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«Pero te daré una pista -decía la nota-. Si tú vienes como Afrodita, yo te recibiré como Neo Dionisio, tu compañero natural en la creación de vida.»

Así pues, Cleopatra se atavió con el disfraz griego. Capas de rosa y carmín. Sus escasos cabellos castaños estaban peinados a la manera habitual, divididos en una serie de trenzas que comenzaban en la frente y acababan en la nuca, donde estaban sujetos en un pequeño moño. La gente decía que se parecía a la piel de un melón cantalupo, algo que no estaba muy lejos de la verdad. Una mujer como Glafira le hubiese dicho -de haber visto alguna vez a Cleopatra con su atavío faraónico- que aquel estilo tan poco elegante le permitía llevar la doble corona roja y blanca egipcia con facilidad. Aquella noche, sin embargo, llevaba un velo corto de flores entretejidas, y para adornar su persona había escogido flores en el cuello, en el corpiño y en la cintura. En una mano llevaba una manzana dorada. Aquel vestido no era nada atractivo, cosa que no preocupó a Marco Antonio, poco conocedor del vestuario femenino. El único objetivo de aquella fiesta de «disfraces» era que él pudiese exhibirse para su máxima ventaja.

Como Neo Dionisio, iba desnudo de cintura para arriba y desnudo de medio muslo hacia abajo. Sus partes estaban cubiertas por un delicado trozo de gasa púrpura, debajo del cual un taparrabos hecho a medida mostraba la gran bolsa que contenía los famosos genitales de Antonio. A los cuarenta y tres años todavía estaba en su mejor momento, con aquel físico de Hércules que no mostraba ninguna señal de los muchísimos excesos que la mayoría de hombres acumulaban a aquella edad. Las pantorrillas y los muslos eran enormes, pero los tobillos eran delgados y los pectorales abultaban por encima de un vientre plano y musculoso. Sólo su cabeza parecía extraña, porque su cuello, grueso como el de un toro, la empequeñecía. El grupo de muchachas que la reina había traído con ella lo miraban y suspiraban, casi muertas de deseo por ser poseídas.

– Vaya, no tienes mucho en tu guardarropa -comentó Cleopatra, que no parecía impresionada.

– Dionisio no necesitaba mucho. Ten, una uva -dijo él, y le ofreció el racimo que tenía en una mano.

– Ten, come una manzana -replicó ella, y le extendió la mano.

– Soy Dionisio, no París. «París, muchacho hermoso, seductor de mujeres» -citó-. ¿Lo ves? Conozco bien a Homero.

– Estoy consumida por la admiración. -Ella se acomodó en el diván mientras él le cedía el locus consularis, un gesto que los puntillosos de su comitiva no apreciaron. Las mujeres eran mujeres.

Antonio lo intentó, pero su actitud de desnudo preparado para la acción no afectó en absoluto a Cleopatra. La razón por la que Cleopatra vivía no era el lado físico del amor, eso estaba muy claro. De hecho, la reina pasó la mayor parte de la velada jugando con su manzana dorada, que metió en una copa de vino rosado al tiempo que observaba cómo el azul del cristal le daba al oro un sutil tono púrpura, sobre todo cuando lo movía con un dedo.

Finalmente, desesperado, Antonio se lo jugó todo a una tirada de dados: ¡Venus, que salga Venus!

– Me estoy enamorando de ti -dijo, y le acarició el brazo.

Ella se lo apartó como quien aparta a un insecto.

– Gerrae! -gruñó.

– ¡No son tonterías! -manifestó él indignado y se sentó muy erguido-. Me has embrujado.

– Mi riqueza te ha embrujado.

– ¡No, no! ¡No me importaría si fueses una pordiosera!

– Gerrae! Me pisarías como si yo no existiese.

– ¡Te demostraré que te quiero! ¡Ponme una prueba!

La respuesta de Cleopatra fue inmediata.

– Mi hermana Arsinoe ha buscado refugio en el recinto de Artemisa en Éfeso. Está condenada a muerte en un juicio legal realizado en Alejandría. Ejecútala, Antonio. Una vez que ella esté muerta descansaré tranquila. Y tú me gustarás más.

– Tengo una manera mejor -manifestó Antonio con la frente perlada de sudor-. Deja que te haga el amor aquí, ahora.

Ella ladeó la cabeza y partió el velo de flores; para Delio, que miraba la escena atentamente desde su diván, Cleopatra parecía una florista borracha dispuesta a vender. Uno de sus ojos dorados se cerró, al tiempo que el otro miró a Antonio reflexivamente.

– No en Tarsus -respondió Cleopatra-. Y no mientras mi hermana viva. Ven a Egipto con la cabeza de Arsinoe y me lo pensaré.

– ¡No puedo! -gritó él-. ¡Tengo mucho trabajo que hacer! ¿Por qué te crees que estoy sobrio? Se está preparando una guerra en Italia y aquel maldito muchacho lo está haciendo mejor de lo que cualquiera hubiese esperado. ¿Cómo puedes pedir la cabeza de tu propia hermana?

– Es un placer. Ella ha ido por mi cabeza desde hace años, Si sus planes se cumplen, se casará con mi hijo y después me cortará la mía de los hombros en un abrir y cerrar de ojos. Su sangre es puramente Ptolomeo y es lo bastante joven para tener hijos cuando Cesarión alcance la edad propicia. Yo soy la nieta de Mitrídates el Grande, un mestizo. Mi hijo es más mestizo todavía. Para muchas personas en Alejandría, Arsinoe representa un regreso a la línea de sangre adecuada, y si yo debo vivir, entonces ella debe morir.

Cleopatra se levantó del diván, se quitó el velo y se arrancó las tiras de azucenas del cuello y de la cintura.

– Gracias por tu magnífica fiesta, y gracias por un esclarecedor viaje al extranjero. El Filopátor no ha sido escenario de tantos agasajos durante estos últimos cien años. Mañana, él y yo navegaremos de regreso a Egipto. Ven a verme allí. Ve a ver a mi hermana a Éfeso. Es la mar de divertida. Si te gustan las arpías y gorgonas, te encantará.

– Quizá -opinó Delio después de escuchar algo de eso a la mañana siguiente, mientras el Filopátor hundía sus remos dorados en el agua y emprendía viaje-, la has asustado, Antonio.

– ¿Asustado? ¿A esa víbora de sangre de hiel? ¡Imposible!

– Ella no pesa más de un talento, mientras que tú debes de andar por los cuatro. Quizá crea que morirá aplastada. -Se rió-. ¡O que tu ariete la matará! Es incluso posible que lo hagas.

– Cacat! ¡Nunca había pensado en eso!

– Conquístala con cartas, Antonio, y continúa con tus obligaciones como triunviro al este de Italia.

– ¿Estás intentando empujarme, Delio? -preguntó Antonio.

– ¡No, no, por supuesto que no! -se apresuró a responder Delio-. Sólo te recuerdo que la reina de Egipto ya no está en tu horizonte, mientras que sí lo están otras personas y acontecimientos.

Antonio barrió los papeles de encima de su mesa con un salvaje manotazo que hizo que Lucilio se pusiese a gatas inmediatamente para recogerlos.

– ¡Estoy harto de esta vida, Delio! Que el este se pudra. Es la hora del vino y las mujeres.

Delio miró hacia abajo y Lucilio hacia arriba, en un intercambio de miradas.

– Tengo una idea mejor, Antonio -dijo Delio-. ¿Por qué no acabamos con esta montaña de trabajo durante el verano y después pasamos el invierno en Alejandría, en la corte de la reina Cleopatra?

IV

Durante cuatro años consecutivos el Nilo no se desbordó. La única buena noticia era que aquellos que habían sobrevivido a la plaga a lo largo del río parecían inmunes, lo mismo que les sucedía a los del Delta y a los de Alejandría. Aquellas personas eran más duras, más sanas.

A Sosigenes se le ocurrió una idea, y proclamó un edicto en nombre del faraón: ordenó que las partes más bajas de las orillas del Nilo fuesen bajadas otros cinco pies. Si el agua conseguía sobrepasar los topes de aquellas aberturas preparadas, fluiría por los inmensos estanques cavados previamente. Y alrededor de estos estanques había norias dispuestas a enviar el agua por canales poco profundos que serpenteaban a través de los campos resecos. Cuando a mediados de julio llegó la inundación, el río subió lo suficiente como para llenar los estanques. Este método hacía más fácil irrigar a mano que el tradicional shaduf, con un único cubo que había que sumergir en el río.