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Pero la expresión de Traveller era sombría; inspeccionaba por el periscopio los daños sufridos por la nave.

Todavía estaban en pie cinco de las seis chimeneas, aunque la orgullosa pintura roja estaba raspada y manchada de barro. Donde había estado la sexta sólo había una herida negra y abierta que llevaba, como la boca de un cadáver, al interior de la nave. Mirando hacía la herida, y recordando los detalles del terrible día de agosto del lanzamiento de la nave, la sangre me vino a la cabeza con un susurro casi audible.

El resto de los daños parecían más superficiales. La pasarela cubierta de cristal que había adornado los laterales de la nave había sido reemplazada por escaleras de cuerda, por la velocidad de retirada en caso de ataque, suponía yo. En el casco se habían practicado miles de ranuras a intervalos irregulares. Por esas ranuras podía ver, no la elegancia de los salones o el delicado hierro forjado que había caracterizado la austera elegancia de la nave, sino los feos morros de pequeñas piezas de artillería.

Realmente el crucero terrestre había sido transformado en una máquina de guerra.

La furia de Traveller era profunda y amarga.

—Ned, si los prusianos hubiesen comprendido lo frágil que es realmente el Príncipe Alberto, nunca hubiesen permitido que se adentrase tanto en territorio francés.

—Pero puede ver que es un icono, un punto de reunión para ese ejército francés.

—Es un símbolo, pero no puede ser nada más. Ned, es más probable que guíe a esos muchachos a una muerte temprana que a una victoria.

Fruncí el ceño y me volví hacia la ventana que daba al este.

—Entonces será mejor que bajemos sin más retraso, sir Josiah, porque… ¡Mire!

. En el horizonte, bajo el brillo de la Pequeña Luna, había una línea de plata centelleante, de guerreras azul oscuro, de las aberturas levantadas de las piezas de artillería, del movimiento nervioso de los caballos: eran las tropas prusianas que venían de Orléans, situadas en orden de batalla.

La guerra estaba como a medía hora de distancia.

El estanque ornamental del Príncipe Alberto había sido tapado con tablas, y el jardín había quedado reducido a un montón de barro puntuado por los muñones de los árboles talados. Toda la cubierta superior estaba ocupada por piezas de artillería y soldados; aquellas tropas variadas iban desde oficiales de húsares, con sus elegantes gorros negros de lana de cordero, hasta civiles —tanto hombres como mujeres— con los restos rotos de buenas ropas. Al verlos, mi corazón dio un salto de alegría; si personas tan nobles habían permanecido con la nave desde su fatídico lanzamiento, quizás había realmente una posibilidad de encontrar a Françoise todavía con vida.

Traveller mantuvo la Faetón quieta durante un momento, hasta que quedó clara su intención; y uno de los oficiales de húsares comenzó a despejar una zona de aterrizaje.

La Faetón se posó con tanta suavidad como un huevo. Sin esperar a que las toberas se enfriasen, abrí las escotillas, bajé la escalera de cuerda y salté a cubierta.

Me cogió por sorpresa la intensa luz del sol (ya eran más de las ocho y media). Al ir desvaneciéndose el ruido de los motores, los ocupantes de la Cubierta de Paseo, soldados y civiles por igual, empezaron a acercársenos. Cada uno llevaba un rifle; ¡incluso, me sorprendí al verlo, una de las mujeres! Aquella persona extraordinaria llevaba los restos de un vestido de seda similar al que había llevado Françoise el día del lanzamiento; pero el vestido estaba roto y manchado de sangre, dejando al descubierto zonas de ropa interior, lo que, en circunstancias menos terribles, hubiese parecido indiscreto. Tenía el rostro oscurecido por la suciedad, sostenía un Chassepot frente a ella, con el cañón apuntándome, y con iguales muestras de competencia y control que sus compañeros masculinos.

De la multitud recelosa salió el oficial que había despejado la zona. Era un hombre alto de unos treinta años que llevaba la guerrera marrón y la banda de su regimiento, y sus feroces ojos marrones y bigote delgado, enmarcados por la banda de latón del gorro, indicaban fuerza, inteligencia y competencia. Pero tenía grandes ojeras, y el rostro cubierto con una barba de varios días. Se presentó como capitán de Húsares y nos preguntó nuestras intenciones; pero, antes de que pudiésemos contestar, un rugido apagado vino desde el horizonte oriental.

El húsar se arrojó al suelo mientras caía; Traveller y yo fuimos más lentos. Traveller susurró.

—La artillería prusiana.

—¿Qué? ¿Tan cerca estamos?

—Sin duda. Espere a que encuentre el ángulo y… Un silbido abrió el aire, a mi izquierda; un proyectil cayó a tierra a cierta distancia del mar de tropas francesas y explotó inocuo, provocando grandes vítores en la multitud del Príncipe Alberto.

Pero estuvieron menos dispuestos a vitorear cuando un segundo proyectil cayó a más o menos un cuarto de milla tras la nave, esparciendo soldados como bolos. La cubierta se agitó y ante mis ojos horrorizados un gran chorro de tierra de color rojo se elevó en el aire. La mezcla de tierra y carne humana era tal que parecía como si la Tierra misma estuviese herida.

—Traveller, ¿es esto la guerra?

—Me temo que sí, muchacho.

El oficial húsar se volvió hacia nosotros y dijo en un francés rápido:

—Caballero, ya ven que nos han encontrado; si no quieren que vuelen su bonito juguete les sugiero que vuelen a un lugar más tranquilo.

Le agarré el brazo.

—¡Espere! Estamos buscando a una pasajera de esta nave; quedó atrapada aquí cuando…

Pero el capitán apartó mi mano con furiosa impaciencia y corrió hacia sus tropas.

Me volví hacia Traveller.

—Debo encontrarla.

—Ned, no tenemos sino minutos. Un buen tiro de esos prusianos…

Le agarré los hombros desesperado.

—Hemos llegado tan lejos. ¿Me esperará?

Me apartó.

—No malgastes el tiempo, muchacho.

Vagué por la cubierta como en una pesadilla. En mi interior, no podía aceptar ninguna imagen de Françoise sino la de una pasajera atrapada, una víctima. Y, por tanto, busqué en lugares donde pudiese refugiarse, o donde estuviese encerrada. Miré por escaleras que daban al interior de la nave; pero donde una vez había habido champán y brillantes conversaciones habían llenado el aire, ahora sólo me recordaba el interior de un acorazado de Nelson. Las piezas de artillería sobresalían como hocicos de perro por los agujeros en el casco, y por todas partes estaba el olor de la cordita, los vapores del formaldehído y los montones de vendas de un hospital de campaña improvisado. Encontré el Gran Salón, o lo que quedaba de él; por donde una vez había pasado la chimenea oculta por la decoración ahora sólo había un hueco grande y obsceno, y el interior del salón estaba uniformemente ennegrecido y destrozado. Pero hombres y mujeres se movían decididos por él, atendiendo a las armas. Los paneles elegantemente pintados, rotos y quemados, miraban con exquisita incongruencia a escenas que sus pintores seguramente nunca habían anticipado.

Pero no había ni rastro de Françoise. Mi tensión y ansiedad se acercaban al punto de ruptura. Volví a la Cubierta de Paseo. A mi alrededor sólo había gritos. Mirando por encima de la cubierta hasta los campos, podía ver que las andrajosas formaciones francesas ya intercambiaban tiros con sus oponentes prusianos. Los proyectiles seguían silbando, pegando sobre la tierra manchada de la sangre de los franceses. Los cañones del Príncipe Alberto también habían empezado a hablar; y cada vez que disparaba un proyectil, toda la frágil estructura del crucero se movía y agitaba.