La pareja es la sociedad erótica por excelencia del Modelo, porque es un Modelo «familiar», que exige que el fruto del sexo (el sexo sin fruto, como hemos dicho, no vale) sea protegido, educado, humanizado, responsabilizado. Eróticas que trasciendan el binomio pareja son consideradas todavía hoy anomalías y depravaciones o, en el mejor de los casos, simples extravagancias condenadas y originadas indefectiblemente por la falta de amor.
Este «sexo de manual» homogeneizado, uniforme y controlable se construye, en su discurso normativo, de aseveraciones normalmente falsas que, a fuerza de ser repetidas hasta la saciedad, acaban convenciéndonos no sólo de su veracidad, sino además de la falta de alternativa. Es como la cadena que no es más que una consecución de sus eslabones. Esas afirmaciones infinitamente repetidas y divulgadas, esos eslabones férreos, son los tópicos. Su poder es tal que al igual que algunos politólogos hablaron del fin de la historia y algunos críticos artísticos hablaron del fin del arte, hoy podamos empezar a hablar de la muerte del sexo. Cuando se acaba la alternativa, porque un Modelo se ha hecho único e incuestionable, se destruye la evolución, el desarrollo y el crecimiento. Cuando algo es eso y nada más que eso, empieza a no ser nada.
Contra el tópico, contra el engaño que conlleva y contra la resignación que supone, está escrito este libro.
Cuentan que un día, Platón definió al hombre: «Animal bípedo sin plumas» y que el sabio de Diógenes llevó hasta la puerta de su casa a un pollo desplumado mientras exclamaba: «Aquí tenéis al hombre de Platón». Después de esa lección, el ateniense reformuló su definición: «Animal bípedo sin plumas de uñas planas». En el sexo nos falta un cínico que lleve a la casa del moralista un pollo (o una polla) desplumado (a).
Pero ¿cómo cuestionar un manual sin generar otro alternativo? Hay algunos inmorales que hablan con absoluta precisión del sexo: los poetas. Cuando Leopoldo María Panero inicia un poema con el verso: «No es tu sexo lo que en tu sexo busco», está hablando a las claras desde el sexo. Quizá porque en la poesía, como decía Baudelaire: «La lógica de una obra sustituye cualquier postulado moral».
Pero esto no es un libro de poesía, es un texto divulgativo, descarado y sin miedo. Y sencillo, muy sencillo. Un libro que pretende enfrentarse al manual de uso y consumo, porque nuestro sexo no es un cuaderno de autoescuela ni un piano que haya que afinar y aprender a tocar con una maestría académica y uniforme. Es un texto que pretende desarmar la cadena de palabras con la que constreñimos erróneamente nuestra sexualidad. Y no es un libro para solucionar problemas, es para evitarlos, para evitar generarlos donde no existen, y para preguntar mucho más que para responder.
Es por eso por lo que este libro se titula Antimanual de sexo.
En una comedia española centrada en la guerra civil, un desencantado sargento franquista mantenía aproximadamente el siguiente diálogo con un soldado raso de su regimiento:
«¿Y tú, qué haces aquí?», a lo que el soldado perfectamente marcial e instruido respondió: «Estoy aquí, mi sargento, para evitar el advenimiento de las hordas rojas».
El sargento, hastiado de tanta guerra, le respondió: «Pero ¿tú sabes lo que es una "horda", capullo?».
Este libro es para intentar explicar lo que es una «horda», para intentar evitar la formación institucionalizada de más «capullos» (elementos verdaderamente molestos en la cama, en la ducha y en la palabra). Para que luego, desde la libertad que da el conocimiento, cada uno actúe como buenamente pueda o buenamente sea, sin venir aleccionado por ningún otro manual de combate.
Una vez dije que había sido puta. Hoy, quizá, insista en lo mismo.
Valérie Tasso
Noviembre de 2007
Tópicos que desmontar
Hacemos el amor para sentir placer, comunicar o reproducirnos
Hecha esta división, cada mitad hada esfuerzos para encontrar la otra mitad de la que había sido separada; y cuando se encontraban ambas, se abrazaban y se unían, llevadas del deseo de entrar en su antigua unidad, con un ardor tal, que abrazadas perecían de hambre e inanición, no queriendo hacer nada la una sin la otra.
Platón
El Banquete
«El sexo es el concepto que tenemos de nosotros mismos como seres sexuados.» La definición no es mía, es de Efigenio Amezúa y a buen seguro regresaré a ella en alguna que otra ocasión. Efigenio nunca ha sido mi amante (al menos que recuerde; las clases que impartía solían acabar de madrugada en los bares que circundaban al Incisex, entre humo y vino tinto, y ya se sabe, la memoria se dispersa), pero sí puedo decir que he practicado mucho, mucho sexo con él.
Fue en una cama de hotel, entre cuatro almohadones de oca sintética y pendiente de que un cretino no me clavara el cabezal estilo Imperio en la tercera lumbar, cuando pensé: «Será porque tengo cono».
Era en verano y Francia le había ganado el mundial de fútbol a Brasil. Había dejado a mi pareja oficial de aquel tiempo, Sandro, en la casa que sus padres, nuestros anfitriones, tenían en un pueblecito cerca de Padua y me había liado en una habitación de hotel con aquel tipo. No recuerdo su nombre, pero como de todas maneras iba a ponerle un seudónimo, poco importa. Nicolini, por así llamarlo (Sandro tenía un enorme gato capado al que llamaban así en honor al «castrato» napolitano), me había proporcionado uno de los encuentros sexuales más aburridos, mediocres e insípidos que recuerdan los anales de la erotología italiana.
Desde que el padre de Sandro me lo había presentado como su socio en un importante negocio inmobiliario, Nicolini no había bajado los ojos de mi modesto escote. En la cena de bienvenida que los padres de Sandro habían organizado en nuestro honor, intentó mostrarse galante y propuso que le acompañara al día siguiente para ver las instalaciones que su empresa tenía en la capital. Accedí, a sabiendas de que Sandro debía quedarse en casa para resolver algunos asuntos. Naturalmente, de la empresa no llegaría a ver ni la fachada.
Cuando vino a buscarme con su chófer, Nicolini estaba sentado en la parte de atrás del coche y parecía una hiena a la que le agitan delante una chuleta. Con un gesto entre firme y descarado le cerré la mandíbula (temía que en cualquier momento empezara a babear sobre mis medias Wolford) y le propuse directamente que me mostrara de lo que era capaz. Por un momento me pareció que aquello le rompía el tour turístico/erótico que tenía previsto y que tantas veces había debido de poner en marcha; deslumbrar con la grandeur de su poder empresarial, comida frugal en un restaurante chic pero intimista de muchas liras el cubierto y champagne en la cama. Ante ese panorama y esa compañía, prefería ir directamente al champagne.
Mientras Nicolini buscaba la postura (hay amantes que deberían aprender que mover el dedo corazón con un mínimo de gracia puede resultar suficiente) empecé a preguntarme por qué estaba «encamada» con este tipo.
Hay una regla valorativa que permite apreciar bien la calidad de un encuentro sexual. Debe aplicarse, según el viejo erotómano que me la prestó, justo en el preciso momento en el que el encuentro sexual alcanza la máxima intensidad. Dice así: «Si ahora puedes hacer otra cosa, hazla…». Si durante el sexo eres capaz siquiera de pensar hacer cualquier cosa que no sea lo que estás haciendo, es que algo no acaba de estar funcionando.