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Traveller volvió la terrible máscara de su rostro hacia mí.

—¿Estás bien?

—Sí. Yo… Françoise es una francotiradora.

—Ned, ahora está muerta con toda seguridad. Pero eligió su propio camino… Al igual que debo hacerlo yo —añadió siniestro.

Mire fuera del domo de vidrio. Las infanterías francesas y prusianas se atacaban mutuamente. Debajo de nosotros había un cuenco de polvo, sangre y miles de pequeñas explosiones: era un campo de batalla del que misteriosamente estábamos tan alejados que los gritos de los heridos y el olor de la sangre no podían alcanzarnos.

Traveller señaló hacia la izquierda.

—Mira. ¿Lo ves? El rastro del proyectil de Gladstone desde Londres.

Miré al cielo. Entrecerrando los ojos podía distinguir la extraña línea de vapor que se extendía por el cielo, ahora algo más desigual. ¿Habían pasado sólo minutos desde que había estado en la cubierta del Príncipe Alberto estudiando esa misma línea?

—Traveller, ¿adónde va?

—Bien, claramente se supone que al campo de batalla. ¿Qué mejor forma de demostrar el disgusto de Su Majestad que aplastar de un solo golpe el orgullo de Prusia y Francia?——Pero los chapuceros de Gladstone se han equivocado. Les ha salido largo. Sabía que tenía que haberme quedado en casa para hacerlo bien. Sabía…

Su voz era firme y racional, pero tenía un tono muy extraño; y me parecía que estaba a punto de perder el control.

—Traveller, quizá la precisión del proyectil es una bendición. Si choca sin hacer daño en una zona deshabitada.

—Ned, el proyectil lleva en la punta un Dewar conteniendo varias libras de antihielo. Es poco probable que choque «sin hacer daño»… y en cualquier caso, lo he observado lo suficiente para saber dónde va a caer.

—¿Dónde?

—Será en cualquier momento, Ned; deberías cubrirte los ojos.

—¿Dónde, maldita sea?

—… Orléans.

Primero vino una hermosa floración de luz, que se extendió por el suelo en todas direcciones desde el centro de la ciudad. Cuando hubo desaparecido y pudimos abrir los ojos deslumbrados y llorosos, vimos como un gran viento seguía los pasos de la luz sobre la planicie; los árboles saltaban como cerillas y los edificios se hacían añicos.

Segundos después del impacto, una gran nube en forma de burbuja se formó sobre el centro de la ciudad. La nube se elevó en el aire, una tormenta monstruosa creciendo a partir del suelo; se ennegreció al elevarse, y estaba iluminada desde abajo por un infernal resplandor rojo —sin duda, Orléans ardiendo— y desde arriba por los rayos entre los penachos de la nube.

Todo sucedió en silencio.

Fui consciente de que los ejércitos enfrentados se habían detenido, que los cañones ya no hablaban; imaginé cientos de miles de hombres erguidos, encarados con sus oponentes, y volviéndose hacia esa monstruosa aparición.

Traveller dijo:

—¿Qué he hecho? Hace que Sebastopol parezca una vela.

Busqué palabras.

—No hubiese podido evitarlo…

Se volvió hacia mí, una sonrisa rota superpuesta sobre la imitación de un rostro.

—Ned, desde Crimea he dedicado mi vida al uso pacífico del antihielo. Porque si podía hacer que la maldita sustancia tuviese usos pacíficos y espectaculares, los hombres nunca volverían a usarla los unos contra los otros. Bien, al menos ahora la sustancia se agotará por las tonterías de Gladstone… Pero he fracasado. Y más aún: al inventar tecnologías cada vez más ingeniosas para la explotación del hielo, he traído este día sobre la Tierra.

»Ned, me gustaría mostrarte otro invento. —Con el rostro todavía desfigurado por aquella terrible sonrisa, comenzó a soltarse las ataduras.

—¿… Qué?

—Una creación de Leonardo… uno de los pocos latinos con sentido práctico. Creo que la encontrarás divertida…

Y ésas fueron las ultimas palabras que me dijo antes de golpearme con un puño en la sien.

El aire frío me despertó. Abrí los ojos con la cabeza martilleándome.

La Pequeña Luna llenaba mi vista.

Estaba sentado en la escotilla cerca de la base de la Cabina de Fumar. Me colgaban las piernas fuera de la escotilla abierta; la tierra de la batalla estaba a muchos cientos de metros por debajo.

Tenía sujeto al pecho un extraño paquete caqui, como la mochila de un soldado.

Sorprendido al despejarme por completo, intenté agarrarme a los bordes de la escotilla. Tenía una mano en los hombros; me volví y miré los largos dedos pesados, como si fuesen parte de una extraña araña.

Se trataba, por supuesto, de Traveller. Gritando contra el viento me dijo:

—Ya casi está conseguido, Ned. La reserva antártica de antihielo casi está agotada. Ahora debo terminarlo —rió, con la voz distorsionada por el agujero en la cara.

El tono era aterrador.

—Traveller, aterricemos y…

—No, Ned. En una ocasión, el joven saboteador francés nos dijo que malgastar unas pocas onzas de antihielo valía la vida de un patriota. Bien, he llegado a la conclusión de que tenía razón. Estoy decidido a destruir la Faetón, y en ese acto de expiación aceleraré la eliminación de la maldición del antihielo de la Tierra.

Busqué palabras.

—Traveller, entiendo. Pero…

Pero no hubo tiempo para más; porque me dio una patada en la espalda, ¡que me lanzó desde la nave con los pies por delante hacia el aire!

Grité mientras el aire helado me corría por los oídos, convencido de que iba a morir finalmente. Me pregunté por la profundidad de la desesperación que había impulsado a Traveller a cometer tal acto… pero entonces, después de caer cincuenta pies, sentí un tirón en el pecho. Los cables fijados al paquete se habían tensado, y ahora colgaba, descendiendo lentamente. Levanté la vista, con incomodidad, porque las correas del paquete me pasaban por debajo de las axilas. Los cables estaban unidos a un objeto de lona y cables, un cono invertido que recogía el aire mientras yo caía y que reducía así mi caída hasta una velocidad segura.

Retorciendo las correas miré abajo, más allá de los pies colgantes. La nube de antihielo, todavía creciente, se elevaba sobre el cadáver de Orléans. Los ejércitos de Francia y Prusia yacían debajo de mí, pero había pocas señales de movimiento; y me resultaba inconcebible que los hombres siguiesen matándose después de tal acontecimiento. Quizá, pensé en el silencio y calma de la suspensión aérea, ahora que el antihielo del mundo estaba virtualmente agotado, ese terrible… accidente… serviría de aviso a generaciones futuras sobre los peligros y horrores de la guerra.

Quizá había conseguido al fin su meta de un mundo sin guerra… pero a un coste que encontraba difícil de aceptar.

Desde algún lugar por encima del toldo me llegaba un rugido, un chorro de vapor y fuego.

Eché la cabeza atrás una vez más —allí estaba la Pequeña Luna mirando, perpleja, a la Tierra torturada y allí estaba la fabulosa Faetón, elevándose por última vez sobre su penacho de vapor.

La nave siguió subiendo, sin vacilar. Pronto, sólo la línea de vapor, que recordaba a la del proyectil de Gladstone, señalaba su camino; y era evidente que Traveller no tenía intención de regresar al mundo de los hombres. Al final la línea se hizo casi invisible al llegar Traveller al límite de la atmósfera… pero era una línea que señalaba como una flecha al corazón de la Pequeña Luna.

Ya tenía clara su intención; pretendía estrellar la nave contra la masa del satélite.

Pasaron algunos minutos. La línea de Traveller se dispersó lentamente, y yo colgaba impotente pero cómodo bajo el dosel de Leonardo; mantenía los ojos fijos en la Pequeña Luna, esperando ser capaz de detectar el momento del impacto…