El hedonismo es una actitud ante la vida. Es una filosofía vital que prima el instante sobre el devenir, que reivindica la valentía sobre el miedo, que respeta la materialidad y cuestiona el espíritu, que gestiona lo que sucede sin despreciarse por lo que nunca sucedió, que aprecia la lógica de vida y cuestiona la lógica de muerte, que sabe que lo suficiente es suficiente, que busca el placer donde está, no donde se busca, que hace de su cuerpo su aliado, no su prisión, que desea sin que lo esclavice su deseo, que emplea su tiempo más que su dinero, que hace del placer un entendimiento y no un elemento de uso y que cree que la felicidad de los otros, que pasa por la de uno, es alcanzable a poco que la entendamos. El hedonista ejerce el difícil arte de establecer la paz consigo mismo.
A los seguidores de Epicuro los llamaban los «cerdos», porque, al igual que ellos, se decía que no podían levantar la cabeza hacia el cielo. Epicuro era un hombre de salud frágil, que reflexionaba en un jardín, que bebía agua y comía verduras, aunque no despreciaba el que un día llegara vino o fresas y que creía que si bien el dolor era inevitable, el sufrimiento podía cuestionarse.
Fue después de que los coches hubieran ocupado la bodega de carga, cuando nos hicieron embarcar por orden. Reconocí el olor a salitre, a vómito cubierto de vómito camuflado, a la avaricia de la humedad y a suela de plástico que ha pisado cloro. La mar parecía calmada. Diecinueve horas de viaje eran muchas. Toqué su hombro derecho, el que quedaba al descubierto por una guitarra que le tapaba la espalda. «¿Te apetece que tomemos algo en alguna esquina?… Supongo que este barco tendrá esquinas…» «Bueno, ¿por qué no?», me respondió, mientras sonreía como si de la sonrisa hubiera hecho un oficio.
Con aquel hedonismo de los antiguos, nuestra sociedad ha construido una justificación de la economía de mercado. Vivimos tiempos de reivindicación continua del deber del gozo. De un placer asociado únicamente a la posesión, al consumo. Nos han hecho creer, y hemos caído como pardillos, que nuestra capacidad para acumular bienes de consumo es el indicativo de nuestro nivel de felicidad. Olvidando aquello tan sabio de que «las cosas son de nosotros tanto como nosotros de ellas», que el principio de la pérdida es la tenencia (o, como apunta aquel viejo refrán castellano, de que «de lo contado el lobo come») y que, como decía Séneca, «el pobre no es el que tiene poco, sino el que desea más».
En el sexo, el consumo equivale a la consumación. Hay que consumar a toda costa, hay que empujar, gemir y alcanzar al orgasmo. De lo contrario, mejor fingir, mejor engañar, mejor lavarse los muslos como si hubiera que lavárselos; cualquier cosa antes de reconocer que se ha pretendido comprar algo y que no quedan fondos en la tarjeta de crédito. Pero tan tiránica y tan poco hedonista resulta la exigencia de placer como la prohibición del mismo. Y creer que el sexo es sólo para pasárselo bien es tan necio y estresante como creer que es malo.
Cuando Javier se colocó encima de mí, saltó la alarma en su rostro. Habíamos pasado las primeras horas de la noche recorriendo, entre charlas y risas, los pasillos y las paredes de aquella pecera. Me contó que era músico y que se dirigía a Génova a visitar a su padre. Le propuse mi camarote, el suyo era interior y lo compartía con un amigo que lo acompañaba en la travesía. Me acarició con maestría y yo le correspondí con entrega. Fue después, sobre mí, cuando su pene perdió la erección, cuando su semblante palideció y cuando apareció la primera excusa. Por este orden. Recordé el viejo chiste del «tratamiento». «Entonces, ¿cómo lo hacéis?» «Muy sencillo, con el tratamiento. Él trata y yo miento…»
Al pronto, la primera excusa se convirtió en una segunda, ésta en una inquietud, la siguiente en una amargura y ésta en una catástrofe. Traté de restarle importancia, no porque me hubiera encaprichado de aquel músico que naufragaba, sino porque, sinceramente, yo añoraba más sus manos que su pene. Sin embargo, nada de lo que le dije debió de sonarle a cierto. Y allí concluyó todo.
Nuestro marco cultural regido por las leyes, casi divinas, de la economía de mercado también se asienta en la lógica de la mortificación de la carne. De los más de trescientos tratados que sabemos que escribió Epicuro, el oscurantismo se ha ocupado de dejarlos en apenas tres cartas, de los Cirenaicos sólo conservamos el nombre, a los Cínicos helenistas los hemos considerados ágrafos, de Lucrecio ha trascendido una obra (naturalmente porque antes se le descalificó como loco), etcétera, etcétera, etcétera. De la mayoría de los templos paganos conservamos las cimentaciones sepultadas bajo las iglesias cristianas y de sus cultos sólo sabemos lo que dicen los que los condenan. Mientras que de los demás, de los espiritualistas que han impuesto el sacrificio y la obediencia sobre el disfrute y el cuestionamiento, conservamos hasta los restos mortuorios (incorruptos, eso sí).
Es por ello, quizá, por lo que mientras más nos asocian el placer al consumo, la riqueza a la posesión y el sexo al orgasmo, más estrechos se vuelven los mecanismos de control y de sanción sobre los medios para alcanzar la felicidad. Consumir con dinero, enriquecerse adueñándose y correrse tras meterla de determinada manera y bajo determinado marco y compañía. Eso es lo que da la felicidad, lo demás son filosofías antiguas…
Al día siguiente, nuestro horario indicaba que debíamos amarrar en Génova a las siete de la tarde. Lo busqué por el buque. Sin ningún éxito. Tropecé con el animador que se esforzaba en entregar al grupo de jubilados su dosis de placer prometida, vi en la pequeña piscina de popa a alguien reclamando a la empleada porque su cabina de preferente no le garantizaba un sitio en las hamacas amarillas, y no vi ni rastro de aquella guitarra. Una guitarra que había aflojado sus cuerdas sólo porque olvidó que el sexo no es ni todo lo que nos dicen ni para lo que nos dicen, sólo porque creyó que el éxito del concierto estaba supeditado a unos «bises».
No se puede vivir sin sexo
Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos.
Evangelio según San Mateo 19,12
Es difícil encontrar un acto más sexual que la emasculación voluntaria. Castrarse, para intentar liberarse de la condición de ser sexuado, para borrar, desde la amputación física, cualquier atisbo de sexo en uno mismo, es un gesto de infinita exaltación del sexo. Un gesto que sólo un ser sexuado, extremadamente consciente de su naturaleza, puede hacer única y exclusivamente a través del sexo. Un gesto que añade más que borra, que realza más que oculta y que criminaliza a los que, de nuestra naturaleza sexual, han hecho un crimen, mucho más que lo que purifica.
Hacer del sexo una condena es, ante todo… hacer sexo.
«Sin embargo, es seguro que un eunuco sólo puede satisfacer a los deseos de la carne, a la sensualidad, a la pasión, al libertinaje, a la impureza, a la voluptuosidad, a la lubricidad. Como no son capaces de engendrar, están más cerca del crimen que los hombres perfectos, y son más buscados por las mujeres libertinas, porque les dan el placer del matrimonio sin que corran los riesgos.» Así lo contaba AntiUon en su Tratado de los eunucos, una curiosísima obra de principios del xvm.
Orígenes, el alejandrino del siglo II, uno de los principales exegetas de la doctrina cristiana, hizo de la autoextirpación de sus genitales una ofrenda. Se mutiló en un arrebato de deseo por dejar de desear… para entregar un eunuco a los cielos. Apasionadamente.