—Y si todos los invitados son tan encantadores como usted, estoy seguro de que las molestias valen la pena.
Levantó las cejas ante ese torpe requiebro.
—¿Asistirá usted al lanzamiento del Príncipe Alberto, señor Vicars?
Fruncí el ceño.
—Me temo que mis obligaciones con la delegación de Herr Bismarck me mantendrán ocupado hasta después del lanzamiento. Pero —me apresuré a añadir— quizá podríamos…
Pero no había ninguna posibilidad de seguir hablando con aquella encantadora extranjera; porque, a la señal del repique de un coro de voces que se reflejaba en las paredes de vidrio, la procesión real subía grandiosamente por unos tramos de escaleras hasta la tarima. Su Majestad imperial era una figura elegante de negro, casi perdida entre el escarlata y la plata de los uniformes oficiales. Un poco detrás de Eduardo marchaba Gladstone, el primer ministro, siendo su traje gris una mancha sosa entre el brillo militar.
Se hizo el silencio en el coro, los últimos ecos resonando en las placas de vidrio como aves atrapadas. Luego, el arzobispo de Canterbury se adelantó, con mitra y todo, y nos llamó, con tonos sonoros, a la oración.
Un silencio reverencial descendió sobre la gran multitud.
Entonces el mismo Eduardo se puso en pie. Yo estaba muy lejos en aquel vasto espacio del edificio, pero pude ver cómo se ajustaba los quevedos y se refería a un pequeño libro de notas. Habló en voz baja, pero aun así parecía llenar el enorme salón de vidrio.
Con palabras simples y sin afectación, recordó la primera exposición en 1851 que, como la presente, había tenido el propósito de «unir al gran arte con las grandes habilidades mecánicas», que la primera feria había sido inspirada por el padre de Eduardo, el príncipe consorte Alberto, desde entonces muerto de fiebres tifoideas; y Eduardo señaló lo orgulloso que se hubiese sentido Alberto de ver los acontecimientos de hoy.
Mientras hablaba el Rey, me asaltó una sensación de dislocación. jefes de Estado como Bismarck y Grant permanecían respetuosamente en pie, en el corazón del imperio más poderoso que el mundo hubiese conocido; un imperio cuyas naves dominaban los mares, y cuyas maravillas mecánicas de antihielo unían el globo.
Y, sin embargo, allí estaba un joven delgado de aspecto llano, hablando tranquilamente de su padre perdido.
Su Majestad acabó y se retiró, y el coro se embarcó en el Coro del Aleluya.
Françoise se inclinó hacia mí y me murmuró por entre la música.
—Una actuación bastante contenida para el nuevo Rey.
—¿Cómo dice?
—Se dice que el joven, Eduardo, con su círculo de amigos acomodados como Lipton es una especie de… ¿cuál es la palabra? ¿Un sibarita? Un hedonista tan llano encaja bien con el tipo de hombre con poder hoy en día en su país, me refiero a los industriales, cosa que su madre no pudo hacer nunca.
Respondí algo envarado.
—Victoria abdicó después de la pérdida de su marido, y la súbita retirada de Disraeli hace dos años. Y en lo que se refiere a Eduardo…
Pero sus labios húmedos formaron una deliciosa —pero jocosa— mueca.
—Oh, ¿le he ofendido?… Bien, mis disculpas. Pero Eduardo tiene razón en una cosa: Alberto se hubiese sentido orgulloso de ver esto. Y más orgulloso aún de ver el comportamiento de los ansiosos políticos de su Parlamento.
Su perfume me llenaba la cabeza, y luché por conservar el dominio del habla.
—¿Qué quiere decir, señorita?
Agitó el guante en el aire.
—Françoise, por favor. Sus parlamentarios se opusieron a la primera exposición de Alberto; pero en cuanto vieron lo bien que consiguió sus fines, se echaron unos sobre otros para apoyar eventos posteriores. —Me miró curiosa, y dos pequeñas arrugas aparecieron en su naricita—. Entiende usted el propósito de estas ferias, ¿no, señor Vicars?
—Como dijo Su Majestad, una celebración de…
El guante volvió a agitarse, un poco más impaciente.
—Para promover el comercio, señor Vicars. Su Catedral de Cristal es un vasto escaparate para los productos británicos.
Mientras forzaba mi pequeño cerebro en busca de una forma de continuar la conversación, el acompañante de Françoise le tocó el brazo.
—No debemos retener a tu nuevo amigo, querida. —Su acento era torpe, y fijó la vista en mí con mirada de pez—. Estoy seguro de que tiene obligaciones.
Nos presentamos formalmente —resultó ser un tal Frédéric Bourne, un joven francés aristocrático sin ocupación evidente y nos dimos la mano con aún más rigidez.
Françoise lo observó todo con diversión clínica.
La música había terminado; los asistentes desmontaron las cuerdas, y las filas de dignatarios se separaron. Me volví una vez más hacia Françoise.
—Ha sido un placer conocerla.
—Para mí también —dijo rápidamente en francés—. Al menos me alegró descubrir que no pertenecía a esa delegación de cerdos alemanes.
Esas palabras me sorprendieron.
—Señorita —protesté en su lengua—, tiene usted opiniones fuertes.
—¿Le sorprende? —Levantó una ceja perfecta—. Usted es diplomático, señor; seguro que entiende la importancia del telegrama Ems.
Ese documento era la comidilla de Europa en aquel momento. Se había producido una disputa entre Francia y Prusia por la propuesta del rey Guillermo proponiendo a su pariente, el príncipe Leopoldo Hohenzollern, como candidato al trono de España (que había sido abandonado por la escandalosamente promiscua reina Isabel). Francia, por supuesto, protestó; pero las alegaciones hechas directamente a Guillermo por el embajador francés habían caído en oídos sordos. Ahora los prusianos habían manifestado de forma insultante esas alegaciones en el telegrama Ems.
—Ese documento —dijo la muchacha—, es una afrenta para Francia.
Sonreí, esperaba que indulgentemente.
—Mi querida señorita, temas tan anticuados como la sucesión española apenas tienen sentido en el mundo moderno. Señalé con la mano todas las maravillas que nos rodeaban—. ¡Y éste, señorita, es el mundo moderno!
Ella frunció el ceño.
—¿Sí? No sea paternalista conmigo, señor. Es evidente para todos menos los más ingenuos —me ruboricé— que la candidatura española tiene poco interés intrínseco, pero es un asunto que el taimado Bismarck está empleando para provocar una guerra con Francia.
Me incliné hacia ella y expresé tranquilamente el punto de vista del cuerpo diplomático británico.
—Para ser sincero, señorita, los prusianos son como un chiste, con todos esos gestos —conté con los dedos—. Primero, Francia posee el mejor ejército de Europa. Segundo, vivimos en la Edad de la Razón. Hay un equilibrio de poder que ha permanecido desde el Congreso de Viena, que siguió a la caída de Bonaparte hace más de cincuenta años; y…
Me hizo callar con un gesto.
—Bismarck es un oportunista. No le importa nada el equilibrio; su único motivo es su propia ambición.
Negué con la cabeza.
—¿Pero cómo podría ayudarle una guerra con Francia?
—Eso debe preguntárselo a él, señor Vicars. En lo que a Francia se refiere, seguro que ya sabe que nos hemos movilizado…
Sentí que se me caía la mandíbula, corno a un pez.
—Pero…
Pero el moreno Bourne le volvía a tocar la manga, y ella terminó nuestra conversación con gracia. Me maldije a mí mismo. ¡Haber permitido que aquella visión se manchase con los detalles oscuros de la candidatura de Hohenzollern! ¿En qué estaba pensando?
Le grité:
—Quizá la veré más tarde…
Pero había desaparecido en la multitud que se disolvía.