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Que Hassan era aficionado a meterme botellines de coca cola de 25 cl. por la vagina es algo que quizá algunos ya conozcan. Les daba la vuelta, introducirlas de frente puede provocar el vacío, y las metía lentamente, recreándose en la suerte. Para Hassan eran los botellines, para Piero, los plátanos pelados (que luego se comía), Andrés tenía preferencia por los pepinos (que también yo le hacía pelar, no sólo porque la piel del pepino puede ser incómodamente rugosa, sino porque la pulpa del pepino contiene sustancias astringentes y antisépticas), el piadoso de Roberto (un antiguo cliente), velas blancas de unos 5 cm de diámetro que compraba en una cerería del barrio gótico de Barcelona, a Luz le perdían los consoladores (variadísimos, cuanto de más tamaño y más «veristas», mejor), a Carlos (otro cliente, este de la línea fetichista) era un collar de perlas de su difunta madre, y a muchos, a muchos otros, los dedos. No hablo de los que buscan directamente meter el pene.

Es curiosa la de cosas que se pueden meter o sacar de una vagina, pero es mucho más curioso el motivo por el que se introducen.

El suelo pélvico lo conforman una serie de músculos que suelen operar de manera sincronizada, es por ello por lo que también se habla de ellos como si de uno solo se tratase, denominándolos el «pubococcígeo». Extendiéndose desde la parte anterior de la pelvis hasta el sacro (el hueso «cóccix»), retiene y evita la caída de órganos como la vagina, el útero o la vejiga en la mujer y la próstata, por citar uno, en los hombres. Un músculo bien formado permite tener control sobre la micción o sobre la evacuación fecal y previene de trastornos como el prolapso de útero y vagina en las mujeres, mientras que en los hombres les permite tener un control sobre la próstata y por tanto sobre la eyaculación. El austríaco Arnold Kegel ideó, en la década de los cuarenta del siglo xx, una serie de ejercicios que permite ejercitar esa musculatura, ejercicios en los que resultan de enorme utilidad las bolas chinas.

A Marisa la conocí en Madrid. Fue ella misma la que se presentó. Era de madrugada. Yo salía de un plató de televisión, donde había concedido una entrevista.

– Valérie, he leído tu libro y tenía que decirte que me ha parecido ¡fascinante! -me dijo, acercándose a mí de manera decidida.

Marisa vestía elegantemente. Bellísima, con el talle de una quinceañera, se le notaba gusto, dinero y una especial inclinación por Versace.

– Muy amable, te lo agradezco… -le respondí realmente agradecida por el cumplido.

A partir de entonces nos vimos con relativa frecuencia hasta llegar a intimar (de palabra) y compartir algunas asignaturas en las aulas del Incisex. Formada en un círculo estricto del cristianismo mas fundamentalista, conmigo se sentía desinhibida para relatarme con todo detalle los continuos pecados de la carne que cometía, siempre, eso sí, dentro del marco del sagrado matrimonio. La interpretación que hacía de la doctrina que le habían imbuido del deber marital era, sencillamente, brillante. Cumplía uno a uno los preceptos de obediencia y sumisión, pero había convertido esos preceptos no en una mutilación, sino en un gozo carnal continuo.

– Soy la puta de mí marido -solía repetirme. No había nada que él no hiciera que a ella no le reportara un extraordinario placer sexual. Además, como todo buen ortodoxo, había dejado abiertos los convenientes «puntos de fuga» en forma de incumplimientos a la ley divina, con los que justificarse frente al confesor y a la familia.

Fue otro austríaco, Sigmund Freud, el que valoró el orgasmo vaginal como superior al clitoriano. Según el padre del psicoanálisis (uno de los intelectuales más originales, por cierto, de la modernidad), la mujer sentía en su periodo formativo un orgasmo de origen clitoridial que en la madurez se iba redirigiendo hacia la vagina. Por tanto, una mujer madura era la que con su vagina, y no con su clítoris, podía provocarse orgasmos. Todos, excepto un grupo reducido y sin demasiado criterio (las mujeres), estuvieron de acuerdo. El tercer pilar del discurso normativo de nuestro modelo de sexualidad, el «coitocentrismo», estaba remachado con hormigón armado. Si entre todos convertíamos la vagina en algo sensible, el meter cosas dentro de ella cobraba pleno sentido.

Eran tiempos en los que las sufragistas empezaban a reclamar un papel igualitario en el derecho a voto (que en Francia, por ejemplo, no llegaría hasta 1944, más o menos cuando Kegel creó sus ejercicios); eran tiempos en los que a las mujeres había que empezar a «convencerlas».

Se hizo el silencio en el aula de sexología de la Universidad de Alcalá de Henares. Marisa acababa de anunciar con rotundidad que, pese a las observaciones del profesor, ella sí alcanzaba orgasmos vaginales cuando su marido la penetraba. Frente a las miradas de la veintena de alumnos que se dirigían a ella (no tanto quizá por la observación, sino por la falta de pudor con la que la había emitido), ella meditó un momento y prosiguió:

– Bueno, también me corro cuando me la mete por el culo…

A mí me gusta que me la metan de tarde en tarde, debo confesarlo. No es mi modalidad erótica favorita, pero tampoco le hago ascos. Pero nunca, ni por empatia, el coito me ha producido exclusivamente un orgasmo. Ni a mí ni a ninguna de las mujeres con las que he hablado de ello. Salvo a Marisa. Es una sensación placentera, no lo niego, especialmente cuando, por ejemplo a cuatro patas, el falo toca la pared anterior de la vagina y estimula indirectamente la zona interna del clítoris. Es una sensación psicológicamente agradable, la de integrarse en algo parecido a una unidad cuando el amante lo merece. Pero de ahí al orgasmo… ¿Por qué seguimos discutiendo sobre eso? ¿Por qué seguimos sin saber si la vagina tiene terminaciones nerviosas que puedan inducir al orgasmo? ¿A quién le interesa que desconozcamos eso?

Susana puede hacer ritmos con las bolas chinas introducidas en la vagina. Puede, según dice, mover el pene de su compañero a voluntad y masturbarlo (o «vagiturbarlo») sin demasiado esfuerzo. Eso está bien, es un gran logro, pero tiendo a ver en ello una adaptación más de la anatomía femenina al placer sexual masculino que un avance en el goce propio. «Lo malo de la ignorancia es que va adquiriendo confianza a medida que se prolonga», proclamaba Alexis de Tocqueville. Ignorancia es creer que las bolas chinas sirven para dar placer a las mujeres. Ignorancia es no saber a quién beneficia esa creencia.

Dos mujeres conversan entre ellas: -Por ahí viene mi marido con un ramo de flores… esta noche me tocará abrirme de piernas.

– Pero, cono, ¿es que no tenéis un florero?

Frente a un «coitocentrismo» demoledor y excluyente yo no propondría un «coitofugismo», pero sí un «cogitocentrismo» conciliador y sensato. Y si uno no acaba de encontrar su «cogito», que busque dentro de una vagina, a lo mejor está allí, uno nunca sabe la de cosas extrañas que se pueden meter en ella…

Si no siento placer, es que soy anorgásmica

Creo verdaderamente que las decisiones que he tomado harán un mundo mejor.

Georges Bush

Declaraciones en Time evaluando la invasión de Irak

El orgasmo no es una casualidad que se presenta, es una decisión que se toma. Una determinación a la que se llega, después de haber realizado una valoración, durante la interacción sexual, de esas circunstancias concretas que nos proponen la posibilidad del orgasmo. Como en cualquier toma de decisión, por inconsciente que sea, nuestro sistema de valores evalúa lo que está sucediendo, juzga la conveniencia o no de optar por la posibilidad que tenemos y decide si queremos adoptar esta alternativa o no. Sucede que, muchas veces, esta decisión la tomamos, sin saber que estamos tomando una decisión. Normalmente, es un proceso implícito que no requiere que tomemos lápiz y papel, pero que, en cualquier caso, sí exige que se haya aprendido a tomar esa decisión de manera implícita.