Prosiguió sin dejarme hablar:
– Normalmente aviso a Cindy, pero le he dicho que teníamos una chica nueva, francesa, con mucha cultura y me ha dicho que quería conocerte.
– Te lo agradezco -le dije, aunque sabía que allí en la casa funcionaba muy bien aquella máxima de «favor, con favor se paga».
– Pues venga, date prisa, que le he dicho que en veinte minutos estarías en su casa.
– ¿Hay alguna cosa especial que tenga que preparar? -le pregunté un poco inquieta.
– No, no te preocupes, es un cliente muy cómodo, leerle alguna cosita, quizá meterle el dedo en el trasero, y poco más… -Se detuvo un instante como si hubiera olvidado algo-. ¡Ah!, sí, perdona, llévate un lápiz y recuerda ponértelo encima de la oreja…
El lápiz sobre la oreja, las tetas enormes de Isa, el Ferrari último modelo aparcado frente al portal o la falda insultantemente cara tras los cristales del escaparate de Gucci… Deseos.
Sabemos que el deseo opera en estructuras simbólicas. Cuando deseamos determinado apartamento, determinado hombre, determinados zapatos, no nos referimos a que realmente deseamos eso y sólo eso. Deseamos algo que está detrás de ello; un estatus social, una relación sexual incomparable, un atractivo irresistible… pero tampoco es eso, o sólo eso.
Detrás, y llevados por eso, deseamos comodidad, cariño, belleza… no, todavía no hemos llegado. Más atrás aún aparece el Poder, la Permanencia, el Amor (fin de trayecto quizá… no, creo que no). El objeto de deseo siempre remite a algo que a su vez remite a algo. La secuencia de relaciones entre elementos simbólicos es infinita. Y al final de esta interrelación de deseos codificados simbólicamente se encuentra, como ya dijimos, uno mismo. El Gran Deseo por llegar a ser uno mismo.
Con Julien yo tenía al menos una ventaja. Era, como él, francesa, y el poder leerle en su lengua materna a Bataille o Sade me otorgaba cierto atractivo para el Lector.
Cuando llegué a la puerta de su ático en Pedralbes, me coloqué el lápiz tras la oreja y toqué una sola vez el timbre. Julien me abrió con una bata de seda roja y una pipa encendida en la mano derecha.
– ¿Eres francesa, no? -me preguntó en mi idioma. -Sí -le respondí-. Nací en la Champagne. Me pidió que me desnudara de cintura para abajo y que no me quitara el lápiz de la oreja. Así lo hice. Él se sentó en un butacón de piel y de una pila de libros que tenía a su alrededor, extrajo uno. Lo hojeó, dobló la esquina superior de una hoja y me lo alargó indicándome: -Lee.
De pie, frente a él, inicié la lectura.
Para ordenar el infinito armazón de significantes simbólicos que son los deseos y al que nos hemos referido antes, utilizamos una estructura determinada que se apoya en nuestra capacidad de representación, de representarnos a nosotros mismos. Se trata de una estructura de orden narrativo. Cuando deseamos, «nos montamos la película». Ordenamos una secuencia imaginativa de episodios que conforman la «historia» de nuestro deseo. El filósofo del deseo Gilíes Deleuze inventó un concepto que explica muy bien esto. Él habló de «estructuras de experiencias» para explicar por qué algunos elementos (personas, ventanas, olores…) son capaces de evocarnos toda una vivencia ficticia, todo un deseo, alrededor suyo. Para ilustrar su aportación utilizó un ejemplo en negativo: «¿Por qué nos dan miedo los maniquíes?», la respuesta era porque los maniquíes no tienen estructura de experiencia, porque no nos remiten a ningún sitio, porque nos remiten a la nada, a la muerte.
Cuando deseamos, componemos, cuando deseamos, escribimos. Quizá sea por eso por lo que algunos, en determinados momentos, adoramos la inmensa capacidad creativa del deseo. Por eso algunos, como decía Nietzsche, «llegamos a amar nuestro deseo, y no al objeto de ese deseo».
No siempre la sesión concluía en la lectura. En ocasiones, decidía complementar la visita con alguna que otra práctica sexual más o menos ingenua. Otras veces era un coito convencional el que ponía fin a la visita. Pero, muchas, muchas veces, aquel hombre vivía su erotismo exclusivamente en la audición de unos textos eróticos. El deseo, como finalmente aceptaron Masters & Johnson, forma, indiscutiblemente, parte integrante de la respuesta sexual humana.
Lo visité muchas veces en aquel lujoso ático. Supongo que cogió cariño a mi voz dura y a mi entonación suave. Cuando abandoné la prostitución, Julien, «el Lector», consiguió localizarme. Tras haber publicado Diario de una ninfómana, contactó con mi editorial y me pidió que volviera a su casa, alguna vez, para leerle. Volví en un par de ocasiones, esta vez sí sin cobrarle nada a cambio, salvo, eso sí, el ejemplar de Histoire de l'oeil, de Georges Bataille, editado por J. J. Pauvert en París en 1967 y del que antes transcribí unas líneas.
El sexo ya no es tabú
Pues sí. Es que si la demanda ofrecida de la producción satisfecha no lo hago bastante, resultará que habrá unas cotizaciones en los descensos.
Apuntó Obelix, intentando recordar la regla de oro de la economía que le habían explicado.
En Obelix y Compañía, de Goscinny y Uderzo
Michel Foucault nació en 1926 en Poitiers. En 1976, publicó el primer tomo de su Historia de la sexualidad con el subtítulo de La voluntad de saber. A éste le siguieron dos volúmenes más publicados en 1984.
En Foucault, las ideas solían ser mejores que las argumentaciones. Pero si las explicaciones son correctas, las ideas eran absolutamente brillantes.
Así ocurre con Historia de la sexualidad.
Orson Welles provocó el pánico en Nueva York cuando hizo su celebérrima adaptación radiofónica de la guerra de los mundos, de H. G. Wells. La gente, aterrorizada, colapso las calles y los servicios de urgencia, intentando protegerse del ataque con gas de los marcianos y de sus rayos caloríficos. La población de Nueva York fue perfectamente informada durante cuarenta minutos de la invasión selenita, pero no estaba informada de que lo que le contaban era falso.
Es sabido que, en nuestros tiempos y en nuestra cultura, el problema no está en la cantidad de información, sino en su calidad. La opinión, que no el conocimiento, se ha «democratizado». Cualquiera puede manifestarse, cualquiera puede copiar a cualquiera y manifestarse a su vez. Internet, una verdadera revolución social llena de logros y altruismos, es también una biblioteca infinita sin bibliotecario en la que las verdades y las mentiras se difunden sin más canon que el número de visitas, sin más éxito que el número de veces que algo se repite, haciendo que el valor de la información resida en su volumen y no en su contenido.
La nuestra es una «sociedad informada», una sociedad perfectamente informada de todas las necedades, perfectamente instruida en historias de platillos volantes y rayos orgásmicos.
En Historia de la sexualidad, Foucault detectó que el sexo, desde la invención de nuestra «sexualidad moderna» y de su discurso normativo, no se oculta por la represión y el silencio, sino por la sobreexposición y la escenificación. Su genial intuición de que, desde el XIX, para no hablar de sexo hablamos sin parar de sexo, está, hoy en día, más vigente que bajo el mandato de la reina Victoria.
Cristina es una de esas chicas que hacen de su desinhibición su coraza. Cuando la conocí en un tugurio sórdido de Barcelona, me pareció que su desparpajo era sincero. Por su profesión, era redactora de una revista de «ambiente», se encontraba siempre rodeada de actores de cine pornográfico, de dominas en cueros y de gente variada del «mal vivir» (yo entre ellas).
Su conversación en temas sexuales, aunque insustancial pese a lo florido de sus metáforas, tenía mucho desparpajo. «Follar», «joder», «dar por el culo» eran coletillas habituales que empleaba en cuanto tenía ocasión. Pero no pasó mucho tiempo para que se hicieran explícitos, a través de las grietas en su máscara, su recato y su miedo atroz al sexo.