El calor era asombroso.
Largos minutos después el vendaval amainó, y me puse en pie, vacilante. Hombres, quemados y llorosos, armas, los restos de las tiendas, caballos aterrados, todo estaba esparcido sobre el suelo como los juguetes de un niño gigante caprichoso. Padre, en menos de un cuarto de hora nuestro campamento había quedado más devastado de lo que hasta ese momento habían podido hacer los rusos, la Dama Cólera, y los generales enero y febrero.
Mientras tanto, sobre Sebastopol, se elevó en el aire una nube con la forma de un martillo negro.
A mi lado había un compañero gimiendo, con los ojos convertidos en charcos líquidos, horrible como los ojos de una trucha cocida. Durante los siguientes minutos estuve a su lado y le agarré la mano, ofreciéndole silencioso el poco alivio que podía. Luego se acercó un oficial —tenía el uniforme quemado e irreconocible, pero todavía llevaba al cinto los restos de una espada— y lo llamé.
—¿Qué nos han hecho, señor? ¿Es ésta alguna nueva arma diabólica de los cosacos?
Se detuvo y me miró. Era un joven, pero aquella luz infernal había grabado las líneas de la vejez en su cara; y dijo:
—No, muchacho, los cosacos no; fue cosa nuestra.
Al principio no pude entenderle, pero señaló a la nube dispersa sobre Sebastopol, y comprendí la asombrosa verdad: el único proyectil del ingeniero, al chocar con Sebastopol, había provocado una explosión de tal severidad que incluso nosotros —a tres millas de distancia— habíamos quedado incapacitados.
Estaba claro que se había subestimado el poder del nuevo proyectil; porque en caso contrario nos hubiesen confinado a trincheras y cubiertas.
Lentamente fui consciente de que los cañones rusos, un coro constante desde mi llegada a la península, se habían callado por fin. ¿Habíamos logrado el objetivo principal? ¿Había sido destruida Sebastopol con aquel único golpe devastador?
Algo de alegría, de victoria, recorrió mis venas; pero mi propio dolor, la devastación que me rodeaba, y la nube terrible sobre Sebastopol se aliaron rápidamente para reducirla; y de los que estaban de pie a mi alrededor no oí ninguna palabra de alegría.
Sólo eran las siete y media.
Los oficiales nos organizaron con rapidez. Los que estaban razonablemente en condiciones —lo que me incluía a mí, padre, una vez que mi pobre mano fue curada, vendada y envuelta en una gruesa manopla— fueron asignados a ayudar a los demás. Volvimos a montar las tiendas y volvimos a darle al campamento un aspecto similar al de una operación militar británica.
Luego empezó a formarse la fila de carros hospitales.
Así que estuvimos ocupados hasta el mediodía, para cuando el sol estaba en lo más alto. Me senté a la sombra, con el sudor salado corriéndome por las heridas, y comí carne en conserva y bebí agua con los labios rotos.
Aunque las nubes tormentosas se habían dispersado, todavía no se oían los cañones rusos de Sebastopol.
Como a las dos de la tarde nos ordenaron formar para el asalto final. Pero, padre, iba a ser un asalto muy extraño: llevábamos los Minie y munición, sí; pero también llevábamos palas para trincheras, picos y otras herramientas, y cargarnos los carros con todas las mantas, vendas, medicamentos y agua que pudimos conseguir.
Y así nos pusimos en marcha para atravesar las últimas tres millas hacia Sebastopol.
Nos llevó dos horas, supongo. Después de diez meses de bombardeo de artillería y guerra de asalto el suelo era un mar de barro seco y requemado; me caía continuamente en los cráteres de bombas, y al poco tiempo estábamos empapados de agua apestosa y salobre. Y por todas partes me encontraba los restos de la guerra: cajas de bombas abiertas, equipos abandonados, los restos de piezas de artillería… y uno o dos adornos más desagradables que, por respeto, padre, omito describir.
Pero al final llegamos a Sebastopol; y durante unos minutos me quedé en una subida mirando la ciudad.
Padre, recordará mi anterior descripción de esa ciudad cuando estaba intacta tras sus muros, que habían estado repletos de armas. Bien, ahora era como si una gran bota hubiese caído… no puedo pensar en ninguna otra descripción. Había un cráter de un cuarto de milla de ancho instalado en el centro de la ciudad, cerca de los puertos; y podía ver cómo la tierra abierta seguía emitiendo vapor, las rocas y la escoria ardiendo al rojo vivo. Y alrededor del cráter había un gran círculo en el que las casas y los edificios habían sido arrasados por completo; se podían ver los perfiles de los cimientos, como si uno mirase el plano arquitectónico de un gigante… aunque aquí y allá una chimenea o un trozo de pared, completamente negras, seguían manteniendo desafiantes la vertical. Más allá de la región de devastación parecía que los edificios se habían conservado mayoritariamente intactos… pero las ventanas y la pizarra de los tejados habían desaparecido. En varias zonas de la ciudad vimos grandes fuegos, ardiendo aparentemente sin control.
Ahora los sólidos muros de la ciudad eran líneas de escombros arrojadas hacia fuera por la explosión; los cañones de las piezas de artillería apuntaban al azar hacía el cielo. Y los reductos estaban destrozados; cuerpos con uniformes rusos colgaban de los restos de los cañones.
Más allá de ese paisaje infernal la bahía relucía de azul, bastante impasible; pero los cadáveres de varios barcos iban a la deriva en el agua, con los mástiles rotos.
Durante varios minutos miramos boquiabiertos. Luego el capitán dijo:
—Vamos, muchachos; tenemos que cumplir con nuestro deber.
Formamos una vez más. Sonaron una corneta y un tambor, sonidos enardecedores muy fuera de lugar, y cruzamos las ruinas de las murallas.
Así que al final, como a las cuatro de la tarde, el Ejército británico entró en Sebastopol.
Al principio llevábamos las armas listas para la batalla y nos movíamos en perfecto orden militar, reconociendo el terreno y con vigías; pero el único sonido era el crujido del vidrio y los materiales de construcción bajo las botas, y era como si caminásemos por la superficie de la Luna. Incluso en las afueras de la ciudad los edificios estaban uniformemente quemados y ennegrecidos, y recordé el terrible calor que había consumido el corazón de Sebastopol. Llegamos a una casa que parecía como si la hubiesen abierto de un tajo, por lo que podíamos ver los muebles y elementos decorativos de los desafortunados ocupantes. Vehículos destrozados salpicaban las calles, caballos muertos o heridos todavía atrapados en sus arneses.
Y la gente:
Padre, yacían allí donde habían caído, hombres, mujeres y niños por igual, los cuerpos retorcidos y arrojados como muñecos, las ropas rusas rotas, manchadas de sangre y quemadas. De alguna forma la posición de aquellos cadáveres desafortunados hacía que pareciesen menos que humanos, y yo sólo sentía un entumecimiento enfermizo.
Luego nos encontramos con nuestro primer ruso vivo.
Salió tambaleándose de una puerta que ya no llevaba a ningún sitio. Era un soldado —un oficial, por lo que pude ver— y a mi alrededor pude oír a los muchachos murmurando y manoseándose los brazos. Pero el pobre tipo había perdido la gorra, no llevaba armas de ningún tipo y, con un pie colgando tras él, se las arreglaba para caminar sosteniéndose sobre una muleta improvisada con un trozo de madera. El capitán nos ordenó que nos echásemos las armas al hombro. El tipo empezó a hablar en esa lengua gutural de ellos, y gradualmente el capitán dedujo que había varias personas, quizás una docena, atrapadas en las ruinas de la escuela, a un centenar de yardas de allí.
A un grupo de soldados se les dio palas y herramientas y se les envió con los rusos.