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La conciencia es, muchas veces, la vista propia apoyada en la conciencia de los otros. La voz ronca con la que nos habla el control social, la moral y el orden. El juicio del otro hecho yo.

Fui a un centro de planificación familiar al poco de tener mi primera menstruación, que apareció justo el día que cumplí los catorce años. Llegué sola, di mi nombre y esperé en una silla niquelada. La mujer centroafricana que se sentaba a mi lado sonrió. Me cedió el turno cuando el ginecólogo le ofreció pasar.

No hubo, lo recuerdo bien, ningún gesto de sorpresa en aquel médico cuando le expliqué que quería que me recetara la píldora porque deseaba mantener relaciones sexuales con penetración. No hubo ninguna recomendación, ninguna valoración, ningún juicio. Me examinó sobre la camilla. Mientras él observaba bajo el pequeño delantal blanco, me hizo algunas preguntas. Yo le respondía, mirando de reojo, para distraerme, el dibujo sobre la pared del aparato reproductor masculino y femenino. Me entregó una receta de Diane 35, tres folletos y dos preservativos. No hubo ningún traumatismo en el proceso que, desde la biblioteca al centro de planificación, permitió el que yo adquiriera la prevención necesaria para afrontar un encuentro. No es necesario, eso también lo aprendí con la bibliotecaria y el ginecólogo, apelar al miedo de los «adultos» (o de los que siempre se presentan como nuestros adultos) para establecer una prevención, por muy niño que se sea.

Al llegar a casa, guardé la receta entre las hojas de un libro y la bolsa con lo demás en el armario, bajo mis braguitas y junto a mi diario. Un día, al poco, lo descubrieron todo. Y de mi determinación se hizo una jaula para encerrar grillos y de mi curiosidad, un problema.

Parece ser que en la sexualidad humana hay un momento crucial, en el que debemos tomar conciencia de que hemos hecho uso de nuestra condición de sexuados: el primer coito. No puede ser, naturalmente, de otra manera. Todo está preparado por el gran animal social para que no nos perdamos un solo detalle de este gran espectáculo público: la pérdida de la virginidad. Quizá, con tanta magnificación, tanto preparativo y tanta grandilocuencia moral, lo único que nos perdemos es el propio coito en sí. A cambio de que podamos, eso sí, recordarlo como «la primera vez».

Virginidad/himen/coito parece ser la tríada con la que se escribe el relato de ese presumible rito iniciático. Un rito iniciático, así nos lo hacen creer, en el que todo se pierde: la inocencia, la virginidad, el himen…, y nada se gana. Como si con la primera palabra que leemos se perdiera vista, como si con la primera duda que aparece se perdiera inteligencia. Hemos hecho de la primera vez una preocupación y no un mérito, un peligro y no un aprendizaje, una vuelta y no una ida, la llegada del príncipe azul y no el beso a la rana. Y hemos hecho y seguimos intentando hacer, de un encuentro, realizado desde el desconocimiento y apadrinado por el fracaso, un condicionante existencial para el resto de nuestras vidas.

Me gustaría explicar algo sobre el himen, sobre cómo se debilita, si no se ha desprendido antes, para permitir el paso de la primera menstruación, sobre cómo ser virgen es ser, implícitamente, ignorante y de cómo el coito no es más sinónimo de nuestra sexualidad que el roast beeflo es de nuestra alimentación. Pero dejaré esas explicaciones para los que las temen, porque los que no las temen ya las conocen.

Perdí mi virginidad un 17 de julio de 1984, a las 02.46.50 de la madrugada… lo sé, a veces me repito. Yo debí de dejarme el himen en algún lugar entre el gimnasio y el sótano. Quizá estampado en el botón del lúgubre ascensor enmoquetado de terciopelo rojo que me bajaba del piso undécimo al sótano.

Fue en una cama, en el campo, en casa del novio de la amiga donde me alojaba. La única sensación que recuerdo, después de alojar un ratito el pene de Edouard en mi vagina, es que aquello lo iba a recordar.

Creo que fue Shakespeare quien dijo: «La memoria es el centinela de nuestro espíritu». Guardias, celadores, cabreros… Quienes hicieron de aquello algo trascendente son los que siguen vigilando mi alma.

Y la de todos.

El impulso sexual empieza en la adolescencia

Un niño no tiene necesidad de escribir, es inocente.

Henry Miller

Inocente es aquel que no es culpable. El que está exento de culpa o, etimológicamente, «el que no perjudica». Como los niños. Si la infancia es «la edad de la inocencia», la inocencia, como ausencia de culpa, es un bien caduco. Llega un día en que devenimos culpables, en el que dejamos de ser inocentes, en el que alguien nos culpabiliza de algo.

Devenir culpables es un proceso gradual de aprendizaje, se aprende a ser culpable, a dejar de ser niño, y esa enseñanza de la culpabilidad es quizá el gran aprendizaje que realizamos a lo largo de nuestra infancia. Hasta que llega el momento en el que tomamos conciencia de esa gran culpa que nos han dicho que hemos cometido. Más o menos cuando los genitales se engrandecen, cuando aparece vello en zonas que antes eran púberes, inocentes, y cuando la capacidad reproductiva asoma por alguna esquina de nuestra ropa interior. Eso es la adolescencia.

«Ya es una mujer…», es una fórmula convencional de despedida. Por eso los padres la dicen con nostalgia, en voz baja, como si recitaran una salmodia. Nos la escenifican como la pérdida de algo, en la que se agitarían pañuelos de no ser por la urgencia de tener que limpiar afanosamente las primeras manchas, las pruebas del delito, los estigmas de nuestra culpabilidad.

Es la partida sin retorno del Paraíso, dejando en él, olvidado, como si se nos hubiera caído de los bolsillos, junto a los cromos o el olor del osito, algo que ya nunca más podremos recuperar: nuestra condición de inocentes. Es entonces cuando podemos empezar a actuar como culpables, es entonces cuando nos sentimos culpables, después de que toda la culpabilidad que nos han ofrecido la aceptamos como nuestra. Eso es la juventud. El resto del tiempo, sólo «maduramos» lo que nos enseñaron en la infancia, asumimos en la adolescencia y pusimos en práctica en nuestra juventud. Para que seamos capaces de culpabilizar a otros inocentes.

Nuestra existencia es la historia de una culpa asumida que transmitimos como la peste. Escribía Thomas Bernhard que «la infancia es un agujero negro donde hemos sido precipitados por los padres y del que hay que salir sin ninguna ayuda. Pero la mayoría de la gente no consigue salir de ese hoyo que es la infancia, están allí toda su vida, no salen y son amargos». No salimos de la culpa donde nos precipitan… quizá porque, para despojarse de ella, hay que recuperar la inocencia.

Las sábanas solían ser de un estampado con flores rosas. Su olor era de almidón, de fin de semana y de la piel tibia de Isabelle. Mi prima.

Es un esquema perverso el de la culpabilización. Eso sí que es perverso, y no besar una flor. En todo ese proceso, nos han encontrado una serpiente que roba el fruto y nos lo ofrece. La serpiente es el sexo y la manzana es el conocimiento del sexo. Mientras existe la inocencia, el sexo no está. No hay jardín de las delicias o Edén en el que habite un solo reptil. Cuando mordemos la manzana de nuestro propio conocimiento de seres sexuados, somos fulminantemente expulsados de la inocencia, de la falta de culpa.

Así nos lo hemos creído porque así nos lo han vendido (los mismos, entre otros, que inventan los paraísos, las serpientes, las manzanas y hacen que los niños nazcan con un pecado original que sólo se puede lavar con el sacramento del bautismo; con la adhesión al club de los libertadores que nos salvan del pecado que ellos inventaron).