando a los indefensos ciudadanos de París. E incluso pudimos ver los chillones uniformes rojo, azul y plata de los mismísimos soldados prusianos.
Mientras miraba las caras levantadas y sorprendidas de aquellos alemanes Conquistadores, se me ocurrió que me resultaría muy fácil arrojar, digamos, un Dewar lleno de antihielo entre ellos… con efectos muy devastadores. Los Prusianos no podrían responder con nada; podríamos elevarnos con facilidad más allá del alcance de sus proyectiles, incluso si pudiesen apuntar a un objeto que flotaba en el aire.
Me estremecí, preguntándome si había tenido una visión de alguna guerra futura.
Vimos fascinados, elevándonos sobre la masa marrón de la ciudad, la enorme forma pesada de un globo de aire caliente. La prensa de Manchester había estado llena de los valientes intentos de los parisinos por comunicarse con el resto de Francia por medio de tales artilugios, y por la medida aún más desesperada de las palomas mensajeras; pero, aun así, la visión era sobrecogedora. El torpe vehículo parecía una sábana hecha a trozos por su multitud de colores y fragmentos desiguales, y se sacudía incierto en los vientos enérgicos del oeste que soplaban sobre los tejados de la ciudad, pero hacia el este navegó con algo parecido a la gracia, atravesando los muros de la ciudad en unos minutos.
Buscamos en el horizonte con el telescopio de Traveller…
pero no había ni rastro del Príncipe Alberto.
Traveller frunció el ceño.
—Bien, Ned, ¿ahora qué?
Moví la cabeza, desconcertado y desilusionado; la escala del drama marcial que teníamos debajo era tan grande, que mis sueños impulsivos de que un hombre podría alterar el curso de los acontecimientos en desarrollo, incluso armado con una herramienta como la Faetón, parecían tonta fantasía.
—No sé qué podemos hacer aquí ——dije finalmente—. Pero creo que todavía me gustaría mucho encontrar a Françoise.
Traveller levantó la barbilla.
—Entonces debemos obtener más información sobre el paradero del Príncipe Alberto.
—¿Aterrizamos en la ciudad?
Estudió durante un momento el mapa que tenía sobre el pecho.
—Me resisto a hacer algo así. No tenemos forma de advertir a los ciudadanos de nuestra aproximación, o de asegurarnos que el área esté despejada… es más, dado el actual estado excitable de los parisinos, el aterrizaje atraería a grandes multitudes, que se podrían poner en el camino de los chorros.
»No, Ned; no puedo recomendar aterrizar en la ciudad. Pero tengo una propuesta alternativa.
—¿Cuál es?
—Sigamos al piloto del globo. Cuando descienda, podremos aterrizar con seguridad y acercarnos a él.
Me lo pensé. Me sentía reacio a malgastar horas persiguiendo lentamente aquella nave primitiva. Pero por otro lado, el piloto del globo tendría una visión más amplia de la situación que el parisino medio, porque en caso contrario no le hubiesen ayudado a escapar. Unos momentos de charla con ese tipo intrépido podrían reemplazar horas de recorrer la muchedumbre de París.
—Muy bien —le dije a Traveller—. Sigamos a ese valiente piloto, y esperemos que pueda ayudarnos.
Al este de París se encuentra la región francesa de Champagne; y fue allí, a unas veinte millas de los muros de la ciudad, donde los vientos del oeste depositaron el globo. Entre pequeños viñedos, la nave desinflada estaba tendida como un estanque de colores, perfectamente visible desde el aire.
Traveller depositó la Faetón a un cuarto de milla al norte. Antes de que se enfriasen las toberas desenredamos una escalera de cuerda y bajamos a tierra. Era al final de la tarde y nos quedamos quietos unos minutos, parpadeando hacia el cielo cubierto de nubes. La Faetón, habiendo llegado en su habitual estilo espectacular, estaba situada en el centro de un disco de vides quemadas y cortadas, ¡esas plantas no volverían a dar frutos! Y más allá de la región quemada había un joven vestido con un guardapolvo que nos miraba fijamente; incluso desde allí podíamos ver que tenía la boca abierta.