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A cien pasos de él, en la orilla derecha del estanque, había algo inmóvil y oscuro: ¿era una persona o un tronco de árbol? Piotr Mijáilich recordó lo del estudiante a quien habían arrojado a este estanque después de matarlo.

«Olivier fue inhumano, pero, después de todo, resolvió el problema, mientras que yo no he resuelto nada, no he hecho más que enredarlo», pensó, mirando la oscura silueta, que semejaba un aparecido. «Él decía y hacía lo que pensaba, y yo no digo ni hago lo que pienso. Ni siquiera sé de seguro lo que en realidad pienso...»

Se acercó a la negra silueta: era un viejo tronco podrido, lo único que quedaba de una antigua construcción.

De la arboleda y la hacienda de Koltóvich venía hasta él un fuerte perfume de muguete y de aromáticas hierbas. Piotr Mijáilich siguió a lo largo de la orilla del estanque, contemplando tristemente el agua, y al rememorar su vida se convenció de que hasta entonces no había dicho y hecho lo que pensaba, y que los demás le habían pagado con la misma moneda. Esto le hizo ver su vida entera tan sombría como aquel agua en que se reflejaba el cielo de la noche y se confundían las algas. Y le pareció que aquello no tenía remedio.

Zínochka

El grupo de cazadores pasaba la noche sobre unas brazadas de fresco heno en la isla de un simple mujik. La luna se asomaba por la ventana, en la calle se oían los tristes acordes de un acordeón, el heno despedía un olor empalagoso, un tanto excitante. Los cazadores hablaban de perros, de mujeres, del primer amor, de becadas. Después que hubieron pasado detenida revista a todas las señoras conocidas y que hubieron contado un centenar de anécdotas, el más grueso de ellos, que en la oscuridad parecía un haz de heno y que hablaba con la espesa voz propia de un oficial de Estado Mayor, dejó escapar un sonoro bostezo y dijo:

—Ser amado no tiene gran importancia: para eso han sido creadas las mujeres, para amarnos. Pero díganme: ¿ha sido alguno de ustedes odiado, odiado apasionada, rabiosamente? ¿No han observado alguna vez los entusiasmos del odio?

No hubo respuesta.

—¿Nadie, señores? —siguió la voz de oficial de Estado Mayor—. Pues yo fui odiado por una muchacha muy bonita y pude estudiar en mí mismo los síntomas del primer odio. Del primero, señores, porque aquello era precisamente el polo opuesto del primer amor. Por lo demás, lo que voy a contarles sucedió cuando yo aún no tenía noción alguna ni del amor ni del odio. Entonces tenía ocho años, pero esta circunstancia no hace al caso: lo principal, señores, no fue él, sino ella. Pues bien, presten atención. Una hermosa tarde de verano, poco antes de ponerse el sol, estaba yo con mi institutriz Zínochka, una criatura muy agradable y poética, que acababa de terminar sus estudios, repasando las lecciones. Zínochka miraba distraída a la ventana y decía:

»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.

»—Bien —asintió Zínochka—. Las plantas hacen lo contrario: absorben óxido de carbono y desprenden oxígeno. El óxido de carbono es lo que hay en agua de Seltz y en el tufo que se desprende del samovar... Es un gas muy venenoso. Cerca de Nápoles se encuentra la Cueva del Perro, en la que se desprende óxido de carbono; cuando un perro entra en ella, no puede respirar y se muere.

»Esta desgraciada Cueva del Perro de cerca de Nápoles es el límite de los conocimientos de química que ninguna institutriz se atreve a traspasar. Zínochka defendía siempre con gran calor las ciencias naturales, pero de la química apenas si sabía algo más que lo de esta cueva.

»Bueno, me mandó que lo repitiera. Así lo hice. Me preguntó qué es el horizonte. Yo contesté. Y en el patio, mientras nosotros rumiábamos lo del horizonte y la cueva, mi padre se preparaba para ir de caza. Los perros ladraban, los caballos se removían impacientes y coqueteaban con los cocheros, los criados cargaban el cochecillo con toda clase de paquetes. Había también otro coche en el que tomaron asiento mi madre y mis hermanas, que iban a la hacienda de los Ivanitski, donde celebraban un cumpleaños. Sin contarme a mí en casa se quedaban Zínochka y mi hermano mayor, entonces estudiante, a quien le dolían las muelas. ¡Pueden imaginarse mi envidia!

»—Así pues, ¿qué aspiramos? —preguntó Zínochka, mirando a la ventana.

»—Oxígeno...

»—Sí, y se llama horizonte el lugar en que nos parece que la tierra se junta con el cielo...

»Pero ambos coches se pusieron en marcha... Vi cómo Zínochka sacaba del bolsillo un papelito, lo arrugaba nerviosamente y se lo apretaba contra la sien. Luego se puso roja y miró el reloj.

»—Recuerde, pues —dijo—: cerca de Nápoles está la Cueva del Perro... —miró de nuevo el reloj y prosiguió—, donde nos parece que el cielo se junta con la tierra...

»La pobrecilla, muy agitada, dio unos pasos por la habitación y miró de nuevo el reloj. Hasta el fin de la lección quedaba aún más de media hora.

»—Ahora pasemos a la aritmética —dijo, respirando fatigosamente y pasando con mano temblorosa las páginas del libro de problemas—. Resuelva el número 325, yo... volveré ahora...

»Salió. Oí que bajaba la escalera, y luego vi por la ventana su vestido azul que cruzaba por el patio y desaparecía en el portillo del jardín. La rapidez de sus movimientos, el rubor de sus mejillas y la agitación de que daba muestras, me intrigaron. ¿Adónde había ido? ¿Para qué? Yo era muy precoz y no tardé en comprenderlo todo: ¡había ido al jardín para, valiéndose de la ausencia de mis severos padres, hartarse de frambuesas o cerezas! En tal caso, ¡diablos!, también yo iría a coger cerezas. Dejé el libro de problemas y corrí al jardín. Me acerqué a los cerezos, pero allí no estaba. Dejando atrás los groselleros y la choza del guarda, se dirigía hacia el estanque, pálida y temblando al más pequeño ruido. La seguí, tratando de que no me viera, y me encontré, señores, con lo siguiente. En la orilla del estanque, entre dos robustos y viejos sauces, estaba Sasha, mi hermano mayor; no daba muestras de que le doliesen las muelas. Al mirar a Zínochka que se le acercaba, todo él parecía resplandecer como un sol de felicidad. Y Zínochka, como si la llevasen a la Cueva del Perro y la obligasen a respirar óxido de carbono, iba hacia él moviendo apenas las piernas, respirando fatigosamente y con la cabeza echada hacia atrás... Todo denotaba que era la primera vez en toda su vida que acudía a una cita. Pero acabaron por juntarse... Durante unos instantes se miraron en silencio como sin dar crédito a sus ojos. Luego, cierta fuerza empujó a Zínochka por la espalda, puso las manos en los hombros de Sasha e inclinó la cabeza sobre el chaleco de mi hermano. Sasha se reía, balbuceaba algo inconexo y, con la torpeza del hombre muy enamorado, tomó con ambas manos la cara de Zínochka. El tiempo, señores, era maravilloso... El altozano tras el que se ocultaba el sol, los dos sauces, las verdes orillas, el cielo, todo esto, con Sasha y Zínochka, se reflejaba en el estanque. Pueden imaginarse la quietud que reinaba alrededor. Sobre los dorados carices volaban millones de mariposas de largas antenas, al otro lado del huerto pasaba la dula. En una palabra, como para pintar un cuadro.