En el campo hacía calor y todo estaba en calma, como anunciando lluvia. El bosque exhalaba un ligero vapor y un olor penetrante a pino y a hojas descompuestas. Piotr Mijáilich se detenía a menudo para limpiarse el sudor de la frente. Revisó sus trigales de otoño y primavera, recorrió el campo de alfalfa y un par de veces, en un claro del bosque, espantó a una perdiz con sus perdigones. Y a todo esto no cesaba de pensar que tan insoportable situación no podía prolongarse eternamente y que deberían ponerle fin de un modo u otro. Como fuera, de un modo estúpido, absurdo, pero había que ponerle fin.
«¿Pero cómo? ¿Qué hacer?», se preguntaba, mirando al cielo y a los árboles como si implorase su ayuda.
Mas el cielo y los árboles guardaban silencio. Las convicciones honestas no le servían para nada y el sentido común le decía que el lacerante problema sólo podía tener una solución estúpida y que la escena con el hombre que había traído la carta no sería la última de este género. Le daba miedo pensar lo que aún podía ocurrir.
Dio la vuelta hacia casa cuando ya se ponía el sol. Ahora le parecía que el problema no podía tener solución alguna. Era imposible aceptar el hecho consumado, pero tampoco se podía no aceptarlo, y no existía una solución media. Cuando, con el sombrero en la mano y haciéndose aire con el pañuelo, marchaba por el camino y hasta casa le quedaban un par de verstas, a sus espaldas oyó un campanilleo. Se trataba de un conjunto muy agradable de campanillas y cascabeles que producían un tintineo como de cristales. Sólo podía ser Medovski, el jefe de la policía del distrito, antiguo oficial de húsares que había derrochado sus bienes y su salud, un hombre enfermizo, pariente lejano de Piotr Mijáilich. Tenía gran confianza con los Ivashin y sentía por Zina gran admiración y cariño paternal.
—Voy a su casa —dijo al llegar a la altura de Piotr Mijáilich—. Suba, lo llevaré.
Sonreía jovialmente; estaba claro que no sabía lo de Zina. Acaso se lo hubiesen dicho y él no lo había creído. Piotr Mijáilich se sintió en una situación violenta.
—Lo celebro —balbuceó, enrojeciendo, hasta el punto que se le saltaron las lágrimas, y no sabiendo qué mentira decir—. Me alegro mucho —prosiguió, tratando de sonreír—, pero... Zina se ha ido y mamá está enferma.
—¡Qué lástima! —dijo el jefe de policía, mirando pensativamente a Piotr Mijáilich—. Y yo que pensaba pasar con ustedes la velada... ¿Adónde ha ido Zinaída Mijáilovna?
—A casa de los Sinitski; de allí parece que quería ir al monasterio. No lo sé a ciencia cierta.
El jefe de policía dijo algo más y dio la vuelta. Piotr Mijáilich siguió hacia su casa pensando horrorizado en lo que el jefe de policía sentiría cuando supiese la verdad. Se lo imaginaba, y bajo esta impresión entró en la casa.
«Ayúdame, Señor, ayúdame...», pensaba.
En el comedor, tomando el té, estaba sólo la tía. Como de ordinario, su cara tenía la expresión de quien, aunque débil e indefensa, no permite que nadie la ofenda. Piotr Mijáilich se sentó al otro lado de la mesa (no sentía gran afecto por la tía) y, en silencio, se puso a tomar el té.
—Tu madre tampoco ha comido hoy —dijo la tía— Tú, Petrusha, deberías prestar atención. Dejarse morir de hambre no aliviará nuestra desgracia.
A Piotr Mijáilich le pareció absurdo que la tía se mezclase en asuntos que no eran de su incumbencia e hiciese depender su marcha del hecho de que Zina se había ido. Sintió deseos de decirle una insolencia, pero se contuvo. Y al contenerse advirtió que había llegado el momento oportuno para obrar, que era incapaz de sufrir por más tiempo. O hacer algo ahora mismo, o caer al suelo gritando y dándose de cabezadas. Se imaginó que Vlásich y Zina, ambos liberales y satisfechos de sí mismos, se besaban bajo un arce, y todo el peso y el rencor que durante los siete días se habían acumulado en él se volcaron sobre Vlásich.
«Uno ha seducido y raptado a mi hermana —pensó—, otro vendrá y degollará a mi madre, un tercero nos robará o incendiará la casa... Y todo esto bajo la máscara de la amistad, de las ideas elevadas y los sufrimientos.»
—¡No, no será así! —gritó de pronto, y descargó un puñetazo sobre la mesa.
Se puso en pie de un salto y salió con paso rápido del comedor. En la cuadra estaba ensillado el caballo del administrador. Montó en él y salió al galope en busca de Vlásich.
En su alma se había desencadenado una verdadera tormenta. Sentía la necesidad de hacer algo que se saliese de lo común, tremendo, aunque luego tuviera que arrepentirse durante la vida entera. ¿Llamar a Vlásich miserable, darle un bofetón y luego desafiarlo? Pero Vlásich no era de los que se baten en duelo; y, al sentirse tachado de miserable y recibir el bofetón, lo único que haría sería sentirse más desgraciado y recluirse más en sí mismo. Estas personas desgraciadas y sumisas son los seres más insoportables, los más difíciles de tratar. Todo en ellos queda impune. Cuando el hombre desgraciado, en respuesta a un merecido reproche, mira con ojos en que se refleja la conciencia de su culpa, sonríe dolorosamente y acerca dócilmente la cabeza, parece que la justicia misma es incapaz de levantar la mano contra él.
«Es lo mismo. Le sacudiré un fustazo ante ella y le diré unas cuantas groserías», decidió Piotr Mijáilich.
Cabalgaba por su bosque y sus tierras baldías y se imaginaba el modo como Zina, justificando su acción, hablaría de los derechos de la mujer, de la libertad personal y de que era absolutamente igual casarse por la Iglesia o por lo civil. Discutiría, como mujer que era, de cosas que no comprendía. Y probablemente acabaría por preguntarle: «¿Qué tienes tú que ver en todo esto? ¿Qué derecho tienes a inmiscuirte?»
—Sí, no tengo ningún derecho —gruñía Piotr Mijáilich— Pero tanto mejor... Cuanto más grosero resulte, cuanto menos derecho tenga, tanto mejor.
Hacía un calor sofocante. Nubes de mosquitos volaban muy bajo, a ras del suelo, y en los baldíos lloraban lastimeramente las averías. Piotr Mijáilich cruzó sus lindes y siguió al galope por un campo completamente liso. Había recorrido muchas veces este camino y conocía cada matorral, hasta la última zanja. Aquello que a lo lejos, entre dos luces, parecía una roca oscura, era una iglesia roja; se la podía imaginar hasta el último detalle, incluso el enlucido del portal y los terneros que siempre pacían en su recinto. A la derecha, a una versta de la iglesia, negreaba la arboleda del conde Koltóvich. Y tras la arboleda empezaban las tierras de Vlásich.
Por detrás de la iglesia y de la arboleda del conde avanzaba un enorme nubarrón, que de vez en cuando quedaba iluminado por unos pálidos relámpagos.