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Y la gente era gente incluso en medio de la muerte, y habían nacido bebés, con el consiguiente aumento de la población. Pero Egipto comería.

La amenaza de Roma estaba por ahora controlada; los agentes le habían dicho a Cleopatra que, desde Tarsus, Antonio había ido a Antioquía, había visitado Tiro y Sidón y después había embarcado con rumbo a Éfeso, donde una aullante Arsinoe había sido sacada del santuario para ser atravesada con una espada. El sumo sacerdote de Artemisa pareció que la seguiría, pero Antonio, a quien le desagradaban aquellas venganzas sanguinarias orientales, intervino a petición del etnarca y envió al hombre de regreso a su recinto sin hacerle daño. La cabeza no sería parte del equipaje de Antonio cuando visitase Egipto; Arsinoe había sido incinerada entera. Ella había sido la última auténtica Ptolomeo, y con su muerte había desaparecido aquella particular amenaza a Cleopatra.

– Antonio vendrá en invierno -manifestó Tacha con una sonrisa.

– ¡Antonio, oh, madre mía, él no es César! ¿Cómo puedo soportar sus manos sobre mí?

– César era único. No puedes olvidarlo, eso lo comprendo, pero debes dejar de llorarlo y mirar a Egipto. ¿Qué importa la sensación de sus manos cuando Antonio posee la sangre para darle a Cesarión una hermana para casarse? Los monarcas no se casan por la gratificación del ser, se casan para beneficio de sus reinos y para salvaguardar la dinastía. Te acostumbrarás a Antonio.

De hecho, la mayor preocupación de Cleopatra durante aquel verano y aquel otoño fue Cesarión, que no le había perdonado dejarlo atrás en Alejandría. Era irreprochablemente cortés, trabajaba mucho con sus libros, leía voluntariamente en su tiempo libre, seguía con sus lecciones de equitación, sus ejercicios militares y sus aficiones atléticas, aunque no boxeaba ni luchaba.

– Tata me dijo que nuestro aparato pensador está localizado dentro de nuestras cabezas y que nunca debemos practicar deportes que lo pongan en peligro, así que aprenderé a utilizar el gladio y la espada larga, dispararé flechas y arrojaré piedras con las hondas, practicaré con el pilum y mi asta, correré, saltaré vallas y nadaré. Pero no boxearé ni lucharé. Tata no lo aprobaría, por mucho que digan mis instructores, ya les dije que desistiesen, que no viniesen corriendo a ti. ¿Acaso mis órdenes cuentan menos que las tuyas?

Ella estaba maravillada de lo mucho que él recordaba de César, y más después de escuchar el mensaje implícito en sus últimas palabras. Su padre había muerto antes de que el niño cumpliese los cuatro años.

Pero no era la discusión por los deportes de contacto físico o cualquier otro pequeño disgusto lo que la molestaba; lo que le dolía era su distanciamiento. Ella no podía quejarse de falta de atención cuando le hablaba, sobre todo para dar una orden, pero él la había apartado de su mundo interior. Era obvio que el niño alimentaba un resentimiento que ella no podía descartar como insignificante.

«Oh -se quejó para sus adentros-. ¿Por qué siempre tomo las decisiones equivocadas? De haber sabido el efecto que tendría excluirlo del viaje a Tarsus probablemente lo hubiese llevado conmigo. Pero eso hubiese puesto en peligro la sucesión en un viaje marítimo»

Los agentes de Antonio le informaron de que la situación en Italia había desembocado en una guerra abierta. Los instigadores eran Fulvia, la belicosa esposa de Antonio, y el hermano de Antonio, Lucio Antonio. Fulvia le había pedido al famoso chaquetero Lucio Munatio Planeo -que le había dado su consentimiento- que le entregase a los soldados veteranos que estaba emplazando en los alrededores de Beneventum -dos legiones completas- para su ejército; después de aquello había convencido al aburrido aristócrata Tiberio Claudio Nerón, a quien César tanto había detestado, que provocase una rebelión de esclavos en la campaña, una tarea muy poco apropiada para alguien que nunca en su vida había hablado con un esclavo. No es que Nerón no lo hubiese intentado, es que ni siquiera supo cómo comenzar su trabajo.

Sin tener ninguna posición oficial más allá de su condición de triunviro, Octavio se coló en los círculos de conocidos y allegados en el perímetro de Lucio Antonio, mientras que las dos legiones que el propio Lucio había conseguido reclutar avanzaban por la Península italiana hacia Roma. El tercer triunviro, Marco Emilio Lépido, llevó dos legiones a Roma para impedir la entrada de Lucio. Luego, en el momento en que Lépido vio el resplandor de las armaduras en la Vía Latina, abandonó Roma, a sus tropas y a una jubilosa Fulvia (y a Lucio, a quien la gente tendía a olvidar).

El resultado dependía en realidad de aquel anillo de grandes ejércitos que rodeaban Italia, los ejércitos comandados por los mejores generales de Antonio, hombres que eran sus amigos además de sus partidarios políticos. Gneo Asinio Pollio, con siete legiones, tenía la Galia Cisalpina; en la Galia Transalpina, al otro lado de los Alpes, estaba Quinto Fufio Caleño con once legiones, mientras que Publio Ventidio y sus siete legiones estaban en la costa de Liguria.

Ahora ya era otoño. Antonio estaba en Atenas, no muy lejos, disfrutando de los entretenimientos que ofrecía aquella sofisticada ciudad. Pollio le escribió, Ventidio le escribió, Caleño le escribió, Planeo le escribió, Fulvia le escribió, Lucio le escribió, Sexto Pompeyo le escribió, y Octavio le escribía todos los días. Antonio nunca respondió ni a una sola de esas cartas, ya que tenía mejores cosas que hacer. Por lo tanto, como Octavio comprendió, Antonio perdió su gran oportunidad para aplastar al heredero de César para siempre. Los veteranos se amotinaban, nadie pagaba impuestos, y todo lo que Octavio pudo reunir fueron ocho legiones. Las principales carreteras, desde Bononia, en el norte, hasta Brundisium, en el sur, resonaban con el rítmico golpeteo de las caligae con clavos de los legionarios, la mayoría de ellas pertenecientes a los enemigos jurados de Octavio; la flota de Sexto Pompeyo controlaba el mar Adriático, cortaba el suministro de granos de Sicilia y África. Si Antonio hubiese levantado su corpachón del cómodo diván ateniense y hubiera llevado a aquellos hombres a una guerra abierta para aplastar a Octavio habría ganado fácilmente, pero decidió no responder a sus cartas y no moverse. Octavio suspiró tranquilo, mientras la gente de Antonio asumió que éste estaba demasiado ocupado pasándoselo bien como para preocuparse más allá del placer.

En Alejandría, al leer los comunicados, Cleopatra protestó y rabió, pensó en escribir a Antonio para que iniciase una guerra en Italia. ¡Eso sí que alejaría la amenaza de Egipto! Pero al final no lo hizo; de haberlo hecho, hubiese sido un esfuerzo inútil.

Lucio Antonio marchó al norte por la Vía Flaminia a Perugia, una magnífica ciudad en lo alto de una meseta en mitad de los Apeninos. Allí se instaló con sus seis legiones dentro de las muradlas de Perugia y esperó a ver no sólo qué haría Octavio, sino también lo que harían Pollio, Ventidio y Planeo. Nunca pensó que estos tres últimos no acudirían a su rescate; ¡como hombres de Antonio, era su obligación!

Octavio había puesto al mando a su hermano espiritual Agripa, una sabia decisión; cuando los dos jóvenes llegaron a la conclusión de que Pollio, Ventidio y Planeo no iban a rescatar a Lucio, construyeron unas enormes fortificaciones de asedio en un anillo que rodeaba toda la montaña de Perugia. No llegaba abastecimiento alguno a la ciudad, y con la llegada del invierno; la reserva de agua era cada vez más baja.

Fulvia estaba en el campamento de Planeo y despotricaba contra la perfidia de Pollio y Ventidio, acampados muy lejos; también criticaba a Planeo, que sólo lo toleraba porque estaba enamorado de ella. El estado mental de Fulvia era cada vez más inestable: pasaba de las tremendas rabietas a una actividad frenética reclutando a más hombres. Pero lo que más la carcomía era el odio hacia Octavio. El melindroso cachorro le había devuelto a su esposa Clodia, la hija de Fulvia, todavía virgo intacta. ¿Qué podía hacer ella en un campamento de guerra con una muchacha flacucha que no hacía más que llorar y negarse a comer? Para colmo de males, Clodia insistía en que estaba locamente enamorada de Octavio, y acusaba a su madre del rechazo de Octavio.