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Perverso es llamar perverso a lo que no lo es. Perverso es hacer de algo inconmensurable una imposición homogeneizada sometida a controles de calidad. Perverso es ponerle nombre, «formicofilia», a lo que no lo tiene. Perverso es decir que para «comer» (no sólo para comer un pollo precocinado) hay que precalentar el horno a 170 °C, cocer doce minutos y servir caliente. Y perverso es el que dice que el Amor está al margen del amor.

Cuando no sabemos representar porque no hemos entendido lo que vamos a pintar, a narrar o a razonar, olvidamos los detalles, no somos capaces de exponer el matiz, aquel lugar, como decía Wilde, donde habita la inteligencia. El plano de nuestra sexualidad «normatizada» se dibuja con una sola línea: la que va desde el beso hasta el coito. Lo demás son enfermizas fijaciones que borramos de la representación, dejándolas en algo, los preliminares, que no alcanzan el rango de práctica, de erótica.

Decir que «los preliminares sirven para preparar el coito» es dibujar nuestra sexualidad como los niños dibujan un hogar: con un trazo y un tejado rojo. «No hay sin duda nada más emocionante en la vida de un hombre que el descubrimiento fortuito de la perversión al que está destinado.» Michel Tournier sabe, sin duda, que para el orden moral no hay nada más excitante de reprimir que la perversión que a uno le espera.

Alcancé el orgasmo entre piernas de hormigas y lenguas de flores. Antes de que cayera la noche, recogimos las flores y a sus fieles amantes y los devolvimos a su jardín. Ahora, en otoño, espero la primavera y que nuestro balcón se cubra de flores malvas. Y que vuelvan a ellas estos insectos himenópteros que muerden y chupan.

El sexo sin penetración es incompleto

Se habrá marcado un gol cuando el balón haya traspasado totalmente la línea de meta entre los postes y por debajo del travesaño, siempre que el equipo anotador no haya contravenido previamente las Regias de juego.

El gol en el Reglamento Oficial de Fútbol

Raúl era un importante empresario con negocios diversificados en distintos países de Sudamérica. Una planta de producción de una de sus empresas textiles se encontraba en Arequipa, en la frontera peruana con Chile. Fue allí donde, en un segundo viaje, le conocí.

Nacido en Chile aunque oriundo de Europa, hijo de padre español y madre italiana, hablaba con un curioso acento que hacía que las letras de mi nombre bailaran cada vez que lo pronunciaba. Atractivo y encantador, sentía predilección por un magnífico sombrero Panamá que había adquirido en un reputado sombrerero ecuatoriano. Tenía una preciosa hija de cinco años fruto de su primer matrimonio. Sus manos eran firmes, su sonrisa acogedora, su pene no alcanzaba erecto los tres centímetros y sus ojos muy azules contrastaban con el tono bronceado de su piel.

Cuando lo conocí yo tenía veinticinco años y era la responsable, para el área sudamericana, de una importante agencia de prensa con sede en Canadá. Raúl rondaba la cincuentena y, además de mi amante, fue una inestimable ayuda para coordinar el reportaje especial en el que yo trabajaba.

Proviene de los escolásticos la expresión «todo lo que se hace se hace con algún fin». Cuando el cristianismo intenta reconciliar lógica y fe en la Edad Media, mete mano (simbólicamente, claro está) en las causas últimas aristotélicas para explicar la existencia de Dios. «Nada en vano» propuso el bueno de Aristóteles, del que nos han llegado muchas cosas, como, por ejemplo, el que además de ser un pensador brillante, o quizá por eso, sentía una especial predilección por la practica erótica del homo equus.

Con esta «lógica de la finalidad» se generó un término: «teleología», cuyo uso hoy en día está bastante restringido a discursos teológicos y filosóficos. Pero si bien la palabra, que suele emplearse como sinónimo de «finalidad», se emplea reservadamente, el concepto está en plena vigencia. «Las cosas las hacemos porque pretendemos alcanzar un fin; si no, no tendría sentido iniciarlas» podría ser el lema que acompaña este pensamiento de los fines.

Nuestra cultura es una cultura finalista. Arrancando en una idea muy cristiana y siguiendo, por ejemplo, la estela de un mal leído Maquiavelo, nuestro orden moral, social y político viene marcado por preceptos de orden económicos y militaristas. «Conseguir eso a cualquier precio», «antes la muerte que el fracaso», «si falla el objetivo, lo que hemos hecho no sirve para nada», «si la pelota no entra, se nos queda cara de tontos» (que diría un ilustrado futbolista). Valoraciones que encontramos a diario y que ejemplifican esa lógica del objetivo, pueril y un tanto ingenua, pero de enorme utilidad en una sociedad de la libre competencia.

Aterrizar y despegar en Arequipa no es tarea sencilla. Pude verlo a mi llegada, cuando los Andes parecían rascar la tripa del Boeing. Con Raúl cogimos un vuelo de la compañía Faucett a primera hora de la mañana, la tarde suele cubrir de niebla el aeropuerto e impide el tráfico, con destino a Lima. Hasta entonces nuestra relación había sido estrictamente profesional, pero algo dicho más allá de las palabras le había hecho regresar conmigo a Lima.

Hicimos el amor por primera vez sobre una playa a unos trescientos kilómetros de la capital, allí en Lima ni los pocos barrios residenciales tenían playas en las que la contaminación permitiera el baño. Alojé mi boca sobre su pecho recubierto de la sal del Pacífico, mientras él mesaba rítmicamente mi pelo. Acaricié su costado hasta que mis dedos toparon con la cinta del bañador. Recorrí el borde del traje de baño casi de puntillas hasta que alcancé el nudo que lo cerraba. Noté cómo su respiración se volvía un susurro. Lo deshice con facilidad y llegué, con la punta del índice, hasta su glande. Nada, ni a él ni a mí, nos inquietó ni nos detuvo. Ni la práctica imposibilidad de colocar un preservativo, que no podía sujetarse en ningún sitio, ni el que yo tardara más tiempo en localizar su pene que en acariciarlo.

Nunca le pregunté cómo había podido tener una hija, nunca me lo dijo, quizá porque nunca hizo falta.

Al sexo sólo le ponen objetivo los que pretenden algo. Ni siquiera el orgasmo y muchísimo menos la penetración son un objetivo digno del sexo. Me explicaba un día un amigo que lo «completo» implica que nada queda fuera, lo completo trae consigo el que no haya un origen ni un destino, sólo un tránsito. Nada cerrado puede ser tampoco completo.

Creer que la interacción sexual se «completa» con el coito es como creer que la vida se completa con un Mercedes SLK. Igual de frustrante, igual de enervante, igual de traumatizante, igual de débil. La inmensa mayoría de las ansiedades que desembocan en disfunciones sexuales (impotencia, eyaculación precoz, vaginismo…) provienen de esa obligación malintencionada de darle sentido a la interacción sexual con el coito de cierre.

– ¿Sabes cuál es el último chino del listín telefónico? -No -respondió el otro. -Chim Pum.

El Chim Pum final, la mascletá, el postre, el eureka obligado que culmine una relación que nos han estandarizado en todo y cada uno de sus puntos gentes que sólo saben de puntos, de líneas rectas y de dos dimensiones.

El sexo, como un viaje planificado por una única y ecuménica agencia de viajes que nos marca las paradas, que nos escoge los hoteles, que nos programa las actividades, que nos desplaza a las tiendas de souvenirs y que nos ofrece el coito como un único destino. Pero, en la lógica del viaje, sólo los hombres de negocios tienen un destino, para los viajeros su destino es el viaje.

Raúl me pidió en matrimonio. Fue a mi regreso a Madrid. Y yo, con veinticinco años, lo dudé. Dos días. Ello liquidó la relación ilusoriamente estable que mantenía en España. Bueno, eso y una decena de tipos más que aparecieron (o que dejé que se filtraran) en los últimos tres meses. Desestimé el amable ofrecimiento de Raúl, pese a que con él no sólo había aprendido un poco mejor cómo funcionaba la economía en América Latina, si no, sobre todo, que el sexo debía tener una finalidad más allá de una imposible penetración.