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En el budismo tibetano, las enseñanzas del tantrismo cobran el mismo sentido aunque perseveran más en los aspectos conceptuales de la instrucción que en los de disciplina física.

En ambas orientaciones, búdica e hinduista, se aprende a gestionar el deseo, bien sea para canalizarlo y utilizarlo como una mística reveladora, bien sea para evitar las dependencias de él.

Tanto el tantrismo hinduista como las enseñanzas tántricas en el budismo tibetano son escuelas esotéricas. Es decir, las enseñanzas son secretas y sólo se transmiten a iniciados a través de la instrucción de un gurú o maestro. No es como el cristianismo u otras religiones exotéricas que hacen del proselitismo y de la propaganda evangelizadora su fuerza. Son doctrinas «reveladas» y nadie, salvo un iniciado, puede saber nada de ellas.

El segundo día, mucha música de sitar, mucho incienso, mucho manirá cogidos de la mano y mucho tejido naranja. De kundalini yoga siguió habiendo muy poco.

Fue durante la ejecución de una asana cuando tuve claras algunas intenciones de Simón. Sujetó con su mano derecha mis glúteos mientras la izquierda la apoyaba en mi pecho… «es para abrir el tercer chakra», me dijo. Aquí, de tejas para abajo, lo llamamos «meter mano», pensé.

Al despedirme, me contó que estaba en plena fase de expansión de su negocio de centros de sexualidad tántrica por todo el territorio español y que alguien como yo, atractiva y lista, podía serle de mucha utilidad.

Pretender los resultados sexuales que se le supone a un iniciado en el tantrismo, sin haber tenido acceso a sus esotéricos procesos formativos, es como intuir que se puede operar una válvula aórtica sin preocuparse de haber pasado por la Facultad de medicina. Y apoyarse un cuchillo en el pecho.

Obtener o pretender obtener el objetivo sin el conocimiento que da el esfuerzo para conseguirlos es peligroso. Es como los niños que se hacen o nacen ricos sin saber lo que es el dinero o las armas automáticas en manos de quien no sabe lo que es una vida. Decía el físico Stephen Hawking, cuando se le preguntaba por lo que más temía, ahora que los avances científicos nos podían convertir en el primo de Dios, «que nuestro poder crece mucho más rápido que nuestra sabiduría». A veces no resulta peligroso, sino simplemente ridículo. En nuestra cultura del eslogan comercial, de esa filosofía sapiencial que es el tantra, nos han silbado las proezas amatorias y los logros de retención eyaculatoria; el espectáculo en definitiva, como a los grandes centros comerciales llega la primavera o la China. Pero exponer latas de comida china no es la China, y comerse un pato laqueado no es entenderla, entre otras cosas, porque la China sólo la entienden los chinos.

«Hacerse la picha un lío» es una expresión que podría muy bien haberse acuñado para la mayoría de los que hablan y practican, aquí en el Oeste, el tantra.

Abandoné el centro y al maestro tántrico cuando finalizó la tercera clase para inscribirme en otro un poco más lejano, pero en el que sigo desde hace tres años. Como tengo tendencia a explicar la razones de mi partida antes de irme, le dije al gurú, en español clarito, no fuera a ser que el sánscrito se me resistiera, que me parecía que lo único que le interesaba era hacer pasta y echarme un polvo, y que si para lo primero se podía valer solo, para lo segundo era yo quien sacaba la pasta.

Todos, quizá, podríamos aprender un día checo y saber llegar al aeropuerto de Brno sin perdernos. Algunos, también, con más esfuerzo quizá, alcanzarían un día la ciudadanía checa. Pero muy difícilmente podrá, ninguno, «ser» checo. Aquí, en el Occidente judeocristiano de fe y grecolatino de razón, es decir, en nosotros, el tantra hay que entenderlo como un espectáculo exótico en el que los bienintencionados pueden llegar a ser estudiosos y las «teletiendas» pueden llegar a sacarle rendimiento comercial. Porque para «ser» algo, hace falta, además de entender e interpretar, una cultura y un contexto. Y para nosotros, la cultura y el contexto donde tiene sentido y entendimiento el tantrismo son tan extraños como para un perro las clases de cetrería.

Él, sonriente, me dijo que yo no había entendido la esencia de su mensaje. Durante los siguientes tres meses siguieron pasando recibos a mi cuenta bancaria. Yo creo que sí había entendido la esencia de Simón.

Cuentan que Antonin Artaud asistió un día a una función de teatro balines. Se cuenta que, tras el espectáculo y no entender que se trataba de una representación, pues él creyó que los actores estaban poseídos por un verdadero arrebato visionario, creó el «teatro de la crueldad». Su propuesta teatral ha sido fundamental para que se desarrollase una vanguardia teatral en nuestra cultura.

Probablemente, de creer haber entendido algo, aunque en realidad no hayamos pillado ni la copla, podamos en Occidente generar algo interesante que haga que nuestras relaciones amatorias mejoren en concepto y práctica. Una especie de dalealtrantran o de sexo tóntico que, como a nosotros nos interesa, resulte útil y operativo.

Como decía el sabio indio en el Tantraraja Tantra:

Na kadacit pivet siddho devyarghyam

aniveditam Pananca tavat kurvita yavata syan manolayah

Tatah karoti cet sadayah pataki bhavati dhruvam

Devtagurusevanyat pivannasavam ashaya

Pataki rajadandyash cavidyopasaka eva ca.

Naturalmente.

Todos podemos ser multiorgásmicos

Sonya Thomas el 1 de febrero de 2006 se comió veintiséis sandwiches de queso en diez minutos. Ganó con ello el prestigioso Campeonato Mundial de Comedores de Sandwich de Queso. Al finalizar la competición se mostró decepcionada: «Podía haberlo hecho mucho mejor», declaró.

Noticia

Recuerdo mejor los gritos de mi madre que el motivo de los gritos. Yo debía de tener apenas cinco años y un osito de peluche, de color osito de peluche, tres dedos más grande que yo. No sabría explicar muy bien por qué me frotaba contra él, aunque intuyo que mi madre sí debía de tener una idea mucho más clara que yo. Al menos su cara de pánico reflejaba una enorme seguridad.

Un tiempo después seguía sin saber qué ocasionaba los gritos de mi madre, pero aprendí a ocultarme cada vez que buscaba el cariño de mi amigo de trapo. Entonces, la naturalidad se convirtió en intención y la satisfacción en ocultación, aunque la inquietud no estaba en mí, sino en el ojo de mi madre. Con toda su buena intención.

Aprendí, cuando ya era yo la que le sacaba tres cuartas al osito, que no era la única niña que se sentía bien muy cerca de su nounours, ni la única que desvestía a mis muñecas más con la intención de ver que con la de cambiarlas. Podría incluso decirse que yo no resultaba nada original en mi actitud. Aunque quizá, para cuando supe esto, y con vistas a evitar la culpa, ya era un poco tarde.

El orgasmo tiene algo de partida, de experiencia inefable y de expresión muda.

Bataille lo llamaba la petite mort («la pequeña muerte») posiblemente porque, si bien una se va, tiene ocasión de regresar. Es de las cosas más inequívocas de sentir, pero más endiabladamente difíciles de definir. Es pura acción, puro gerundio, sin circunloquios ni argumentaciones. Su experiencia misma oscurece todos los discursos sobre él. De nada vale, tampoco, una exposición clara de la sintomatología que lo acompaña, porque su realidad es mucho más amplia que la suma de los síntomas que produce. De nada valen tampoco las valoraciones en torno a él, porque cuando él llega se las lleva a todas. Y no hay ciencia que lo aborde, a no ser la mística.

El orgasmo es el «gran comedor» de palabras. Sólo permite el gemido, el aullido, la expresión infrahumana, pero no la palabra. Lo que queda de humano en nosotros, en presencia suya, es sólo la necesidad de expresar, pero no el lenguaje, ni el pensamiento. No hay tampoco risas durante su presencia, «antes» posiblemente, «después», tal vez, pero «durante» nunca. Ni risas, ni palabras, sólo él.