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Por distracción mientras me ataba el cordón de mi sandalia. Para evitar seguir mirando el justo cuello de Lot, mi esposo. Por una repentina certidumbre de que si yo hubiera muerto él ni siquiera habría atenuado su marcha. Por la desobediencia de los humildes. Alerta a la persecución. Repentinamente serena, esperanzada de que Dios hubiera cambiado de parecer. Nuestras dos hijas ya estaban casi en la cima de la colina. Sentí la ancianidad dentro de mí. Lejanía. La futilidad de nuestro vagar. Somnolencia. Miré hacia atrás mientras dejaba mi atado en el suelo. Miré hacia atrás por miedo de dónde poner a continuación mi pie. En mi camino aparecieron serpientes,
arañas, ratas de campo y buitres jóvenes. Entonces no había justos ni malvados -simplemente todas las criaturas vivientes reptaban y saltaban en medio de un pánico común. Miré hacia atrás por soledad. Por vergüenza de que estaba huyendo. Por un deseo de gritar, de volver. Justo cuando una súbita ráfaga de viento me deshizo el peinado y me levantó mis vestidos. Tuve la impresión de que lo estaban viendo todo desde las murallas de Sodoma y estallaban en risas sonoras de vez en cuando. Miré hacia atrás por rabia para gozar de su gran ruina miré hacia atrás por todas las razones que he mencionado. Miré hacia atrás a pesar de mí misma. Fue sólo una roca que se desprendió, resonando bajo los pies. Una repentina grieta que cortó mi camino. Al borde un hámster correteó parado en sus patas traseras. Fue entonces que miramos los dos hacia atrás. No, no. Yo seguí corriendo, repté y gateé hacia arriba, hasta que la oscuridad me aplastó desde el cielo, y con ella, grava ardiente y pájaros muertos. Por falta de aliento me balanceaba repetidamente. Si alguien me hubiera visto podría haber pensado que estaba bailando. No se descarta que mis ojos hayan estado abiertos. Podría ser que siento mi cara vuelta hacia la ciudad.