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Cleopatra estaba un poco más cerca de comprender qué clase de hombre era Marco Antonio. ¡Ah, pero estaba demasiado cansada para prolongar aquella velada! Tendría que haber más cenas, y si eso significaba que sus cocineros se volviesen locos inventando nuevos platos lo daría por bien empleado.

– Te ruego que me disculpes, Antonio. Me voy a la cama. Quédate todo lo que quieras. Filo se ocupará de ti.

Al instante, desapareció. Antonio, con expresión ceñuda, debatió si tenía que quedarse o marcharse, y decidió marcharse. El día siguiente por la noche él la invitaría a un banquete. ¡Era una mujercita extraña! Como una de aquellas niñas que dejan de comer precisamente a la edad que tendrían que estar comiendo. «Me pregunto -pensó con súbita alegría- cómo se estará arreglando Octavio con la hija que Fulvia tuvo con Clodio. ¡Ésa sí que es una chica famélica! No tiene más carne que una pulga.»

La invitación de Cleopatra a una segunda cena aquella noche llegó cuando al día siguiente Antonio se disponía a salir para el tribunal, donde sabía que la reina no volvería a presentarse de nuevo. Sus amigos hablaban tanto de las maravillas del banquete que decidió abreviar su desayuno de pan y miel y se presentó en el ágora antes de lo que lo esperaba cualquiera de los litigantes. Una parte de él aún continuaba mirando en la dirección por la que ella había llevado la parte más seria de la conversación, en la que no habían abordado el tema de si ella había apoyado a Casio. Eso se mantendría durante un día o dos, supuso, pero no era un buen augurio que ella no estuviese en absoluto intimidada. Cuando regresó al palacio del gobernador para bañarse y afeitarse con vistas a la fiesta de la noche en el Filopátor, se encontró con Glafira, que lo esperaba.

– ¿No fui invitada anoche? -preguntó ella con voz filosa.

– No fuiste invitada.

– ¿Estoy invitada esta noche?

– No.

– Quizá debería enviarle a la reina una breve nota para informarle de que yo también soy de sangre real y soy tu huésped aquí en Tarsus. Si lo hiciese, ella, sin duda, me incluiría en su invitación.

– Podrías, Glafira -señaló Antonio, que, de pronto, se sintió jovial-, pero no te llevaría a ninguna parte. Recoge tus cosas. Te envío de regreso a Comana mañana al amanecer.

Las lágrimas cayeron como una lluvia silenciosa.

– ¡Oh, apaga el surtidor, mujer! -exclamó Antonio-. Tendrás lo que quieres, pero todavía no. Si sigues con las lágrimas, quizá no tengas nada.

Sólo en la tercera noche durante la tercera cena a bordo del Filopátor Antonio mencionó a Casio. No lograba entender cómo sus cocineros seguían presentando novedades; también sus amigos estaban perdidos en un éxtasis de manjares que les dejaba poco tiempo para observar lo que hacía la pareja en el lectus mediiis. Desde luego no estaban haciendo ningún avance amoroso, y liquidada esa preocupación, la visión de las preciosas muchachas era mucho más emocionante, si bien alguno de los invitados hizo elogiosos comentarios de los niños pequeños.

– Harías bien en venir a cenar mañana al palacio del gobernador -comentó Antonio, que había comido bien en cada una de las tres ocasiones pero no se había comportado como un glotón-. Dale a tus cocineros un buen merecido descanso.

– Si lo prefieres -replicó ella, indiferente; picoteaba la comida, comía como un pajarito.

– Pero antes de que honres mi residencia con tu presencia real, majestad, creo que debemos aclarar el tema de la ayuda que le diste a Cayo Casio.

– ¿Ayuda? ¿Qué ayuda?

– ¿No llamas ayuda a cuatro buenas legiones romanas?

– Mi querido Marco Antonio -manifestó ella con un tono de cansancio-, aquellas cuatro legiones marcharon al norte al mando de Aulo Allieno, que me hicieron creer que era un legado de Publio Dolabella, el entonces gobernador legal de Siria. Como Alejandría estaba amenazada por la plaga y también la hambruna, me alegró dar a Allieno las cuatro legiones que César había dejado aquí. Si él decidió cambiar de bando después de haber cruzado la frontera de Siria, eso no puede ser cargado a mi cuenta. La flota que te envié a ti y a Octavio se hundió en una tormenta, pero no encontrarás ningún registro de flotas donadas a Cayo Casio ni tampoco que recibiese dinero de mí, trigo o más tropas. Admito que mi virrey en Chipre, Serapio, envió ayuda a Bruto y Casio, pero me alegraría ver a Serapio ejecutado. Actuó sin órdenes mías, y eso lo hace un traidor a Egipto. Si tú no lo ejecutas, desde luego lo haré yo en mi viaje de regreso.

– Humm -gruñó Antonio con expresión ceñuda. Sabía que todo lo que ella había dicho era verdad, pero ése no era su problema; su problema era cómo conseguir que lo que había dicho ella pareciese mentira-. Puedo presentar esclavos dispuestos a declarar que Serapio actuó bajo tus órdenes.

– ¿Libremente o bajo tortura? -preguntó ella sin inmutarse.

– Libremente.

– Por una minúscula fracción del oro que ansias más que Midas. ¡Venga, Antonio, seamos francos! Estoy aquí porque tu fabuloso este está en la bancarrota gracias a una guerra civil romana y de pronto Egipto parece una enorme gansa capaz de poner enormes huevos de oro. ¡Bueno, desengáñate! -dijo con un tono tajante-. El oro de Egipto pertenece a Egipto, que disfruta de la condición de amigo y aliado del pueblo romano y nunca ha roto tal confianza. Si quieres tener el oro de Egipto, tendrás que arrebatármelo por la fuerza a la cabeza de un ejército, pero incluso entonces te llevarás una desilusión. La patética lista de tesoros para encontrar en Alejandría que confeccionó Delio no es más que un huevo de oro en una enorme pila. Y dicha pila está tan bien oculta que nunca la encontrarías. No me lo arrancarás ni a mí ni a mis sacerdotes, que son los únicos que conocen su paradero, con la tortura.

No era el discurso de alguien al que se podía acobardar.

Atento al menor temblor en la voz de Cleopatra y alerta también a la menor tensión en sus manos o en su cuerpo, Antonio no percibió ninguno de dichos síntomas. Peor aún, sabía por varias cosas que César había dicho que el tesoro de los Ptolomeo estaba oculto con tanta astucia que nadie podría encontrarlo. Sin duda, los artículos de la lista de Delio podrían generar unas ganancias de diez mil talentos, pero necesitaba muchísimo más que eso. Thier o llevar en barco el ejército hasta o desde Alejandría le costaría varios miles de talentos. «¡Oh, maldita mujer! No puedo obligarla ni pegarle para convencerla. Por lo tanto, debo buscar otra manera. Cleopatra no es Glafira.»

De acuerdo con una nota entregada a Filopátor a primera hora de la mañana siguiente, el banquete que Antonio ofrecería aquella noche sería una fiesta de disfraces.