Tuve que superar con claridad la veintena para sentir mi primer orgasmo. Lo alcancé sola. Una de aquellas noches en las que deseaba más pensar en mi ocasional amante que en estrecharlo.
La maquinaria sexual femenina es de una enorme complejidad; olvidada, moralmente castigada en su uso y enormemente misteriosa. Una misma debe aprender a tratarla y debe aprender a perder el miedo a tratarla. La marea de falsas creencias, de supersticiones, de miedos acumulados, de doctas ignorancias ocultan el verdadero hecho: tener un orgasmo es haber aprendido a tenerlo. Y todo conocimiento requiere valentía para trascender, talento para medir y tiempo para crecer.
En el aula vacía de Derecho Internacional se dio mi primerizo orgasmo en compañía, con mi mano dirigiendo la suya. El peluche de aquellos días se llamaba Thierry. Fue un orgasmo «en construcción». Apareció, de eso no tengo dudas, y en cierta medida amplificó las sensaciones placenteras que decenas de amantes antes que él me habían propiciado.
Otra tarea compleja es intentar definir el sexo sin asociarlo al orgasmo. Y sin embargo así debería hacerse. Creer que el sexo es «aquello que tiende o procura el orgasmo» es limitar extraordinariamente el sentido del sexo y darle una finalidad concreta. Es intentar hacerle un traje de novia al viento. El sexo sólo tiene límites para quien se los pone y finalidad para el que se la impone.
Llegué con el tiempo justo de cambiarme para recibirlo. Tenía poco pelo. De mediana estatura, debía de rondar la cincuentena y, aunque de extremidades delgadas, su vientre era prominente y redondo. Por su aspecto deduje que posiblemente se dedicaría a la abogacía. Yo ya había cumplido los treinta.
La respuesta sexual humana, en términos estrictamente operativos, se inicia con el deseo. A él le sigue la excitación que precede a la meseta, tras ésta se alcanza el orgasmo y finaliza la interacción con el periodo refractario. Este último «segmento» varía entre los hombres y mujeres. En los primeros, si el orgasmo ha ido acompañado de eyaculación, el periodo refractario se convierte más en una fase de resolución que da lugar a una «incapacidad» física transitoria por poder continuar. Tras un periodo de tiempo de reposo que oscila en función de varios factores, nada impide que vuelva a poder retomarse el proceso de deseo, excitación y meseta hasta alcanzar otro orgasmo. Si en los varones se sabe distinguir las contracciones prostáticas que anteceden a la eyaculación y se identifica el orgasmo con ellas, la fase de resolución no sucede y se pueden encadenar varias «secuencias» de espasmos prostáticos en un mismo encuentro sin perder la excitación. En las mujeres, el periodo refractario es menos concluyente y tiene una pendiente más suave, de forma que es relativamente sencillo que la excitación lo «desactive» sin tener que realizar un periodo de reposo.
A esta posibilidad de alcanzar un orgasmo tras de otro en una misma relación, vía minimización del periodo refractario, alguien dio en llamarla «multiorgasmia». La «orgasmia secuencial», un neologismo, que yo sepa, que propongo y que creo que es un término más adecuado porque evita la simultaneidad que puede conllevar el prefijo «multi», es un concepto que se ha introducido en nuestro «discurso normativo del sexo» recientemente.
En la habitación del jacuzzi y las cortinas rojas, no me resultó muy difícil que alcanzara pronto el orgasmo. Sin embargo, él había pagado dos horas y, además, era de aquel tipo de cliente, digamos, «complaciente». Así que sugirió que ahora debía ser yo quien lo alcanzara. Y acepté la sugerencia.
En mi caso no me había resultado demasiado difícil alcanzar el orgasmo en otras relaciones mantenidas con clientes. No siempre era así, pero a poco que el eretismo asomara la cabeza, no tendía nunca a despreciarlo.
Me coloqué sentada encima de su cara, y él empezó a lamer. El orgasmo que apareció, sorprendentemente a los pocos minutos, fue un orgasmo de plena madurez. Su nivel de gratificación fue tan elevado que hizo que la excitación superara ampliamente el modesto periodo refractario. Con lo que después del primero vino el segundo. Y tras éste, otro. Era la primera vez en mi vida que enlazaba varios orgasmos en una misma relación.
Para que eso sucediera, tuve que haber cumplido tres décadas, tuve que topar con una persona que por su físico y sus habilidades me dejara totalmente indiferente, es decir, completa y exclusivamente preocupada de mí y de mi placer, y tuve, eso también hay que decirlo, que haberme metido, unos meses antes, a puta.
En una sociedad que se rige por los niveles de producción, que sigue condenando la sexualidad no productiva (la que no genera y engendra: onanismo, homosexualidad, voyeurismo, fetichismo…), nadie puede rechazar los altos niveles de rentabilidad que procura la multiorgasmia. Quizá por eso la llamada multiorgasmia es uno de los grandes temas de la divulgación del discurso normativo. Las agencias de prensa de la sexualidad comme il faut y del «goce usted produciendo como ninguno» se encargan de divulgar a los cuatro vientos el superorgasmo o la secuencia infinita, sin dejar por ello un instante que nos olvidemos del «cómo» coital, sin dejar siquiera que nos preguntemos por otro «cómo» que no sea ése. Mientras, la señora, que bastante tiene en su casa con lo suyo, con su modesto orgasmo un sábado de cada tres si el mes es propicio, padece por no llegar a alcanzar estos excelsos niveles de rendimiento.
Decía Epicuro: «Nada es suficiente para el que lo suficiente es poco». Uno no sabrá a nada si pueden ser dos, y el tercero se quedará pobre si no se alcanza el cuarto. Ésa es la esclavitud de la generación en cadena, del «consiga usted todo lo que quiera» con el que suelen acabar los cuentos en nuestra sociedad postindustrial.
Es muy posible que todos, como seres humanos, podamos comernos dos bocadillos de queso en diez minutos, o quince o hasta veintiséis, pero ¿por qué? y ¿para qué?
Debo confesar que tanto hablar del orgasmo me ha abierto el apetito.
El orgasmo simultáneo es lo más
En un día de mucho calor, un león y un jabalí llegaron a la vez para beber en un arroyo. Discutieron amargamente para otorgarse el derecho a beber primero, hasta el punto de retarse a muerte. Cuando el feroz combate era inminente, se acercaron hasta ellos un grupo de buitres y cuervos.
El jabalí entonces propuso:
«Mejor que bebas tú primero y seamos amigos que espectáculo y alimento para otros».
Traducción libre de la fábula de El león y el jabalí, de Esopo
Eric había perdido el vuelo. Habíamos pasado la noche intentando uno de sus descubrimientos eróticos más recientes relacionado con la simultaneidad. Sin más éxito, por cierto, que el que le quise hacer creer.
Una de las ventajas de que tu padre sea el propietario de la empresa es que, a veces, puedes perder el vuelo sin que vuele con él tu empleo. Desde la oficina le reorganizaron las visitas para el día siguiente, aunque mantuvieron su agenda de trabajo de cuatro días en París. A Eric, más como una humillación que como un premio, le dieron el día libre. Yo no lo supe hasta que llamó al portal.
A Fernando lo conocí la noche anterior, cuando con unas amigas tomaba unas copas en un local chic de la posmodernidad madrileña. Era uno de esos aspirantes a trovadores, con un aire muy estudiado de malditismo y con más encanto que oficio. Intimamos, de esa manera de la que sólo se puede intimar en los dos metros cuadrados del lavabo del local. Como el encuentro había sido muy «estrecho», le propuse repetir al día siguiente, a las once de la noche en mi piso, bueno, en el piso de Eric, bueno, en el piso del papá de Eric.