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—Los dos tienen la espalda mojada por la lluvia —dijo Zina, sonriendo alegremente, afectada por esta pequeña semejanza entre su hermano y Vlásich.

Y Piotr Mijáilich sintió toda la amargura y todo el horror de su situación. Recordó su casa vacía, el piano cerrado y la clara habitación de Zina, en la que nadie entraba ahora. Recordó que en las avenidas del jardín no había ya huellas de sus pies pequeños y que poco antes del té de la tarde ya no iba nadie a bañarse entre grandes risas. Aquello que más le atraía desde su más tierna infancia, en lo que le agradaba pensar sentado entre el pesado aire del aula —claridad, pureza, alegría—, todo cuanto llenaba la casa de vida y luz, se había ido para no volver, había desaparecido y se mezclaba con la grosera y torpe historia de un jefe de batallón, de un generoso teniente, de una mujer corrompida, del abuelo que se había pegado un tiro... Y empezar la conversación de la madre o imaginar que el pasado podía volver, significaría no comprender lo que estaba tan dado.

Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de lágrimas y su mano, puesta sobre la mesa, tembló. Zina adivinó lo que él pensaba y sus ojos resplandecieron también con el brillo de las lágrimas.

—Ven aquí, Grigori —dijo a Vlásich.

Se retiraron a la ventana y empezaron a hablar en voz baja. Por la manera como Vlásich se inclinaba hacia ella y cómo ella miraba a Vlásich, Piotr Mijáilich comprendió una vez más que todo había acabado para siempre y no hacía falta hablar de nada. Zina se retiró.

—Verás, hermano —empezó Vlásich después de un breve silencio, frotándose las manos y sonriendo—: antes te decía que nuestra vida era feliz, pero lo hacía para someterme, por así decirlo, a las exigencias literarias. En realidad, todavía no hemos experimentado la sensación de la felicidad. Zina no cesaba de pensar en ti y en su madre, y se atormentaba; eso significaba un tormento para mí. Es un espíritu libre, decidido, pero con la falta de costumbre se le hace pesado, además de que es joven. Los criados la llaman señorita. Parece que es algo sin importancia, pero esto la preocupa. Así es, hermano.

Zina trajo un plato de fresas. Tras ella entró una pequeña doncella de aspecto sumiso. Puso en la mesa un jarro de leche y, antes de retirarse, hizo una inclinación muy profunda... Tenía algo de común con los viejos muebles, daba la sensación de algo estupefacto y aburrido.

La lluvia había cesado. Piotr Mijáilich comía fresas y Vlásich y Zina lo miraban en silencio. Se acercaba el momento de la conversación innecesaria pero inevitable, y los tres sentían ya su peso. Los ojos de Piotr Mijáilich se llenaron de nuevo de lágrimas; apartó el plato y dijo que ya era hora de volver, pues se le iba a hacer tarde y acaso empezase de nuevo la lluvia. Llegó el momento en que Zina, por razones de decoro, debía sacar la conversación sobre los suyos y su nueva vida.

—¿Qué hay en casa? —preguntó con frase rápida, y su pálido rostro tembló ligeramente—. ¿Y mamá?

—Ya la conoces... —contestó Piotr Mijáilich, apartando la vista.

—Petrusha, tú has pensado mucho en lo sucedido —siguió ella, agarrando a su hermano de la manga, y él comprendió lo difícil que le era hablar—. Has pensado mucho. Dime: ¿podemos esperar que mamá se reconcilie alguna vez con Grigori... y acepte toda esta situación?

Estaba junto a él, mirándolo a la cara, y él se asombró al verla tan hermosa y al pensar que nunca lo había advertido. Y el hecho de que su hermana, tan parecida físicamente a la madre, delicada y elegante, viviera en casa de Vlásich y con Vlásich, junto a aquella doncella, junto a la mesa de seis patas, en una casa donde habían matado a palos a un hombre, el hecho de que ahora no volviese con él a casa, sino que se quedase allí a dormir, le pareció un absurdo increíble.

—Ya conoces a mamá... —dijo, sin contestar a la pregunta—. A mi modo de ver, convendría observar... hacer algo, pedirle perdón...

—Pero pedir perdón significa admitir que hemos procedido mal. Para la tranquilidad de mamá, estoy dispuesta a mentir, pero esto no conducirá a nada. La conozco. En fin, ¡sea lo que sea! —añadió Zina, contenta de que lo más desagradable hubiese quedado dicho—. Esperaremos cinco años, diez, aguantaremos, y sea lo que Dios quiera.

Tomó a su hermano del brazo y, al pasar por la oscura antesala, se apretó a su hombro.

Salieron al portal. Piotr Mijáilich se despidió, montó a caballo y emprendió la marcha al paso. Zina y Vlásich siguieron con él para acompañarle un rato. Era una tarde apacible y tibia, y en el aire había un maravilloso olor a heno; en el cielo, entre las nubes, brillaban las estrellas. El viejo jardín de Vlásich, testigo de tantas historias penosas, dormía envuelto en la oscuridad, y al pasar por él se despertaba en el alma un sentimiento de melancolía.

—Zina y yo hemos pasado hoy, después de la comida, un rato verdaderamente magnífico —dijo Vlásich—. La he leído un excelente artículo sobre los emigrados. ¡Debes leerlo, hermano! ¡Te gustará! Es un artículo notable por su honradez. No he podido resistirlo y he escrito a la redacción una carta para que se la entreguen al autor. Una sola línea: «¡Le doy las gracias y estrecho su honrada mano!»

Piotr Mijáilich estuvo tentado de decir: «No te metas en lo que no te importa», pero guardó silencio.

Vlásich caminaba junto al estribo derecho y Zina junto al izquierdo. Los dos parecían haber olvidado que tenían que volver a casa, aunque había mucha humedad y quedaba ya poco hasta la arboleda de Koltóvich. Piotr Mijáilich se dio cuenta de que esperaban algo de él, aunque ellos mismos no sabían qué, y sintió por los dos una profunda piedad. Ahora, cuando marchaban junto al caballo pensativos y sumisos, tuvo la profunda convicción de que eran desgraciados y de que no podían ser felices, y su amor le pareció un error triste e irreparable. La piedad y la conciencia de que no podía hacer nada en su favor le produjo esa enervación en que, para evitar el fatigoso sentimiento de la compasión, uno está dispuesto a cualquier sacrificio.

—Vendré alguna vez a pasar la noche con ustedes.

Pero esto parecía como si hubiese hecho una concesión y no lo satisfizo. Al detenerse junto a la arboleda de Koitóvich para despedirse definitivamente, se inclinó hacia su hermana, puso la mano en su hombro y dijo:

—Tienes razón, Zina: ¡has hecho bien!

Y, para no añadir nada más y no romper a llorar, dio un fustazo al caballo y se perdió al galope entre los árboles. Al entrar en la oscuridad, volvió la cabeza y vio que Vlásich y Zina regresaban a casa por el camino —él a grandes zancadas y ella como a saltitos— y conversaban animadamente.

«Soy una vieja —pensó Piotr Mijáilich—. Venía para resolver la cuestión y aún la he enredado más. Bueno, ¡que se queden con Dios!»

Se notaba apesadumbrado. Cuando terminó la arboleda puso el caballo al paso y luego, junto al estanque, lo detuvo. Sentía deseos de permanecer inmóvil y pensar. La luna había salido y se reflejaba como una columna rojiza al otro lado del estanque. A lo lejos retumbó el sordo estruendo del trueno. Piotr Mijáilich miraba sin pestañear el agua y se imaginaba la desesperación de su hermana, su dolorosa palidez y los secos ojos con que trataría de ocultar a la gente su humillación. Imaginó su embarazo, la muerte y el entierro de la madre, el horror de Zina... Porque la supersticiosa y orgullosa vieja no podía por menos de morirse. Los horribles cuadros del futuro se dibujaron ante él en la oscura superficie del agua, y entre las pálidas figuras de mujer se vio él mismo, pusilánime, débil, con la cara de quien se siente culpable...