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Baruch Spinoza (que no es el nombre de ningún antiguo cliente al que quiera ocultarle la identidad) decía, entre otras muchas cosas, «el deseo es la verdadera esencia del hombre». Este filósofo judío sefardí, que para algunos es el iniciador moderno del ateísmo, sostenía que lo que verdaderamente resultaba sustancial de cada uno de nosotros era la perseverancia en ser uno mismo. Lo llamó el conatus, la «insistencia» irrefrenable y continua por ser uno mismo. Esto esencial que nos identifica y nos realiza a cada uno individualmente y a todos como seres, sólo se consigue a través del deseo.

Aquella tarde de septiembre de 1999, en la que Susana me abrió la puerta, fue la primera vez que entré en la «casa». La casa es como solíamos llamar las chicas al burdel, quizá porque para algunas era lo más parecido a un hogar. Apenas una hora después, tras un cigarrillo nervioso en compañía de la encargada de día y de unas palabras con Cristina, la madame, yo ya estaba haciéndole a un desconocido una felación de pago en la suite Bacará. Una felación más difícil por la complejidad de sujetar el preservativo sin desplegar en la correcta posición dentro de la boca que por el cargo moral que aquello pudiera comportar. Más difícil por la erección blanda de un pagador demasiado aficionado a la cocaína que porque no tuviera que hacer justo eso en ese preciso momento.

Aquella tarde de septiembre yo llevaba a cabo un deseo (yo «insistía» en seguir siendo yo); el de ser una novia de alquiler, el de prostituirme. Para mí, ejercer de puta era un deseo, no una fantasía. Las fantasías nunca se realizan. Pertenecen al imaginario erótico individual e intransferible de cada uno de nosotros, y si bien operan con los mismos elementos imaginativos y narrativos de los deseos, nunca se llevan al plano de la realidad (al menos voluntariamente). La fantasía está poblada de personajes fantasmagóricos que se mueven en escenarios de miedos almacenados. Pueden resultar enormemente excitantes en ese marco onírico, pero en ningún otro.

El cliente acarició el lado interno de mis muslos mientras me introducía en el jacuzzi. El agua burbujeante lo ocultaba hasta la cintura. Lo lavé. El día anterior había adquirido en la farmacia un jabón dermatológico de un ph extremadamente ácido y lo había colocado en un recipiente parecido a una petaca que a partir de entonces llevaba siempre conmigo en mis salidas. Se encontraba recostado, desnudo, sobre uno de los laterales de la bañera. Mientras me contoneaba discretamente delante de aquel desconocido, empezó a susurrarme algunas «palabras de amor»; «Las francesas siempre habéis sido muy putas…».

Les suele gustar creer que ejercen el poder. Pero es pura ficción. El tempo, el ritmo y la boca que se inclinaba sobre su pene húmedo eran míos. El que iba a desarmarse era él y no yo.

«Deseo» y «desidia» tienen una misma raíz común, desideo (verbo que en latín tenía un significado semejante a «vagar», «estar indolentemente», «ver pasar las cosas sin intervenir en ellas»). En francés, désir deriva del verbo desiderare («mirar a los astros», «contemplar los objetos siderales», «otear los objetos que brillan»). Parece que para los antiguos sólo deseaba el ocioso. Y parece que ya tempranamente el deseo se convirtió en algo moralmente reprochable. «No es pobre quien menos tiene, sino quien más desea», sentenciaba Séneca, que además de acertado y estoico era un moralista (… aunque así le fuera con Nerón).

Mientras me sujetaba la cabeza con las manos podía notar cómo sus piernas se contraían sobre mi cuello.

– Qué bien lo haces -me dijo.

Levanté un momento la mirada y fijé la vista en sus ojos.

– Es que soy francesa… -le respondí. Esta frase me serviría desde entonces de coletilla para con todos aquellos que valoraban así mis lúbricos encantos.

No sé realmente si en aquel momento de deseo mis aptitudes eran dignas de ese elogio, lo que sí puedo asegurar es que no estaba ociosa…

Creo que fue Agustín de Hipona («San» para los devotos) el que hizo una diferenciación entre las distintas libidos (por cierto, «libido» es una palabra llana y no esdrújula, como suele pronunciar la mayoría de la gente, y significa «avidez»). El bueno de Agustín distinguió tres, posiblemente siguiendo aquello de «divide y vencerás». Existía, según él, la libido sciendi (o el deseo por el conocimiento), la libido dominandi (el deseo de poder) y la libido sentiendi (que era el deseo de sentir, de gozar carnalmente).

Intuyo que para este padre de la Iglesia católica, la diferenciación permitiría el «gestionar» aquello consustancial a los seres humanos: el deseo. Una debía ser buena, otra debía canalizarse y la otra debía directamente reprimirse. Personalmente, no entiendo la diferenciación. Los tres se identifican uno con otro, se llevan de la mano porque son lo mismo. Y no sólo porque desear poder, sexo o conocimiento sea lo mismo: deseo, sino porque lo mismo es también el poder, el sexo y el conocimiento.

Pude notar cómo eyaculaba por sus contracciones, por cómo apretó con más fuerza mi cabeza entre sus manos mientras empujaba su pene hasta el fondo de la garganta y porque el pequeño recipiente del condón se llenó dentro de mi boca. En aquel momento yo sabía mejor quién era y hasta dónde podía llegar, yo había dominado a ese individuo y esa situación (había tenido el poder sobre esa persona y las circunstancias del encuentro) y había saciado una apetencia carnal (la de tocar y ser tocada).

Como el genio de la lámpara, yo había conseguido los tres deseos a través de una mamada de trescientos euros (comisiones descontadas). La libido sentiendi, la sciendi y la dominandi me llevaron juntas, aquella tarde de septiembre, a ser yo misma, a seguir siendo yo misma, a acabar siendo yo misma.

Una vez, unos años antes en París, yo también había deseado aprender japonés. Aquellos meses, en Barcelona, yo deseé ser puta.

Creemos saber lo que deseamos

(…) Haría calor. Simona depositó el plato en un banquillo, se instaló ante mí y, sin dejar de mirarme, se sentó y sumergió su trasero en la leche. Permanecí un rato inmóvil, la sangre se me había subido a la cabeza y temblaba, mientras ella miraba cómo mi verga tensaba el pantalón. Me tendí a sus pies. No se movía; por primera vez vi su «carne rosa y negra» bañada en la leche blanca. Permanecimos largamente inmóviles, ambos igualmente sonrojados. (…)

Georges Bataille

Historia del ojo

Se lo leía despacio. Intentando mantener la voz firme, pero sin apostarla. Era una edición de 1967, publicada en París, con la cubierta ligeramente amarillenta y las hojas fatigadas.

A Julien lo apodaban «el Lector» en la agencia. Solía llamar casi todas las semanas pidiendo los servicios de una chica. La primera vez que tuve noticias de él fue una tarde en la que yo me encontraba en la agencia. Acababa de llegar un cliente y había pedido ver a las chicas que estábamos allí. Nos presentamos una a una delante de él mostrando nuestras mejores galas como solíamos hacer, pero a mí, aquella vez, de poco me sirvió. Isa resultó ser la elegida. Cuando a alguien le gustaban las tetas grandes, todas estábamos perdidas frente a los, al menos, 110 de talla de esta mulata que gastaba la mayoría de sus ingresos en mantener aquellos dos cañones perfectamente erguidos.

Cuando los dos, cliente e Isa, se retiraron, Susana apareció en la sala. Quizá pudo adivinar un poco la decepción en mi rostro, porque nada más verme me llevó a un aparte y me dijo en voz baja, procurando evitar que otras chicas lo oyeran:

– No te preocupes, chiquilla, acaba de llamar el Lector, ha pedido una chica para que se desplace a su casa.