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LAS CUATRO DE LA MADRUGADA

Hora de la noche al día. Hora de un costado al otro. Hora para treintañeros. Hora acicalada para el canto del gallo. Hora en que la tierra niega nuestros nombres. Hora en que el viento sopla desde los astros extintos. Hora de y-si-tras-de-nosotros-no-quedara-nada. Hora vacía. Sorda, estéril. Fondo de todas las horas. Nadie se siente bien a las cuatro del madrugada. Si las hormigas se sienten bien a las cuatro de la madrugada, habrá que felicitarlas. Y que lleguen las cinco, si es que tenemos que seguir viviendo.

LA ATLÁNTIDA

Existieron o no existieron En una isla o no en una isla. El océano o no el océano los engulló o no. ¿Pudo quién amar a quién? ¿Pudo quién luchar con quién? Todo sucedió o nada allí o no allí. Había siete ciudades. ¿Seguro? Querían existir eternamente ¿Dónde las pruebas? No inventaron la pólvora, no. Inventaron la pólvora, sí. Supuestos, dudosos. No recordados. No extraídos del aire, del fuego, del agua, de la tierra. No contenidos en una piedra ni en una gota de lluvia. No pudiendo en serio posar como advertencia. Cayó un meteoro. No fue un meteoro. Un volcán entró en erupción. No fue un volcán. Alguien gritó algo. Nadie nada. En esta más menos Atlántida.