Sentada en aquel viejo taxi me preguntaba de qué le había servido al taxista llevar treinta años al volante. «Llevo treinta años en el taxi, señorita. Y le aseguro que es mejor subir por Diagonal», dijo entre sacudidas y volantazos.
El inconveniente de la práctica es que crea rutinas. El problema es que se hace de la rutina de la práctica la propia práctica. Entre la infinitud de actividades que realizamos los humanos, hay una, por encima de todas, que se apoya mucho más en la creación y en el conocimiento que en haber generado una rutina de actuación: el trato entre humanos. Cada ser humano es un elemento extremadamente complejo, diferenciado e imprevisible y no es lo mismo venderle un coche o relacionarse con él en una web de contactos que pretender entablar un encuentro carnal o conocerlo en una biblioteca pública. Sin embargo, solemos topar con personas que emplean la misma estrategia, el mismo método o la misma secuencia de actos, independientemente de con quién traten, en qué situación se encuentren o lo que pretendan. Son personas que han creado una «rutina de interacción», que en el marco donde se ha generado puede tener cierta eficacia, pero que resulta ridícula cuando la emplean en una circunstancia distinta a la que la generó. Son personas incapaces de «crear» otro «formulario de contacto» porque son personas sin capacidad creativa y sin el mérito sabio de la espontaneidad.
Tocar un violín, manejar un MD-87 o construir un zapato son actividades que requieren una cierta dosis de espontaneidad creativa, pero sobre todo un fabuloso bagaje de práctica. El violinista, el piloto o el zapatero deben llegar a una comunión total con el elemento con el que interaccionan, haciendo de la práctica un método extremadamente eficaz. Sin embargo, los seres humanos no somos un instrumento, un avión o un calzado, somos una sinfonía, un cielo o un camino.
Cuando conocí a Monsieur Guignot en la asignatura de Filosofía de la Universidad de Besançon, me dejó absolutamente fascinada. Su conocimiento sobre las vidas, obras y milagros de los filósofos franceses del siglo xx era vastísimo. Sus ideas me parecieron extremadamente originales, y naturalmente, con veintiún años, sucumbí irremediablemente a sus encantos. El problema, en aquel entonces, fue que él no sucumbió a los míos.
Ocho años después, participaba como tertuliano en un programa de televisión. Yo me encontraba en casa de mis padres, pasando unos días con ellos después de demasiado tiempo sin apenas contacto. Me pegué al televisor. Sobre la mesa de debate sus respuestas fueron tópicas, su erudición sonaba siempre pedante y sus reflexiones, estandarizadas. Tuve la sensación de que entre tanta lectura, entre tanta práctica de reflexión, se le había escapado la mayor; se había aprendido de memoria el mapa, pero no conocía el país. Monsieur Guignot, ocho años después, era un filósofo, pero no un sabio. La práctica había hecho de él un practicante, pero no un humanista, había aprendido mucho, pero no entendía gran cosa.
El valor de la práctica está siempre en función de la capacidad de aprendizaje del individuo. Si el umbral de aprendizaje es bajo, la experiencia adquirida con la práctica resulta del todo innecesaria. El genio, en una disciplina, con la práctica, potenciará su genialidad, el tonto, con la práctica, sólo potenciará su tontería.
La experiencia es el más alto de todos los valores cuando se ha hecho de la experiencia un valor. Cuando se ha hecho de ella, de la práctica, una rutina que no aporta experiencia por más horas que acumule, el experimentado no tiene más méritos que el novato. Lo importante, según creo, es la capacidad de entendimiento, la empatía que somos capaces de generar con nuestros semejantes, y esto no lo dan necesariamente las horas de vuelo, el número de camas o las titulaciones académicas. «El sabio puede sentarse en un hormiguero, sólo el necio se queda sentado en él», dice el proverbio chino. Hay que saber cuándo hay que levantarse del hormiguero y mirar hacia otro sitio para convertirse en un experimentado y sabio entomólogo.
Recordé a Diego, mi último amante, abandonado en el portal de mi casa la noche anterior. Diego fue, la primera noche, un magnífico amante. Supo encadenar una coreografía que hizo que nuestro encuentro fuera plenamente satisfactorio. Se le notaba maestría y oficio en el tacto. Se veía que la mía no era su primera cama, ni la única que visitaría aquella semana.
La segunda noche, algo hizo disparar mi señal de alarma: la incómoda sensación de déjà vu. La tercera noche ya sabía qué iba a decir, cómo se iba a colocar, por qué puerta iba a entrar y por cuál iba a salir. Si Verne, de la mano de Phileas Fogg, dio la vuelta al mundo en ochenta días y Cortázar, la vuelta al día en ochenta mundos, yo había dado ochenta vueltas a Diego en una noche. Justo lo que tarda uno en comerse un plato precocinado o en leerse el manual de usuario de un lavavajillas.
Para la interacción sexual, una buena cabeza vale mucho más que una mecanización de procesos más o menos eficaz. Para la vida, también. El sexo es un asunto de comprensión de lo humano y no una secuencia de gestos y puntos bien aprendida. No hay mejor práctica para el sexo que el pensamiento. Sin embargo, siempre hay un buen samaritano dispuesto a darnos o a vendernos la receta y a recordarnos que el hábito sí hace al monje.
En tiempos en los que no hay tiempo, en nuestra era de la inminencia, somos presa fácil de los manuales, de las mecanizaciones, de los artículos copiados y de los remedios milagreros. Preferimos reducirlo todo a una cancioncilla fácil de aprender y convertir todo en la receta de una compota de manzana.
La única ventaja de confeccionar y adquirir «manuales del buen amante» o «códigos del perfecto seductor» es que cuando te encuentres al lector de uno de ellos en tu cama, puedas saber cuál de esos libros se ha leído, y si te lo has leído tú también, tener al menos algo de que hablar mientras practicas lo de siempre.
En el sexo hay que conocer tres cosas básicas que se aprenden, a poco que nos dejen, antes incluso de aprender a leer. Los manuales que recomiendan la práctica de una estandarización de la seducción o del ars amandi resultan igual de cómicos que dar una lección bilingüe sobre cómo llenar un vaso de agua o la afirmación de Salvador Dalí: «Soy practicante pero no creyente». Con la salvedad de que la lección y la afirmación son geniales.
En ésas estaba cuando se le caló el taxi. En medio de aquel atasco en la calle Diagonal.
El hombre, cuanto más aguanta, mejor amante es
«¡Puccini tardó cuatro años en componerla!», susurró maravillado, interrumpiendo, una vez más, la audición.
Giovanni se giró hacia él, molesto:
«¿Crees que si hubiera tardado diez minutos, cambiaría algo?», le dijo.
El político se quedó meditativo.
«Llevas demasiado tiempo pagando a tus empleados por hora…», concluyó Giovanni.
En una pequeña población de la Toscana, durante un recital que incluía una selección de fragmentos de Turandot.
(El concejal de Cultura, que quería asociarse con Giovanni en un negocio inmobiliario, nos hizo de anfitrión. Solícito, complaciente, queriendo agradar continuamente, nos dio la noche.)
La práctica del coitus reservatus surgió, como el coitus interruptus, como un método anticonceptivo. Su propósito era, en un principio, simple: evitar, durante el coito, la eyaculación dentro de la vagina. Para conseguirlo, se empleaban distintas técnicas de control físico (retención de la próstata a través del músculo pubococcígeo y control de la respiración), mental (fundamentados en gestionar la excitación) y una rutina copulatoria que contemplaba la combinación de penetraciones profundas y cortas con detenciones.
A Giovanni lo conocí en el burdel en octubre de 1999. Desde el momento en que nos vimos, supimos, pese a nosotros mismos, que íbamos a vivir algo más que unos ratos de sexo de pago. Solía venir, en nuestros primeros encuentros, acompañado de un amigo de ojos muy redondos, como los de un besugo, y de nombre Alessandro. Alessandro se ganó pronto entre las chicas el apodo de «pez martillo».