No es que quiera ocultar la identidad de J. M. usando un acrónimo, es que era de esos tipos que se hacen llamar por siglas. Volvía de una reunión con J. M. donde me había propuesto que participara, como presentadora, en un nuevo espacio televisivo que él iba a producir. «Puede ser el prinsipio de una gran relasión», me dijo al concluir. En realidad, lo único que le interesaba era follarme. Esto quedó pronto de manifiesto, antes incluso que su seseo. El seseo, por cierto, que emplean algunos patanes como éste, que quieren sonar a finos y cultivados.
– Déjame aquí -le indiqué-. Cogeré un taxi, no debe de estar muy lejos.
– ¿Un tasi? -repitió sorprendido.
No debía de haber acabado de entenderme.
Hoy en día, sabemos lo que es un e-mail, sabemos lo que es un SMS, sabemos que la «banda» ancha no es una agrupación musical de muchos músicos y hemos oído hablar de móviles de tercera generación, pero todo eso no significa que sepamos comunicarnos mejor que antes. La tecnología de la comunicación no es la comunicación. Aprender a comunicar no es aprender qué tecla hay que apretar para obtener línea. La era digital no sustituye la gramática, los colores de las carcasas de los inalámbricos no suplen la retórica, ni el descubrimiento de los códigos de intercambio masivo, la idea comunicable.
Comunicar es entablar una escritura compartida de inteligencias o de estupideces, es construir el discurso de los «ambos», es crear un código de participación. Sucede que, en nuestra cultura científica, confundimos progreso tecnológico con sabiduría. Pero desarrollo y conocimiento, aunque nos pese, no es lo mismo. Podemos conocer el genoma humano y conocemos cómo se forma una existencia, desde la adherencia del blastocito a la pared del útero hasta el parto, pero estamos lejos de saber lo que es la condición humana y lo que es la vida. Shakespeare o Lao Tsu, en sus tiempos, sabían de eso quizá más que nosotros y sin duda lo comunicaban, aunque no tuvieran bluetooth, muchísimo mejor.
En el sexo sucede lo mismo. Ahora conocemos y manejamos neologismos como «vida sexual», «sexología», «heterosexualidad», «complejo edípico» o «abuso sexual», igual que ahora hablamos de «procesador de textos», de «rotulador» o de «papel reciclado» para referirnos a términos relacionados con la escritura. Empleamos las palabras que hemos inventado para dar un marco moral, jurídico y clínico al sexo. Hablamos con términos de la nueva «tecnología del sexo», con los que el recién inventado «discurso normativo del sexo» nos ofrece, pero ello no implica que sepamos más de sexo, sólo implica que le hemos dado una nueva regulación al sexo (igual que le hemos dado un nuevo marco tecnológico a la comunicación). Eso es todo lo que en materia de nuestro entendimiento del sexo hemos avanzado.
Forges, el humorista gráfico, dibujó un día a dos ancianas campesinas que se lamentaban pesarosamente: «Ahora que habíamos aprendido a decir penícula, resulta que lo llaman flim».
En su práctica, en la interacción, el sexo tampoco se ha movido lo más mínimo. No hay nada que dos (o tres o cuatro) personas en el Occidente del siglo xxi no hicieran ya en la Grecia de Pericles. Si alguien puede, hoy en día, imaginar alguna práctica sin pilas, eso ya se ha hecho. Como lo único que ha variado es el decálogo moral con el que se juzga la sexualidad humana, los efectos de nuestra condición de seres sexuados se han modificado en la interpretación moral que socialmente hacemos de ellos, pero no los efectos en sí mismos.
Algunos de esos «efectos» los hemos regularizado (como la pornografía), otros los hemos obviado (como el sexo de pago), otros los hemos condenado (como la pederastia) y otros, simplemente, los hemos banalizado (como la orgía). En general, todo el fenómeno de la sexualidad lo hemos hecho «problemático» y por tanto lo hemos convertido en algo necesariamente sujeto a control a través de los canales jurídicos, morales y religiosos habituales, ayudados en nuestros tiempos, y ésta es la novedad con relación a tiempos pretéritos, por las recientes ciencias médicas.
Hasta los más célebres elementos que nuestra industria del ocio comercializa, dildos o consoladores, existen desde que existe la capacidad de representación. Sólo hay que aplicar nuevamente el desarrollo tecnológico para diferenciar un consolador de látex de uno de madera de manzano. Sobre el cómo usarlo o para qué, seguimos sabiendo lo mismo.
– Pero ¿puedo llamar con él? -le dije, un poco mosca, al solícito vendedor del área de telefonía.
– Naturalmente -respondió.
Comunicar íntimamente con la gente, o con una misma, desde que a los móviles los enseñaron a vibrar, es una tarea de lo más sencilla.
Los prejuicios sobre el sexo siempre han sido los mismos
Eras, que era un dios para los Antiguos, es un problema para los Modernos.
Denis de Rougemont
El metro trotaba como una cebra loca por la sabana.
De todos los metros que conozco, el de París es probablemente el más funcional, pero a buen seguro no es el más cómodo. Volvía del apartamento de Claire y me dirigía hacia el Instituto de Lenguas Orientales para asistir a clase. En el vagón y junto a mí (contra mí, adherido a mí) un joven magrebí, grueso y desaliñado, hablaba acaloradamente con otro. Aunque apenas les separaba la distancia de un papel de fumar, el tono de su voz era alto, de manera que todos los del compartimento (y probablemente los de media Francia) podíamos oír sus opiniones:
– Lo que yo te diga: maricones los ha habido siempre.
El otro asentía.
– Y además, ¡los maricones siempre han sido maricones! Me sujeté con firmeza a la barra, no para golpearle, sino porque me caía; el metro de París, a hora punta, podría ser una atracción de éxito en Eurodisney. Pédé fue el término francés que empleó. Un término despectivo que he optado por traducir, muy a mi pesar, por «maricón».
Las palabras no son inocentes. Conllevan implícito, en su semántica, algo más que aquello que significan. Una connotación despectiva como la de este término siempre implica una condena moral a la práctica que representa. Es la doble humillación del prejuicio: en palabra y obra.
Solemos creer, como mi vecino de «trote» en el metro, que los estigmas y prejuicios en el sexo siempre han sido los mismos a lo largo de la historia de nuestra cultura. Esto es un engaño de nuestro «discurso normativo del sexo» que hace que creamos que nuestro Modelo de sexualidad es eterno, único y por lo tanto infalible (y posiblemente dictado por algún Dios legislador o por una «biopolítica» o «sanidad pública» tan eterna, cierta y aparentemente única como Él). Ni siempre ha habido las mismas condenas a determinadas prácticas eróticas, ni siempre a estas prácticas se las ha denominado con un apodo despectivo.
A Claire la conocí en la iglesia de Saint Julien le Pauvre. Los centros de culto, contrariamente a lo que se pueda pensar, no son un mal sitio para activar el deseo. Había quedado con unos amigos para asistir a un concierto que una orquesta de cámara interpretaba en el recinto de esta iglesia. El programa incluía una pieza para flauta de Antonio Vivaldi: II cardellino.
Cinco minutos antes de iniciarse el recital, el público comenzó a ocupar sus asientos, pero mis amigos no llegaban, así que decidí no esperarlos más y entré. A mi izquierda se sentó una chica. Con su corto pelo negro arreglado «a lo garçon», impecablemente vestida con un traje de tul oscuro generoso de transparencias y un fular verde, el aleteo de sus pequeñas manos parecía rebuscar por el aire algún recuerdo perdido.