—Los prusianos viajarán en tren ligero hasta los puertos belgas, y luego por correo rápido hasta Dover. Estarás en la delegación que los recibirá en tierra.
—Sí, ¿por qué una ruta tan complicada? El tren ligero desde Calais es mucho más rápido…
Puso los ojos en blanco.
—Vicars, siempre que pienso que te he subestimado, lo vuelves a hacer. Por la situación entre Prusia y Francia, muchacho. ¿No lees los periódicos? Por Dios, no hables con Bismark o comenzarás otra maldita guerra…
Y continuó con comentarios de ese estilo.
En cualquier caso, ordené mi mesa con el corazón ligero y me encaminé a Dover. La delegación prusiana viajó desde ese puerto por tren ligero hasta Londres; la compañía de ferrocarriles había dispuesto un vagón especialmente decorado con las armas del rey Guillermo de Prusia, y el águila prusiana volaba en gallardetes en cada esquina. ¡Debíamos formar un buen espectáculo al recorrer nuestro único raíl a cincuenta millas por hora y a cien pies por encima de la campiña de Kent!
La delegación cenó en la embajada imperial en la plaza de St. James, y también fue un gran espectáculo. La docena de prusianos en uniformes de gala, con los pechos brillantes por las medallas, parecían una fila de pavos reales avejentados. Con mi nueva faja, el más joven de la delegación y sin medallas, me sentí sin habla; pero en cuanto el vino y otros licores ejecutaron su magia mi espíritu pareció expandirse para llenar el espacio ornamentado del comedor de Su Excelencia. Jugué con la cubertería de plata y saboreé el aroma de un brandy embotellado antes de que Napoleón fuese un muchacho, y mi mundo de las mesas manchadas de tinta parecía tan lejano como la Pequeña Luna. Al fin, me decía, sabía por qué me, había unido al servicio diplomático.
Mientras la noche se acababa, el mismo Bismarck acabó tomándome aprecio. Otto von Bismarck era un caballero rotundo, como un abuelo; y para él yo era «Herr Vicars, mi amable anfitrión». Yo sonreía con ojos vidriosos y buscaba temas de conversación. Bismarck comía vorazmente, pero sólo bebía una cerveza germánica de terrible olor que venía en una jarra con una enorme tapa; yo suponía que filtraba los peores elementos de la cerveza por medio de su impresionante bigote. La cerveza, me susurró Bismarck en su inglés entrecortado, le ayudaba a olvidar las complejidades de su vida en la corte del rey Guillermo, y a quedarse dormido cada noche.
En la mañana del dieciocho nos levantamos temprano. La Pequeña Luna todavía era visible en el cielo de la mañana, un puño de luz que se movía sin pausa hacia el horizonte. Tomamos el tren ligero de Euston a Manchester Piccadilly, y de allí nos abrimos paso en cabriolé hasta el parque Peel, al norte de la ciudad. Al mediodía, nos habíamos unido a la procesión de dignatarios que se acercaba a las grandes puertas de la Catedral de Cristal que había sido construida en el parque. Incluso Bismarck, Coloso de Europa, se convirtió en otro rostro en la multitud; y me divertía —e impresionaba— ver cómo la redonda mandíbula prusiana caía al acercarnos al nuevo símbolo del ingenio británico.
Como el primer Palacio de Cristal —que había sido edificado en Hyde Park para la Gran Exposición de 1851— la catedral era un monumento de hierro y cristal diseñado por sir John Paxton. Distribuido en el estilo gótico cruciforme, sus paredes se elevaban sobre nosotros bajo la luz del sol de julio que se reflejaba en miles de placas de vidrio. Una conexión de tren ligero venía del este sobre fáciles pilones y entraba en el edificio por medio de un portal arqueado a unos cien pies del suelo. Sobre la entrada de la Catedral había una aguja de quinientos pies de alto; la distante punta, que mostraba una agitada bandera británica, parecía rozar las nubes.
Apenas escuché el murmullo continuado de mis colegas mientras explicaban la exposición a la sorprendida delegación prusiana.
—Con más de cincuenta acres de vidrio, el doble que el Palacio de Cristal del 51, y con cien mil compañías en exhibición (el doble que París en 1867) esta feria será realmente una exposición de las obras industriales de todas las naciones; además de ser una celebración adecuada de la nueva situación de Manchester; Manchester y el norte de Inglaterra, taller y capital de Gran Bretaña y el Imperio… los organizadores esperan un total de diez millones de visitantes; cien mil sólo el primer día…
Entramos en el edificio. Me quedé bajo el vasto y silencioso espacio: el techo de vidrio parecía estar tan alto que parecía que podrían formarse nubes bajo él, y el armazón de hierro de la construcción de sir Joseph parecía demasiado ligero, claramente incapaz de soportar el peso de tanto vidrio. La impresión total era la de un inmenso invernadero, pero sin el calor que cabía esperar; de hecho, el aire en el interior del edificio era agradablemente fresco, gracias a veinte grandes ventiladores colocados en lo alto de las paredes y propulsados, se me dio a entender, por turbinas de antihielo.
El murmullo de voces emocionadas que cubría el edificio parecía confinado a unos pocos metros de atmósfera justo por encima de mi cabeza, como si el vasto volumen de aire redujese las actividades humanas a lo insignificante. La conexión de tren ligero recorría el gran espacio sin ningún medio visible de apoyo, terminando en una pequeña plataforma construida en el interior de la pared; una escalera mecánica llevaba a los pasajeros de la plataforma al suelo.
Se había construido una tarima alta en el otro extremo del edificio; y exhibía un conjunto de caballeros de aspecto distinguido con levitas y sombreros de copa… sin mencionar una orquesta completa y miles de cantantes de coro. Reyes, cancilleres y presidentes formaron mansamente en filas frente a la tarima. Guié a mi expedición de prusianos a las posiciones marcadas con cintas rojas sostenidas por apoyos de bronce. Permanecí en mi lugar pacientemente, con las manos enguantadas cruzadas frente a mí; y mirando hacia abajo, me asombré al comprobar que todo el suelo de la catedral estaba cubierto de una gruesa alfombra roja.
—Es ciertamente una ocasión muy cara.
Miré a mi derecha, sorprendido… y me encontré mirando a un par de ojos femeninos, azules como el hielo y de agudo humor, engarzados en un rostro de porcelana china.
Ensayé una respuesta entrecortada.
—Perdóneme —me dijo tolerante—. Le pillé mirando a la alfombra extensa. Yo también me sentía impresionada —me sonrió y fue como si hubiese salido el sol. Mi nueva interlocutora tenía quizás unos veinticinco años; vestía un elegante vestido de terciopelo azul pálido de delgada cintura que destacaba sus ojos perfectamente; llevaba el pelo negro como la noche en un moño simple, aunque los rizos caían encantadores por los bordes. Alrededor del cuello llevaba una cinta de terciopelo negro, y ese cuello, una escultura en pálida carne, guiaba suavemente mis ojos a zonas de piel cremosa…
Que yo, imbécil de campeonato, miraba imperdonablemente. Era vagamente consciente de un joven más allá de ella, un ejemplar delgado y moreno que me miraba sospechosamente —Perdóneme Vicars —dije al fin— Mi nombre es Vicars; Ned Vicars.
Ella me ofreció una pequeña mano enguantada; la sostuve con suavidad.
—Yo soy Françoise Michelet.
—Ah… —Su acento era ligero pero inconfundible; vocales cortas con la suave entonación de las provincias galaicas del sur, quizá Marsella—. Es francesa, señorita.
—Debería estar en su Foreign Office —dijo con sequedad.
—Lo estoy —contesté como un idiota, y luego sonreí para mí al entender el chiste—. Me temo que estoy aquí a causa de mis obligaciones oficiales.
—Estoy segura de que hay obligaciones más terribles.
—¿Y usted?
—Estrictamente por placer —dijo, la voz ligera y algo aburrida—. Éste es uno de los grandes acontecimientos de la temporada; y pronto me iré a Bélgica para el lanzamiento del Príncipe Alberto. Hay que reconocer que hoy en día los británicos dan buenas fiestas.