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Leí, en una ocasión, del filólogo Marius Serra, el caso de un monje, Pompeyo Salvio, que a principios del xvii, de la jaculatoria Ave María, gratia plena, dominus tecum, había conseguido sacar quinientos anagramas (quinientas composiciones con sentido, combinando y utilizando las treinta y una letras de la jaculatoria). No sabemos cuánto tardó el tal Salvio en su cometido, pero en ningún caso debió de tratarse de un lanzamiento precoz… Y si con una jaculatoria se puede hacer eso, imagínense con una eyaculación…

Mi pareja me toca menos… Seguro que ya no me quiere

– El ser humano parpadea unas diez veces por minuto -le dije.

– ¿Ah, sí…? -me respondió.

Y empezó, involuntariamente, a parpadear como un poseso.

Marcelo era un hipocondríaco y además un cretino que me había dado la tarde. Se lo tenía merecido.

Nada mejor para crear un problema que creer que ya existe.

Las relaciones de pareja son siempre un «terreno problemático», fundamentalmente porque se construyen basándose en pactos y éstos no siempre se pueden poner por escrito. Hay, como los buenos legisladores, que saber leer y saber interpretar. Para lo primero, hay que conocer la «escritura» del otro, saber cómo se expresa, conocer su vocabulario y entender su letra. Para interpretar, hay que conocer el «idioma» que se ha generado en la relación, hay que haber aprendido a colocar cada palabra en un discurso formado entre dos individualidades que escriben el libro de su existencia a dos manos. Decía Michel de Montaigne en sus Ensayos que «la palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha». Pocas veces como en la pareja esta afirmación cobra tanto valor.

Vivía en mi casa desde hacía seis meses.

Ya hemos dicho que el amor es un asunto de entendimiento y de cultura «amorosa». Con él sucede un poco como con el gusto; «yo no entiendo mucho de arte, pero sé perfectamente lo que me gusta», suele decir uno cuando se enfrenta a una obra artística y no ha visto muchas antes. Con ello se pretende recalcar que uno tiene criterio estético, olvidando que el gusto no es más que una capacidad inconsciente, común a todo mortal y que se genera involuntariamente desde el momento que tenemos vista. Pero tener la capacidad de apreciar si algo nos resulta agradable o no está muy lejos de tener «gusto». Entre un «enterado» y un «conocedor», la diferencia radical es que el segundo ha sabido educar su ojo para una lectura eficaz y ha sabido establecer un canon con las miles de «miradas» que ha efectuado. Mientras que el primero sólo ve, el segundo interpreta lo que ve. En el amor y en las relaciones de pareja pasa igual, todos creemos que podemos gestionarlas simplemente porque somos capaces de amar (de ver), sin darnos cuenta de que las podremos gestionar verdaderamente sólo cuando seamos capaces de interpretar lo que vemos.

Le dije que me dolía la cabeza. Es cierto que llevaba un tiempo sin acostarme con él. Yo no sabría decir cuánto, pero él seguro que sí. Me giró la espalda y apagó la luz. Yo, a tientas, me levanté a buscar una aspirina.

Un sofisma es un razonamiento aparente que nos pretende convencer de lo falso:

Sócrates es mortal.

Las vacas son mortales.

Sócrates es una vaca.

Algunos, como éste, parten de dos premisas ciertas para alcanzar una conclusión errónea. Otros, directamente, se apoyan en premisas falsas, que creemos como ciertas, para completar un silogismo engañoso. Un ejemplo:

El sexo es pasión.

La pasión es amor.

El sexo es amor.

Ni el sexo es exclusivamente un acto pasional, ni la pasión es sinónimo de amor, ni la falta de sexo es sinónimo de desamor. Esto último es lo que aquí nos interesa.

Al despertar, recordé el desencuentro de la noche. Me acurruqué contra su cuerpo y puse cariñosamente la mano sobre sus genitales. Él todavía dormía. Le susurré algo al oído y me respondió con un exabrupto del que sólo pude entender algo así como «déjame dormir, ¡joder!». Me di la vuelta irritada y decidí que volveríamos a practicar sexo justo cuando y como yo quisiera.

Al «discurso normativo del sexo» le gustan las medidas. No sé exactamente el porqué, aunque intuyo que tiene algo que ver con estrategias para comercializar mercantilmente el sexo. Una de sus mediciones favoritas es la frecuencia. «¿Cuántas veces practicamos el sexo al año?»; nadie explica, y menos los fabricantes de condones, lo que significa «practicar el sexo», aunque todos, desgraciadamente, tenemos una idea bastante clara de a lo que se refieren.

He dicho ya en algún sitio que las estadísticas sirven para saber lo que dicen las estadísticas. Poco más. Sin embargo, y esto lo sabe cualquier político en campaña, también pueden influir notablemente en la idea de «normalidad» que la ciudadanía pueda tener de ella misma. Estadística es, también, por cierto, la amiga que nos cuenta cuántos polvos ha echado con su maromo la última semana. Si nos creemos, por ejemplo, que las parejas normalizadas folian (es decir, la meten) tres veces por semana, empezaremos a tener un problema. Cuando no cumplamos con la «media» normalizada, creeremos que somos menos amados.

Pasaron los días y yo le chantajeé emocionalmente negándole el encuentro sexual. Esto hizo aumentar notablemente la tensión en casa. Fue una buena amiga, a veces es una desgracia tener una buena amiga, la que me llamó, preocupadísima, para informarme que le habían visto en compañía de otra gran amiga. Un patrimonio, esto de las grandes amigas. Me dolió enormemente, pero me pareció vulgar el reprochárselo, quería algo más sofisticado, así que me enrollé con su mejor amigo.

La interacción sexual en una pareja estabilizada es un acto cultural. No es un sentimiento, como nos quieren vender, es un convenio sentimental. No es una pulsión inmanejable, es una apetencia pactada. Como ir juntos al teatro, como compartir la cena, como prestar consuelo. Nos hacen vivir en una idea del amor y la convivencia en la que se olvida que, por encima de sentimientos incontrolables (los que nos acometen al empezar a construir, pero no para ir construyendo) y de novelescas pasiones decimonónicas, está el acuerdo; el acuerdo por crecer en la compañía de alguien sabiendo escribir, leer e interpretar cada uno de los párrafos de la Constitución. Pero si consumir es fácil, igual que engañarse, construir es laborioso, igual que comprender.

No tardó mucho en enterarse. Rompió la vajilla, recogió sus cosas y se marchó. No sé si realmente le quería o si él llegó a amarme, no sé si se tiró a mi amiga, pero ahora sé que de un dolor de cabeza y del sueño de una mañana de domingo, hicimos un problema.

Estas líneas no son una apología de la pareja, es una apologia del entendimiento cuando se quiere vivir en pareja. Es una patada en los huevos de los que nos quieren hacer creer que amar, cuando se quiere amar, es fácil, de los que nos engañan con sus papeles diciendo que cuando se folla poco es porque, irremediablemente, ya no existe el amor y de los que hacen de su sinrazón la razón de otros. Como decía perfectamente el poeta: «Amamos sin razón y olvidamos sin motivo». Sería hermoso amar con razón y olvidar los motivos.

Con lo edad se pierden las ganas

Gorgias Leontino, que cumplió ciento siete años y que jamás cesó en su estudio y trabajo; el cual, habiéndosele preguntado por qué quería vivir tantos años, dijo:

«Nada tengo de que acusar a la vejez».

Extracto de Catón el Viejo o de la Vejez

Cicerón

No hay mejor manera para hacer que algo sea cierto que creer que es cierto.

Madame Claudette sentía una especial predilección por los trajes de Chanel. Pese a lo avanzado de su edad, mantenía una silueta esbelta y un pelo cano y lacio que dulcificaba su rostro y daba sentido a sus arrugas. De miembros largos y delgados, sus gestos eran siempre comedidos pero determinados. Al hablar, sus manos se movían por el aire como las de un pianista durante un recital.