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Coloqué cada uno bajo sus pies. Rechinó suavemente en un grito contenido.

– Antes de que se hayan deshecho, te habrás corrido -le susurré al oído-. Y todo habrá concluido para ti…

Todavía vestida, me coloqué a cuatro patas frente a él y apoyé la punta de mi lengua sobre el frenillo de su prepucio. Noté las manos de Ingrid, que, desde atrás y boca abajo, luchaban por desabrocharme el pantalón. Guillermo sobre el suelo la penetraba repetidas veces con ardor guerrero.

Nada teme más el «discurso normativo del sexo» que el deseo femenino y nada comprende menos que la sexualidad femenina. Por eso inventa sentencias que, como el estribillo de la canción del verano, se nos adhieren hasta que nos resulta imposible dejar de tararearlas. Una de ellas es la de «los hombres siempre tienen ganas y las mujeres no».

Aquella tarde, que se metió en el día siguiente, en aquel dúplex de Barcelona, los hombres y las mujeres gozaban de las mismas ganas. Aquella tarde, guarras y machotes nos consolamos unos sobre los otros. En aquel encuentro no hubo asimetrías en el deseo, no hubo ni hombres ni mujeres, aunque sólo fuera durante un rato, durante el rato que duró aquel encuentro.

La mayoría de las mujeres prefieren el sexo con amor

El sexo femenino, de baja estatura, de hombros estrechos, de caderas anchas y de piernas cortas, sólo puede ser llamado el «bello sexo» por un intelecto masculino nublado por el instinto sexual. En otras palabras, toda la belleza femenina reside en provocar ese instinto.

Arthur Schopenhauer

Luc me preguntó qué me apetecía tomar. «Un té estaría bien, gracias», respondí. A Pierre todavía le quedaba cerveza en la copa. Habían cerrado el bar. Debían de rondar las cuatro de la mañana.

La hembra de nuestra especie no manifiesta un celo puntual. Al contrario de lo que sucede en otros mamíferos, su periodo de fertilidad no genera un instinto incontrolable por aparearse. Es más, ni siquiera la propia mujer, si no se ayuda de un calendario y de unas operaciones aritméticas básicas, conoce esos días en los que resulta especialmente fecundable. No hay sintomatología física ni emocional y, por tanto, no desprendemos ninguna señal que haga que el macho busque un acoplamiento en un momento en que su intervención sería especialmente efectiva. Se puede decir que nosotras, las hembras de la especie humana, mantenemos una predisposición a tiempo completo para ejercer nuestra condición de seres sexuados. Tremendo. Apocalíptico. El control tiene que ser, además de eficaz, continuo.

A Pierre lo conocí a través de unos amigos comunes en un local del que él era copropietario. Francés de nacimiento, aunque residía desde hacía tiempo en España, tenía un aura de tipo enigmático que me atrajo enseguida. Bien parecido, con buenos modales y un discurrir sobrio pero inteligente, intuí que era de ese tipo de personas con recursos humanos que no se dejan intimidar con facilidad. En aquel momento de mi vida, en el que públicamente mi imagen se prestaba a cierta confusión, pensé que podía ser el tipo de persona que, a diferencia de los cretinos y advenedizos que solían rondarme como los tiburones a una balsa, podía reportarme algo. Así fue como, después de vernos varias veces, asistir juntos a algunos recitales y de unas cuantas horas de sexo de buen nivel, me enamoré de él.

El arquetipo de una mujer siempre dispuesta es un elemento totalmente desestabilizador de una cultura como la nuestra. Una cultura que se estructura a través de una familia formada en la erótica de una pareja. En ese marco de estructuración social (y por tanto moral), a la mujer hay que «desengañarla» de sus instintos y de su disponibilidad y establecer unos «periodos» y unas «condiciones» que limiten su ardor. Hay, en definitiva, que inventarle un «celo».

Para controlar, dominar y coartar esta perpetua y generosa disposición, hemos inventado a lo largo del tiempo multitud de estratagemas. Algunas de ellas absolutamente pueriles (como la noche de bodas o la luna de miel), otras perversas, como catalogarla de enferma o de despreciable (como ya hemos visto) cuando manifiesta y usa de esa apetencia sexual sostenida y otros ingenuas, como inculcarnos que la apetencia sexual masculina es mayor que la femenina.

Posiblemente la «luna de miel» sea un invento del siglo xvi. Su función originaria era sencilla. Durante todo un ciclo lunar (la luna de miel debía durar veintiocho días) los casados debían permanecer juntos sin tener contacto con elementos externos a la pareja. Ello aseguraba que durante el asintomático estro de la mujer, el único que podía fecundarla era el marido. Evidentemente, los veintiocho días completaban el ciclo femenino entre menstruación y menstruación (término que en su etimología hace referencia al «mes»), con lo que no había posibilidad de perderse el periodo de máxima fertilidad. Cuentan las leyendas que durante este encierro, los esposos bebían una pócima que facilitaba, presuntamente, la fertilidad: la hidromiel.

La «noche de bodas», muy presente en nuestros días, aseguraba que al menos la cópula de ese día se reservaba al esposo, mientras que la «luna de miel» parece haber derivado en el «viaje de novios» en el que las felices parejas se desplazan a lugares exóticos, más que probablemente, aunque en su conciencia no esté escrito, para alejar a la mujer de las tentaciones de su entorno y justificar, en un lugar extraño en el que ella se pueda sentir inhibida, una convivencia estrecha. La intención de «la luna de miel» no parece haber variado gran cosa, salvo que de ella se ha hecho un negocio lucrativo en el que quizá sólo han salido poco favorecidos los productores de hidromiel.

Estas medidas «sujetan» durante un tiempo a la hembra siempre dispuesta, pero falta algo de mayor eficacia. Falta crearle un periodo en el que su apetito se legitime, en el que ella misma pueda mostrarse hospitalaria y receptiva porque «algo» la autoriza. Y si el cuerpo no da señales, hagamos que las dé el «espíritu».

Y qué mejor para eso que utilizar el amor. El «celo» de las mujeres es el amor. Es una hipótesis, lo sé, que en nada pretende desprestigiar este real y profundo sentimiento humano, pero que, según creo, se manipula para «autorizar» una actividad humana, el sexo, que no necesariamente debe ir, ni física ni emocionalmente, unida a él.

Hemos sido educadas desde pequeñas para amar amando. El enamoramiento nos legitima moralmente en nuestras andanzas. Estamos siendo continuamente reeducadas para que respetemos esa asociación amor/sexo. Ése es el programa, creo, aunque no todas las mujeres caen indefectiblemente en él. «Seguro, el amor es la respuesta. Pero mientras esperamos la respuesta, el sexo plantea preguntas muy pertinentes», declaraba Woody Alien en una entrevista. Para un tiempo después matizar: «El sexo sin amor es una experiencia vacía, cierto. Pero de entre las experiencias vacías es una de las mejores».

Sorbí el té evitando quemarme. Pierre me sostenía la mano con dulzura. Acercó sus labios a los míos y después de besarme, me propuso seguirle.

Luc acababa de secar unos vasos.

– Vamos arriba, ¿vienes?

El paño húmedo sobre la barra fue su respuesta afirmativa.

En el deseo sexual, la mujer es un animal que bebe té y el hombre uno que bebe agua. Los dos son actos motivados por una misma apetencia: la sed. Pero ello no supone que el «volumen» de sed entre unos y otros no sea el mismo. De igual manera, la cantidad de deseo sexual no se cuantifica por género. Hay, en todo caso, una diferencia cualitativa que tiene que ver con la «construcción» de la bebida, con la elaboración del deseo.

Regresé a casa al alba. Mi encuentro sexual con Luc y con Pierre había sido muy satisfactorio. Continué un tiempo viéndome con Pierre. Llegué incluso a pensar que posiblemente él cubriría la ausencia de Giovanni. Pero me equivoqué. La discusión que mantuvimos el día que yo, inocentemente, le pregunté por Luc, puso fin a nuestra relación. Le resultó difícil entender que yo no amaba a Luc. Aunque quizá le resultó más difícil entender que yo hubiera follado con Luc sin amarlo.