«¡Ahí está! —pensó Piotr Mijáilich—. ¡Ayúdame, Señor!»
El caballo no tardó en dar muestras de cansancio, y el propio Piotr Mijáilich se sentía fatigado. El nubarrón lo miraba con enfado, como aconsejándole que volviese a casa. Sintió cierto miedo.
«¡Les demostraré que no tienen razón! —trató de infundirse ánimos— Dirán que eso es el amor libre, la libertad personal; pero la libertad está en la abstención, y no en la subordinación a las pasiones. ¡Lo suyo es depravación, y no libertad!»
Llegó al gran estanque del conde. El reflejo de la nube daba a aquél un aspecto plomizo y sombrío, y de él salía una intensa humedad. Junto al dique, dos sauces, uno viejo y otro joven, se inclinaban para buscarse cariñosamente. Por este mismo lugar, dos semanas antes, Piotr Mijáilich y Vlásich habían pasado a pie, cantando a media voz una canción estudianticlass="underline" «No amar es destruir la vida joven...» ¡Miserable canción!
Cuando Piotr Mijáilich cruzó la arboleda, retumbó el trueno y los árboles zumbaron, inclinándose por la fuerza del viento. Debía darse prisa. Desde la arboleda hasta la hacienda de Vlásich tenía que cruzar aún la pradera, algo así como una versta. A ambos lados del camino se alineaban los vicios abedules, de aspecto tan triste y desgraciado como Vlásich, su dueño; lo mismo que él, eran delgados y habían crecido desmesuradamente. En las hojas de los abedules y en la hierba repiquetearon grandes gotas; el viento se calmó al instante y se extendió un olor a tierra mojada y a álamo. Apareció la cerca de Vlásich, con su acacia amarilla, que también era delgada y había crecido más de la cuenta. En un lugar donde la cerca se había venido abajo, se veía un abandonado huerto de árboles frutales.
Piotr Mijáilich no pensaba ya ni en el bofetón ni en el fustazo. No sabía lo que haría en casa de Vlásich. Se acobardó. Le daba miedo pensar en su hermana y en él mismo, se horrorizaba ante la perspectiva de que ahora iba a verla. ¿Cómo se comportaría ella con el hermano? ¿De qué hablarían? ¿No era preferible dar la vuelta antes de que fuese tarde? Pensando así, galopó hacia la casa por la avenida de tilos, dejó atrás los grandes macizos de lilas y, de pronto, vio a Vlásich.
Este, descubierto, con una camisa de percal y botas altas, inclinado bajo la lluvia, iba de la esquina de la casa al portal. Le seguía un obrero con un martillo y cajón de clavos. Seguramente había reparado las maderas de las ventanas, batidas por el viento. Al ver a Piotr Mijáilich, Vlásich se detuvo.
—¿Eres tú? —preguntó sonriendo—. Excelente.
—Sí; como ves, he venido... —dijo Piotr Mijáilich con voz suave, sacudiéndose la lluvia con ambas manos.
—Perfectamente, me alegro mucho —añadió Vlásich, pero sin darle la mano; evidentemente, no se decidía a hacerlo y esperaba que se la tendieran—. ¡Esta lluvia vendrá muy bien para la avena! —añadió, mirando al cielo.
—Sí.
Entraron en la casa en silencio. A la derecha del recibidor había una puerta que conducía a la antesala y luego a la sala; a la izquierda había una pequeña pieza que en invierno ocupaba el administrador. Piotr Mijáilich y Vlásich entraron en esta última.
—¿Dónde te ha sorprendido la lluvia? —preguntó Vlásich.
—Cerca. Cuando llegaba a la casa.
Piotr Mijáilich se sentó en la cama. Le agradaba que la lluvia hiciese ruido y que la habitación estuviese oscura. Era preferible: así sentía menos miedo y no hacía falta mirar a su interlocutor a la cara. Su cólera había desaparecido; lo que ahora sentía era miedo e irritación consigo mismo. Se daba cuenta de que había empezado mal y de que de esta iniciativa suya no resultaría nada práctico.
Durante cierto tiempo ambos permanecieron silenciosos, haciendo ver que prestaban atención a la lluvia.
—Gracias, Petrusha —empezó Vlásich, carraspeando—. Te agradezco mucho que hayas venido. Es una acción generosa y noble. La comprendo y, créeme, la estimo mucho. Puedes creerme.
Miró a la ventana y prosiguió, de pie en el centro de la habitación:
—Todo esto se ha producido en secreto, como si nos ocultásemos de ti. La conciencia de que tú podías sentirte ofendido y estuvieses enfadado con nosotros ha sido durante estos días una mancha en nuestra felicidad. Pero permítenos que nos justifiquemos. Si guardamos el secreto, no fue porque no tuviéramos confianza en ti. En primer lugar, todo se produjo inesperadamente, como por una inspiración, y no había tiempo para entrar en razonamientos. En segundo, se trataba de un asunto íntimo, delicado... Resultaba violento hacer intervenir a una tercera persona, aunque fuese tan allegada como tú. Lo principal de todo es que confiábamos mucho en tu generosidad. Eres un hombre muy generoso y noble. Te estoy infinitamente agradecido. Si en alguna ocasión necesitas mi vida, ven y tómala.
Vlásich hablaba con voz suave y sorda, monótona, como un zumbido; estaba visiblemente agitado. Piotr Mijáilich sintió que le había llegado la vez de hablar y que escuchar y callar habría significado, en efecto, hacerse pasar por un tipo generoso y noble en su inocencia. Y no había acudido con estas intenciones. Se puso rápidamente en pie y dijo a media voz, jadeante:
—Escucha, Grigori: sabes que te quería y que no hubiese podido desear mejor marido para mi hermana. Pero lo que ha ocurrido es horroroso. ¡Da miedo pensarlo!
—¿Por qué? —preguntó Vlásich, con voz temblorosa—. Daría miedo si nosotros hubiésemos procedido mal, pero no es así.
—Escucha, Grigori: sabes que yo no tengo prejuicios. Pero, perdóname la franqueza, a mi modo de ver los dos han procedido con egoísmo. Claro que no se lo diré a Zina, esto la afligiría, pero tú debes saberlo; nuestra madre sufre hasta tal punto que es difícil explicarlo.
—Sí, eso es muy lamentable —suspiró Vlásich—. Nosotros lo habíamos previsto, Petrusha, pero ¿qué podíamos hacer? Si lo que uno hace desagrada a otro, eso no significa que la acción sea mala. Así son las cosas. Cualquier paso serio de uno debe desagradar forzosamente a algún otro. Si tú fueses a combatir por la libertad, esto también haría sufrir a tu madre. ¡Qué le vamos a hacer! Quien coloca por encima de todo la tranquilidad de sus allegados debe renunciar por completo a una vida guiada por las ideas.
Un relámpago resplandeció vivamente y su brillo pareció cambiar el curso de los pensamientos de Vlásich. Se sentó junto a Piotr Mijáilich y empezó a decir cosas que no venían para nada a cuento.
—Yo, Petrusha, adoro a tu hermana —dijo—. Siempre que iba a tu casa me parecía ir en peregrinación, a elevar mis oraciones a Dios, cuando lo cierto es que mis oraciones se dirigían a Zina. Ahora mi adoración crece por días. ¡Para mí está más alta que si fuese mi esposa! ¡Mucho más! —Vlásich agitó ambos brazos—. Es mi santuario. Desde que vive aquí, entro en mi casa como si fuera un templo. ¡Es una mujer excepcional, extraordinaria, nobilísima!
«¡Vaya, ya ha empezado su canción!», pensó Piotr Mijáilich. Pero la palabra «mujer» no le había agradado.
—¿Por qué no se casan como es debido? —preguntó—. ¿Cuánto pide tu mujer por concederte el divorcio?