La multitud se había separado, con un suspiro de asombro, pan» permitir el paso de una pequeña procesión encabezada por un hombre de cabeza afeitada y piel morena vestido de Manco, con una cadena de oro alrededor del cuello que aparentaba valer una fortuna. Detrás de él caminaba Filo el chambelán ataviado con lino azul y verde, el rostro maquillado delicadamente, el cuerpo resplandeciente con joyas. Pero no era nada comparado con lo que venía tras ellos: una amplia litera de oro con el techo de loza fina y plumas de pavo real en los podes de las esquinas. La cargaban ocho enormes hombres negros como el carbón, con el mismo tinte púrpura en sus pieles.
Vestían faldellines de plumas, collares y brazaletes de oro y resplandecientes tocados nemes también de oro.
La reina Cleopatra esperó hasta que los porteadores bajasen suavemente la litera, luego, sin esperar ayuda para apearse, se deslizó ágilmente y se acercó a los escalones del tribunal romano.
– Marco Antonio, me has llamado a Tarsus. Estoy aquí -dijo ella con una voz clara y fuerte.
– ¡Tu nombre no aparece en mi lista de casos para hoy, señora! Tendrás que solicitárselo a mi secretario, pero te aseguro que será el primero de mi lista mañana por la mañana -respondió Antonio con la cortesía debida a un monarca pero sin deferencia.
Ella rabiaba por dentro. ¡Cómo se atrevía este palurdo romano a tratarla como a cualquier otro! Había venido al ágora para mostrarlo como el paleto que era y hacer exhibición de su inmenso poder y autoridad a los tarsos, que apreciarían su posición y no pensarían muy bien de Antonio por haberla escupido metafóricamente. Él no estaba ahora en el foro romano, aquéllos no eran empresarios romanos (todos ellos se habían marchado porque no tenían beneficios que ganar), sino personas que estaban próximas a su gente de Alejandría, sensibles a las prerrogativas y derechos de los monarcas. ¿Les importaba verse apartados por la reina de Egipto? ¡No, se vanagloriaban de la distinción! Todos habían visitado el muelle para maravillarse ante el Filopátor, y habían venido al ágora convencidos de que se habían pospuesto sus casos. Sin duda, Antonio creía que valorarían sus principios democráticos al verlos a ellos primero, pero no era así como funcionaba el cerebro oriental. Estaban asombrados, inquietos y molestos. Cleopatra, al permanecer de pie tan humildemente delante del tribunal, demostraba a los tarsos lo arrogantes que eran los romanos.
– Gracias, Marco Antonio -dijo ella-. ¿Quizá si no tienes ningún compromiso para la cena podrías venir a mi barco esta noche? ¿Te parece bien al anochecer? Es más cómodo cenar después de que el calor haya desaparecido del aire.
Él la miró con una chispa de furia en los ojos; de alguna manera, lo había puesto en una posición incómoda, lo veía en los rostros de la multitud, que se inclinaba y saludaba siempre manteniendo la distancia con la persona real. En Roma, ella podía haber sido asaltada, pero ¿aquí? Al parecer, nunca. ¡Maldita mujer!
– No tengo planes para la cena -respondió brevemente-. Puedes esperarme al anochecer.
– Te enviaré mi litera, imperator Antonio. Siéntete en libertad de traer a Quinto Delio, Lucio Poplicola, a los hermanos Saxa, Marco Barbado y a cincuenta y cinco más de tus amigos.
Cleopatra se subió ágilmente a la litera. A continuación, los porteadores cogieron las varas y giraron la litera, que no era un simple diván, ya que la parte frontal y la trasera eran iguales para permitir que su ocupante fuese visto correctamente desde todos los ángulos.
– Continúa, Melanto -le dijo Antonio al litigante, que se había visto interrumpido en mitad de una frase por la llegada de la reina.
El asombrado Melanto se volvió indefenso a su muy bien remunerado abogado, los brazos abiertos de asombro. El hombre mostró su competencia al continuar el caso como si no se hubiese producido ninguna interrupción.
A los sirvientes les llevó un rato encontrar una túnica lo bastante limpia para que Antonio vistiese en la cena del barco; las togas eran demasiado incómodas para este tipo de cenas y había que descartarlas, y tampoco eran convenientes las botas (su calzado preferido), demasiados cordones para atar y desatar. ¡Oh, cuánto daría por llevar en su cabeza una corona al valor! César había llevado sus hojas de roble en todas las ocasiones públicas, pero este privilegio sólo lo consiguió por su valor extremo en el combate en su juventud. Como Pompeyo Magno, Antonio nunca había ganado una corona, por muy valiente que siempre hubiera sido.
La litera esperaba. Antonio, fingiendo que todo aquello era muy divertido, se acomodó y le ordenó a su grupo de amigos, entre risas y bromas, que caminasen alrededor de la litera. El artilugio causó admiración, pero no tanto como sus porteadores, una fascinante rareza; incluso en los más grandes y variados mercados de esclavos no aparecían hombres negros a la venta. En Italia eran tan escasos que se los apropiaban los escultores. Pero aquéllos sólo eran mujeres y niños, y en contadas ocasiones de sangre pura como los porteadores de Cleopatra; la belleza de su piel, lo apuesto de sus rostros, la dignidad de sus portes eran motivo de admiración. ¡Qué sensación causarían en Roma! «Aunque -pensó Antonio-, sin duda, ella los había tenido en su residencia cuando había vivido en Roma. Yo, sencillamente, nunca los vi.»
Antonio observó que la pasarela era de oro excepto en la balaustrada, que parecía hecha de una rara madera de cítrico, y la cubierta de tejas de loza fina estaba sembrada con pétalos de rosas que soltaban un suave perfume cuando se las pisaba. Cada pedestal soportaba un jarrón dorado con plumas de pavo real o una valiosísima obra de arte criselefantino, marfil tallado con incrustaciones de oro. Hermosas muchachas cuyos delicados cuerpos se mostraban a través de túnicas de tul los llevaron por la cubierta entre columnas hasta un par de grandes puertas de oro con bajorrelieves hechos por algún maestro. En el interior había un gran salón con las ventanas bien abiertas para dejar entrar todas las brisas; las paredes, de madera de cítricos; la marquetería, de esplendorosos y complejos diseños, y el suelo, cubierto con un manto de pétalos de rosas de un pie de profundidad.
«¡Me está provocando! -pensó Antonio-. ¡Me está provocando!»
Cleopatra le esperaba, vestida ahora con transparentes capas de gasa que iban desde el ámbar oscuro abajo hasta el amarillo pálido arriba. El estilo no era griego, romano ni asiático, sino algo propio, entallado, que se abría en las faldas, el corpiño bien apretado para mostrar sus pequeños pechos; los delgados brazos estaban suavizados por amplias mangas que acababan en los codos para dejar espacio a los brazaletes en los antebrazos. Alrededor del cuello llevaba una cadena de oro de la que colgaba, encerrado en una jaula del más fino oro, una única perla del tamaño y el color de una fresa. La mirada de Antonio se sintió atraída hacia ella inmediatamente -acompañada de una exclamación- y, después, alcanzó su rostro, asombrada.